Monday, June 15, 2009

EN EL PRINCIPIO (fragmento)

El cuento completo aparece en la Antología Mínima del Orgasmo, publicada por Ediciones Intempestivas y presentada el 11 de junio a las 8:00 de la noche en la Casa de la Cultura de Nuevo León.
En el principio (fragmento)
Judith Castañeda.

Antes sólo era apretar las piernas, tal vez cruzarlas, hacer bocetos tuyos cuando no estabas. Y se cumplía la resurrección de la carne. La marea acercándose en el suelo, rombos y trapecios donde antes había cuadrados. Subía sin giros ni ecos, apenas hormigueos de plumas que empezaban a destejerse, a batir alas puntiagudas. Un picor entre los muslos me despertaba. El asiento, la madera. Entonces paría brotes nuevos hacia adentro. Y me trenzaba. Era el último filamento, el pistilo.
Luego fue un "tú" sólido. La primera vez lo vi, las demás lo deduje. Por el camino. Las mismas vueltas, las mismas pausas. De repente un callejón sin explorar. Entonces perdía corporeidad: llama sin intermitencias, amarilla entre flores amarillas, asistente al calor, a su escenario de girasoles polvorientos.

Thursday, June 04, 2009

PRÓXIMA PUBLICACIÓN EN LA REVISTA CRÍTICA


Dejo el fragmento de un cuento que publicará la revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, Crítica, en su próximo número, julio-agosto 2009.


La flor del frío
Judith Castañeda Suarí.

I
La tapa cubriendo las teclas acalló los pocos aplausos después de la canción. Subí sin voltear, viéndote en cada escalón. Las piernas cruzadas de los viernes a las once de la noche, hilos de tabaco, una libreta. El cuarto de la azotea. Cierro. Aunque lo quisiera, no te quedas al otro lado de la puerta; es innecesario arañarla, abrirla o deslizarse por debajo; entras como mi respiración.
Arrastro los pies hasta la silla, me dejo caer. Un cigarro y un puñado de cacahuates que tomé de la barra, mi cena. Reviso los bolsillos, la propina de hoy no alcanza para convertirme en sonaja, cada vez son menos las monedas dentro el vaso de unicel. La guitarra en la pared. El clavo debe estar oxidado pero no voy a cambiarlo. Aquella fue la última vez que la toqué. Me levanto y acaricio el aire en torno al mástil, te veo en su cuerpo redondo, tu voz está en las cuerdas.
Desvío los ojos. La pared, el techo, el foco incapaz de alejar la oscuridad. No te separas ni un instante. Como lo hace con la guitarra, tu presencia rodea la ampliación de la fotografía que me acompaña al despertar y en la vigilia. El dueño del bar ha subido a guardar las cajas de cerveza, los cigarros sin filtro, las franelas rojas, las imágenes blanco y negro de algunos clientes. Sólo le acerca la vista, nunca los pasos.
La única ocasión fue luego de ofrecer disculpas a los clientes e invitarles una ronda de cualquier bebida, nacional o importada. Subió. Sus pasos se escuchaban hasta la barra, estoy seguro. Golpeó la puerta, la aventó, la hoja abanicó muy cerca de mi hombro, alcancé a esquivarla cuando rebotó contra la pared.
Apenas lo escuché. Algo acerca de ni siquiera sostener la guitarra como se debe, de echarme en ese momento, de mi voz parecida al chillar de los puercos. Cuando su puño se acercó a la ampliación yo abrí el mío y apreté su cuello. Le temblaba, un hilo de saliva humedeció su playera de lamparones. Me miró. Los tatuajes sólo los usan las malas personas, la voz de mamá. ¿También él lo pensaría, repasaría los nombres, los rostros, la vestimenta de las pandillas del rumbo, intentando ubicar el corazón y las llamas en otra mano derecha, la mirada casi púrpura al momento de amenazar? No sé si lo recordó de otro sitio, lo dejé creer.
–Te partiré en dos si respiras delante de ella otra vez.
Bajó la vista, después al bar. Ni un puñetazo a la pared o un escupitajo. Cerró la puerta como si fuera de cristal y luego lo escuché gritándole a los meseros: una mancha en la barra, descuentos serios en la paga por los vasos rotos desde la quincena pasada, más tiempo para llevar la cuenta, para recoger el cambio, rápido, la mesa cinco, ¿ya les preguntaste si no quieren ordenar?, hoy no hay propina…
El mundo enmudeció estando junto a tus venas, al acoso de mis dedos. Como hasta ahora, recordé la entonación al momento del flashazo, imité la pose de ese día. Por horas fui sombra de mi propia mano; lo repetí más de dos semanas pero la voz con la que cantaste no llegó. Luego probé durmiendo con los audífonos, escuchando la versión original hasta ver el fin de la madrugada en la ventana. El tema número doce, casi el último. Canté sin acompañamiento; el temblor en mis manos no fue el mismo, parecía asistir a un concierto donde la música es consecuencia de arañar los cristales. No funcionaría.
Miré el disco, lo froté antes de partirlo en dos. Los semicírculos perforados en el centro no liberaron ninguna canción, el brillo color plata era una burla sobre el suelo; esa sonrisa continuaría callando aunque le acercaran un encendedor al tiempo de interrogarla.
Susupiré mientras recogía los pedazos; ahora “La flor del frío” esperaría en mis recuerdos hasta que llegara a buscarla. El siseo de la aguja en un acetato viejo, el piano, el cantante y su voz de ebrio, el disco que compré en una tienda clausurada hace mucho: basura y polvo en el fondo del bote. Entonces, por primera vez en meses, recordé mi intención de cortarte las manos si no lograbas repetir la canción. Meneé la cabeza, aspiré, me eché agua en las sienes; debía haber otra respuesta, otro camino para alcanzarla. Quizá si regresaba junto a la ampliación…