Friday, July 21, 2006

A SOLAS

Ahora no es Marianito voceador, se fue a descansar un rato. Les informo que pueden ir a www.letralia.com y leer A solas, el cuento de Alejandro Badillo, excelente escritor, alumno de Alejandro Meneses, a quien recordamos a un año de su fallecimiento.
Esto es un fragmento de lo que pueden leer. Muy recomendable, con la atmósfera que envuelve muchos de sus cuentos, en este caso, de tanta soledad que le hablamos al gato que ronronea detrás de la puerta, como si estuviéramos inmersos en una pecera. Excelente cuento.
Tres
La lluvia no duró mucho y un viento ligero dispersaba hojas en el patio. Escuchaste los últimos goteos. Un largo maullido cubrió los sonidos y lo seguiste con la vaguedad con que se percibe una forma bajo el agua. Por la ventana, el deambular de un gato se adivinaba en el estremecimiento en los charcos, independiente de las gotas del techo que los estrellaban. De entre las hojas de un geranio salió otro maullido, más fuerte, preámbulo de los ojos ámbar claro que adquirieron peso en la tarde y avanzaron con cautela hacia la puerta. Lo dejaste entrar y la luz dio de lleno en las manchas negras y blancas, en el andar pausado, con reminiscencias de película antigua. El gato saludó con un lamento solidario, alzó la cabeza para reconocer el lugar en el que estaba. Como primer acercamiento rozaste con los dedos las orejas; el gato hizo rendijas los ojos y arqueó la espalda con una lenta caricia. “Mi esposo salió de viaje, se va cada quince días. Ahora debe estar en Buenos Aires”. Te sentiste un poco tonta por hacerlo tu confidente, pero seguiste hablándole por inercia, prolongando la felicidad del encuentro. Lo cargaste para ir al librero. “Este recuerdo es de París” —dijiste cuando pareció interesarse en una diminuta Torre Eiffel. Al tratar de contar la historia del objeto te desconcertó haberla olvidado y en tus palabras sólo hubo generalidades: una mañana fría, gente amontonada en un camión para turistas, las calles de París, vistas desde la altura. El gato ya no atendía tus recuerdos cosmopolitas y se removía en tus brazos atraído por algún olor en la sala, por el caminar duplicado en el otro departamento. El pensamiento fue al hombre de sombrero, imitando tus movimientos, como si de esa forma reclamara una atención a la cual estaba demasiado acostumbrado. Con el gato en brazos fuiste al cuarto por la cámara. Decidida a preservar el acontecimiento la programaste. El gato, voluntarioso, como si de antemano supiera su papel, subió a tu regazo. La cuenta regresiva, acomodar un mechón sobre la oreja, ofrecer una sonrisa feliz y vacía al flash que alumbró sus caras. “Debo de tener un poco de comida para ti”. Él, desde la silla, te vigilaba como un dios antiguo, un poco derrotado pero aún dispuesto a ensayar un orgullo de animal sabio que se traslucía en sus ojos, en la indolencia con que recibía tus atenciones. En la cocina revolviste con las manos la penumbra de los cajones: sopas caducadas, latas cubiertas por finas capas de polvo, sobrevivientes al último invierno. Al regresar el gato se había ido y te tumbaste en la cama, incapaz de buscarlo. Los ojos fueron al vértigo del techo, y ahí, después de reflexionar un instante, descubriste que el gato había existido sólo como la variación de un acto improbable.

Monday, July 10, 2006

ALEJANDRO MENESES, A UN AÑO...

