Wednesday, October 31, 2007

MOZART / BEETHOVEN




Dos películas acerca de la vida de dos compositores aparecieron con diez años de distancia. Un pie en la biografía, el otro en la imaginación. "Amadeus", de 1984 y "Amada inmortal", de 1994, nos acercan a Wolfgan Amadeus Mozart y Ludwing van Beethoven a través de la mirada y la voz de un tercero. En el caso de la cinta dirigida por Milos Forman, un acabado Antonio Salieri, desde una silla de ruedas, habla con el sacerdote luego de un intento de suicidio. En la película protagonizada por Gary Oldman se trata de la búsqueda de la heredera del músico: unas cartas son el pretexto para que el secretario del recién fallecido teja una especie de álbum fotográfico durante su investigación. El fondo de ambas situaciones difiere: en tanto a Beethoven se le cumple la última voluntad, Mozart está siendo recordado por quien se considera su asesino.
En ambas cintas los compositores, personificados por Tom Hulce y Gary Oldman, se muestran en escenas desgarradas, tambaleándose con una botella, el zumbido que no abandona el oído nunca, conciertos ante un público canino, ruegos por una sola lección, la cabeza reposando sobre el piano –así la música encontrará la ruta–, la soledad a ras de suelo, humedecida con una hilera de orina.
Al inicio del relato de Salieri, como jugando, él trata de reconocer el rostro de quien ha admirado desde niño, de Mozart; la primera mujer entrevistada en “Amada inmortal” confunde a Beethoven con otro pianista. En los dos casos el que intenta reconocer al compositor, al genio, recibe una sorpresa, un golpe desagradable: un muchacho obseno y sus juegos debajo de la mesa con una muchacha, alguien confundido con un sirviente. En uno nacerá una envidia furibunda, deseos de aplastar cualquier acción del antes admirado; en la otra, ganas de echarle los brazos al cuello.
La música se vuelve un personaje en ambas cintas, es el fondo perfecto para un carruaje mortuorio, un cuerpo envuelto en una sábana y varias paletadas de cal; para un niño que, huyendo de los golpes del padre, quien quiere dar a luz a fuerzas a un Mozart, se aleja corriendo y al fin, en un lago, parece recostarse sobre el cielo, sobre las estrellas –es entonces cuando a la distancia, el anciano compositor, ante la orquesta, ya no escucha el zumbido de su completa sordera, sino su propia sinfonía, la Novena.
Hasta el final, la vida de ambos personajes se centra en la música: en el lecho de muerte disponen de papel pautado, tinta y pluma. En el caso de “Amadeus” sabemos que escribe su propia misa de muertos, finalmente inconclusa.
Podríamos seguir uniendo hilos entre situaciones parecidas, tendiendo comparaciones; mejor es disfrutar de las excelentes actuaciones de Tom Hulce y Gary Oldman, de F. Murray Abraham, de la música de Mozart y Beethoven.

1 comment:

rafa said...

En algún lugar del libro de Gutierre Tibón sobre el ombligo como centro erótico, hay una visión antropocósmica atribuida al poeta argentino Leopoldo Lugones: “El universo es un vientre humano, sin duda femenino, cuyo ombligo es la luna.” Esta evocación a un par erótico fractal encuentra eco en el eterno femenino de Goethe. Y si habremos de hacer caso a Ikram Antaki cuando señala que mientras más elevada es una cultura, más reducido es su contenido sexual, entonces tiene sentido que el sturm und drang escoja como ideal de salvación más bien divino a la mujer. Goethe es en esas primeras horas de romanticismo un hombre joven, amante del teatro, que había escuchado a los quince tocar a un Mozart de siete. Goethe escribe Werther a los 23 para exorcisar una pasión: la desatada por Charlotte Bunff y su mirada azul. Al revés de Beethoven, Goethe adoraba a las mujeres. Pero entramos en el romanticismo y la pugna contra la ilustración y su antorcha cartesiana de luminosa razón donde el yo teórico es el centro la razón misma se encarnará en el poeta a lo largo de toda su vida. Contra ese orden calculado geométrico, abstracto, se opone la poesía de Goethe de palpitante irracionalidad. Y la razón alcanzará el nivel dialéctico de creación artística: literatura, pintura, escultura, ¡ufff, todas las turas! (la morelliana Cortázar a todo lo que da, ya se ve: “el amor tura de turas”). El deseo evolucionista impregna la escritura de Goethe como hilo conductor que une naturaleza y arte, pero también historia, arqueología, genealogía, etc., como parte de un todo. El romanticismo a lomo de caballo entre un Napoleón y un Beethoven misógino y atormentado. La música, esa gran tura, patea a su vez el pesebre de lo puramente abstracto y matemático para transmutarse sueño y esperanza del mundo. Esperanza tumultuaria que abarrota el teatro donde el maestro se para. Así entendemos que el niño escape a la barbarie doméstica para sumergirse en el lago, mientras el otro, el anciano (su par dialéctico borgesiano), presenta la sinfonía coral que nos sorprende con una imagen para la memoria: el niño-hombre acostado sobre una cama de estrellas. El hombre en el centro del universo, en el ombligo mismo del cielo. Y mientras la música ataca, el paneo de Rose-Suschitzky, en esta Immortal beloved, nos da la idea de que el hombre alcanza por fin hacia su meta: el vientre de la mujer prefigurada por Lugones. Metáfora de una concupiscencia anunciada. ¿Usted que prefiere: par erótico o eterno femenino? Pase y vea…
Saludos, Judith.