Thursday, September 20, 2007

EL SANTO DEL PUEBLO (fragmento)

Va un fragmento del cuento que leí en la premiación del segundo concurso de Cuento Joven Alejandro Meneses 2007, convocado por Ediciones de Educación y Cultura, Editorial LunArena y Profética, Casa de Lectura, el pasado 3 de agosto, en Profética.
"No quiero ir, pero soy su último descendiente. Sólo mi sombra avanza junto a mí, un óvalo negro bajo la mañana. Volteo, las puertas cerradas a ambos lados de la calle. Ni un susurro, los aullidos de los perros. El camino hacia la iglesia es mucho más largo cada marzo, me jala de los tobillos, provoca tropiezos.
El atrio es un montón de sombreros, cabezas pequeñas, trenzas a modo de corona y rebozos descoloridos. Una hilera de ropones crece delante de la iglesia, vistiéndola de blanco igual que los claveles, rosas y alcatraces que traen de la ciudad, que miran hacia el altar y los pasillos. No es necesario empujar hombros, los cuerpos se apartan al roce del bastón sobre la tierra seca. Desde mi juventud atravieso el mismo año: los sombreros alzados, las miradas se despeñan, me tocan los pies. Adelante, rostros de niños sin bautizar, sonrisas amarillas y negruzcas, incompletas. Voces parecidas a silencios me ruegan por la cosecha, por el hijo enfermo: “Si señala hacia el cielo, si me ve, el sol de mañana calentará a mi niño”. Evito sus ojos, las súplicas son de humo, ni siquiera agitan las hojas de los eucaliptos.
De pronto un jalón. El ardor me hace voltear. Un hombre tiene una mecha pequeña, gris, entre los dedos, y la pone en la mano de un espectro de mujer.
–Perdone usted, tata, dicen que las reliquias son buen remedio para los males incurables.
–Mi niña suda gotas como de hielo, habla cuando está sola en el jacal. No pude traerla, ahora tendré que esperar hasta el otro año para bautizarla.
Quedo un momento ante las dos miradas negras, me froto la coronilla y vuelvo a caminar. La iglesia. Llego al altar sin ver la explosión de blancos, vuelta a la derecha, sigue la capilla dedicada al más antiguo de mis abuelos, la banca recién barnizada, sólo para mí. Podría recorrer la ruta aun estando ciego. Un mechón, pienso con la barbilla enterrada en el pecho, antes fue recoger la tierra debajo de mis pasos, rasgarme la camisa y acariciar el bastón; seguro después querrán un ojo o mi último latido.
Me siento ante un espejo de madera: mi antepasado cubierto con pliegues blancos y azules, de rodillas, junto al índice levantado de Jesús. Los pómulos huesudos de cuando yo era joven. Atrás, el enorme Cristo, mural de plumas. Volteo. Las tres bancas detrás de mí están vacías. Más allá, la gente que colmaba el atrio llena los asientos, el pasillo, se pone de puntitas para ver la imagen de mi abuelo, al sacristán, que toca las baldosas con una rodilla antes de encender las dos velas del altar.
La gente le abre paso al nuevo sacerdote, a una fila de mujeres con envoltorios blancos entre los brazos. El hombre sigue hasta el retablo color oro, ellas se reparten en las bancas reservadas. La ceremonia anual del bautismo.
El sacerdote no nació aquí, llegó al pueblo a principios de semana. Su primera ceremonia fue el entierro del viejo padre José. El sacristán lo mira con el entrecejo fruncido, el hombre de casulla verde levanta los brazos y tropieza a lo largo del sermón tantas veces pronunciado por el padre José. Habla hacia la cúpula de mosaicos turquesa y ultramar, lleno de espacios en blanco, amarillo y negro –ángeles alrededor de la aureola de mi abuelo–. Cierra los ojos, se queda en silencio. Sonrío, de seguro olvidó la siguiente palabra.
Esto no va a durar mucho; después de misa, entre bocado y bocado, las mujeres se encargarán de tejer la historia de mi familia, que se limita a la del beato considerado santo. Y el sacerdote joven, de cabellos escasos, me llamará a la sacristía al terminar el desayuno, preguntará si es cierto, si en verdad Jesucristo bajó de entre las plumas para bautizar a mi antiguo pariente, cuántos milagros se le atribuyen y en qué situación está la causa para canonizarlo. Yo asentiré. Y de nuevo perderé mi nombre para ser el último pariente del santo, el tata".