El viernes 7 de julio, en Profética, a las 19:00 hrs. se realizó un homenaje a quien fuera uno de los mejores escritores avecindados en Puebla, Alejandro Meneses, a un año de su fallecimiento.
La velada estuvo a cargo de sus alumnos, amigos, por qué no decirlo, pues Alejandro era más que un maestro: sentía preocupación por nosotros, trataba de conocer las inquietudes de cada quien. También participaron Ediciones de Educación y Cultura –dos rondas de osos y ejemplares del excelente libro póstumo, presentado también en Profética, Tan lejos, tan cerca, casi a mitad de precio.
En las diversas lecturas, Alejandro Badillo, una servidora, Judith Castañeda, Elías D’Alva, Sergio Rosas y el maestro José Prats Sariol, tocaron diferentes aspectos de la vida del amigo: la cocina, el vodka, su eterna oficina instalada en una mesa del ya famoso bar “La Matraca”, ubicado en la contraesquina de la Catedral, su gusto por los autores estadounidenses, las atmósferas que envuelven sus cuentos, algunos de sus temas, como la muerte, aquella larga celebración del final de uno de los tallares en la SOGEM, en el 2004 –la recordó Badillo y los demás sonreímos: un taxi a las once de la noche, después de la lluvia y La Matraca, la ¿comida, cena?, en un restaurant cercano a la zona del Carmen, la caminata a las casi dos de la mañana hasta la 31 Poniente para dejar en su casa a Princesa, otra de sus alumnas, y por supuesto, en mi caso, la desmañanada para estar a las siete en el trabajo...
Alternando textos y canciones, descubrí la faceta de compositor de Meneses (José Alejandro Onorio, sin “H”, diría Sergio Rosas). Fue un gusto escuchar en voz de Carlos Arellano y Luis Benítez canciones como el blues de Los cinco pesos, que conocía de un programa especial, hace prácticamente un año, transmitido por Radio BUAP.
Entre los asistentes, estuvieron familiares y amigos de Alejandro: su madre, la señora Malena, Rosa e Irasema, viudas, su hija Fernanda, Efigenio Morales, Víctor Arellano, Julio Eutiquio Sarabia, Mariano Morales, del Síntesis, con quien tanto tiempo colaboró Meneses, coordinando el suplemento cultural Catedral, Blanca Luz Pulido, Víctor Rojas y Miraceti Jiménez, entre otros, a quienes agradezco su presencia.
Aproximadamente hora y media, y aun así el tiempo no fue la gota que no termina de caer de la llave. Se sintió la presencia de Alejandro en el ambiente, en el rostro de su hermano mayor, tan parecido a él, en el agradecimiento de su madre y sus hermanos, en los recuerdos y la música.
Tal vez Alejandro, el gurú, mi profe, estuvo burlándose, como comentó Carlos Arellano al inicio de una canción, pero no importa; sus alumnos no podíamos dejar pasar de lado el primer año de su ausencia, el agradecimiento a sus consejos, a su compañía, a su persona tan generosa con nosotros, a su sabiduría, a su amistad. Al hecho de que hayamos estado junto a él por algún tiempo, menor en mi caso, a partir de marzo del 2002.
A Meneses, además de lo mucho o poco que sé, lo que he intentado escribir, le debo mi herencia: buenos amigos de quienes también he aprendido y sigo aprendiendo, Alejandro Badillo, el bigardón de Elías, Sergio, Maribel, Betty Meyer, José Prats... Gracias, Meneses, y nos seguiremos viendo cuando abra Días extraños, Tan lejos, tan cerca o Ángela y los ciegos, cuando escoja, ante la computadora o una libreta, qué teclas oprimir, qué trazos formarán el primer párrafo, el título. Cuando dude y te escuche decir: “¿Te cae?”

Tuesday, July 04, 2006

MARIANITO VOCEADOR, DE REGRESO...

Esta vez para anunciar el homenaje a Alejandro Meneses, el viernes 7 de julio en Profética. Habrá lecturas, música de Carlos Arellano, ejemplares del libro póstumo "Tan lejos, tan cerca" y ¡¡osos!!
Les recomiendo que vayan, un rato recordando a quien fuera el MEJOR ESCRITOR y MAESTRO que cualquiera hubiera deseado tener...
Hoy se cumple un año de su muerte, y se le sigue recordando, como se hará durante mucho tiempo. De igual manera su obra no debe quedar guardada en los anaqueles. Libros como Ángela y los ciegos, Casa vacía, Días extraños, son de los que no pueden faltar en ninguna colección.