LO SOSPECHABA... Y ACABO DE COMPROBARLO

Desde ayer, al teclear la dirección fuerapalou.blogspot.com en la computadora, se desviaba el camino hasta abrir la página principal de blogger. No podía ser error de la página, pues al ver otros blogs sí se me permitía... Empecé a tener cierta sospecha, tal vez sin fundamentos (sí, cómo no!!!!!) como de que alguien se había erigido en dueño de la internet en el interior de la UDLA -donde trabajo, felizmente, en una librería.
Hace unos minutos mi hipótesis se confirmó. La imagen negada, la del "rector precioso", quien exhibe un bonito turquesa en los párpados y un rojo profundo que oculta sus labios, detrás de un círculo como los usados en las advertencias de "No estacionarse" o "Prohibido el paso", apareció a todo lo ancho de la pantalla...
Este espacio llevó para ustedes un capítulo más de la novela 1984, ¡ah, no, perdón!, de la censura en dicha universidad.
Seguiremos informando (si es que este blog puede volver a ver la luz allá en la UDLA).

Tuesday, September 04, 2007

LA MONTAÑA DEL ALMA

En el año 2000 se concedió el Nobel de Literatura a su autor, Gao Xingjian –poeta, dramaturgo, pintor, novelista–, nacido en 1940, de nacionalidad china y refugiado en París desde 1988. La montaña del alma, libro escrito entre 1982 y 1987, puede verse como una reunión de relatos independientes, la crónica de un probable viaje a través de China por parte del autor, antes de abandonar el país, o como las notas de un “Él”, un escritor incomprendido que aparece hasta el capítulo 72.
La novela inicia en segunda persona, con un encuentro casual en un ferrocarril. El personaje conoce la existencia de un sitio llamado la Montaña del alma o Lingshan. En los capítulos, cada uno de ellos cortos e independientes, se alterna la primera y la segunda persona –a veces se salta de una a otra en un mismo capítulo, incluso en el mismo párrafo–. El texto se halla impregnado de aspectos modernos y antiguos de la cultura china, que están muy cerca unos de otros, como en la realidad: los bambúes se mecen ligeramente, hay pandas, té, se recuerda la Revolución Cultural, la reeducación por el trabajo en el campo, aparecen monjes taoístas, funcionarios comunistas, templos en ruinas, el peregrinaje hasta el último rincón del país, imperante en la época de Mao. Por ese lado, la Montaña del alma intenta realizar un bosquejo del alma de China.
Al final, el lector se pregunta si el personaje cumple su meta, si logra localizar Linshang. La alternancia de las voces nos da una pista. El “tú” y el “yo” tal vez se refiera a la conciencia, al yo interno hablándole al personaje. Ese yo interno quizá sea el desconocido del ferrocarril, quien estuvo en la Montaña del Alma. Y el personaje, sin saberlo, puede estar viajando en este mismo sitio durante toda la novela: se pierde entre la bruma, se hospeda con personas que investigan el comportamiento de los pandas, conoce a varias mujeres y recopila canciones tradicionales en Linshang.
La frase: “Y además, ¿quién conoce el mecanismo del alma?”, de Bernard Malamud, epígrafe inicial en el libro de cuentos Ángela y los ciegos de Alejandro Meneses, nos ofrece una hipótesis acerca de la nula o casi nula continuidad entre los relatos que forman la novela. El alma es capaz adoptar la apariencia de una montaña, de un pasajero en el ferrocarril, guarda el recuerdo del olor que tiene el regazo de nuestra madre, el paisaje en torno al primer enamoramiento, la oscuridad de la muerte, los minutos anteriores al presente y el temor o la esperanza por los venideros. Es decir, no tiene una forma definida ni un orden específico, es como cada quien la percibe. Tal vez la novela sea simplemente el alma del personaje o el personaje recorriendo, sin saberlo, los rincones de su propia alma, de su Linshang.
La montaña del alma rescata tradiciones, creencias, poetas de siglos pasados, y su lectura es disfrutable. Destaca el lenguaje sencillo, la permanente duda –“Ni tú mismo sabes a ciencia cierta por qué has venido aquí”–, lo sensorial sobre las acciones. También se nota el excesivo uso del pretérito perfecto –“Te has subido a un autobús de línea. Y, desde la mañana, el viejo bus reconvertido para la ciudad ha traqueteado durante doce horas seguidas por las carreteras de montaña...”– y algunas frases españolizadas –“Por tanto, no estáis solos, otra persona habita en la planta superior”–, fruto, supongo, tanto de la probable nacionalidad de los traductores y editores –recordemos que el mayor porcentaje de editoriales proviene de España–, como de la dificultad que supone traducir el idioma chino, lejano y aislante incluso para sus propios hablantes.