ALEJANDRO MENESES II


La muerte es el único evento que tenemos seguro en la vida. Es hacia donde nos dirigimos, irremediablemente y sin escalas. La literatura es la vida, decía Alejandro Meneses (Altzayanca, Tlaxcala 1960–Puebla 2005). Y dentro de ese existir alterno de tinta y papel, la muerte también se hace presente con diversos vestidos: la boca de un fusil, la ausencia de quien nos ha acompañado, la vejez entre sábanas de hospital, un veneno pastoso en los labios, un signo de interrogación...
La obra de Meneses no está exenta de muerte. Algo que es común a casi todos sus cuentos es el deceso del padre. En “El barco de cristal” de Días extraños, colección Asteriscos, editado por la Universidad Autónoma de Puebla en 1987, con un telegrama le anuncian al personaje que su padre ha muerto. Su madre. Y diez años después de huir debe regresar a la casa de la playa, de su infancia: “Mi madre en un escueto telegrama me anunciaba la muerte de mi padre. No me dolía. Sólo sentí que las cosas ya no estaban en su sitio, en el lugar en que, al principio forzosamente, después por la costumbre, las había puesto para alejarme de un pasado que me incomodaba. Este reacomodo, que había ocupado los últimos diez años, volvía a descomponerse con la noticia. Desde que había salido de mi casa no volví a ver a mi padre, a mi madre contadas veces, y creía que mis antiguos sentimientos estaban sellados, cauterizados. Nada sentía por ellos y este desamor me daba comodidad”. El personaje, contrariado, tiene que encontrarse con su madre.
Después del velorio, si ese nombre se le puede dar a un momento donde dos personas solas buscan separarse aún más al ir a cerrar una ventana, con una lámpara apagada, incluso con las frases que intentan decirse y no saben cómo, llegan los rezos ante el esposo muerto: “Tristísima cara de oveja, babeante niño idiota, no quiero que descanses. No vas a notar en mi rostro el dulcísimo deseo de arrojar tu cajón por la ventana; las cosas seguirán igual que antes para que te des cuenta que desperdiciaste tu vida de la manera más estúpida, hincándonos con tu odio sin sentido, abarcando nuestras vidas como si la tuya no te bastara. Esperas, ya sé que estás esperando que algo suceda y nos soltemos a llorar, que sientas que nuestro amor, aunque sea impostado, te toca allá donde te encuentras. Pero nada pasa y tu hijo duerme como si no hubieras muerto, y yo me arrodillo ante ti por última vez, para decirte lo largo de mi odio, mi sangre espesa que ya no se mueve y nada siente con tu muerte”.
La mujer escribe cartas como si platicara con el espejo; en una de ellas le comunica a su hijo la decisión de matar a su padre. Está harta de él, de sus ruidos en el baño, de “sapo en su charca, borborigmos densos, eructos, toses y chapaleos de anciano”. Y le pone veneno para ratas en la sopa de avena. Él se da cuenta y de todos modos sigue llevando la cuchara a su boca. Está muerto, desde antes lo estaba, y ahora la mujer lo quemará en el patio trasero. La atmósfera de este cuento se resume en una frase con que el narrador describe la casa: “Lo que me rodeaba tenía la apariencia de esos bodegones oscuros, infinitamente tristes, donde reposan frutos marchitos, acomodados por alguien que no sabe qué hacer con su tristeza”.
En Ángela y los ciegos, libro editado por Cal y Arena en el año 2000, se repite la muerte del padre del personaje y aun más; ese sino se extiende a su prima Ángela, quien llega a la casa de su tía. “–Tu tío se murió anoche...Pensé en el tío que todos los años invitaba, a la viuda y al huérfano, a esa casa de la playa a la que mi tía Mercedes dedicó su vida de gorda bonita”.
Al igual que en “El barco de cristal”, “Ángela y los ciegos” pone de manifiesto una separación entre el personaje y su madre, sólo que esta vez la causa no es por la huida de la casa paterna; la lejanía está dentro de las mismas paredes. Él le dice a su prima: “Espantas a mi madre porque no puede tenerte. Piensa que deberías ser suya. Siempre te quiso pero nunca llegaste a su vientre. Ahora, siempre te estás yendo, nunca acabas por llegar”.
Otra diferencia es que él sí tiene deseos de acercarse, sin lograrlo. “Yo me quedé tras la puerta, rodeado por el resplandor de las ceras; entre ellas, la de mi hermano. Me asomé: Mi madre pasó su mano áspera por el cabello de mi prima. La estrechó contra su pecho, acercándola hasta un sitio al que yo nunca había podido llegar. Mi madre vio mi cara lejana: luz y sombra sobre los rasgos que algún día fueron de mi padre. con la cabeza me señaló la escalera, el mundo exterior, la lluvia. Y se quedaron solas. Como siempre, sin mí”.
Hay trece años de distancia entre Días extraños y la nueva musicalidad que envuelve a cada narración de Ángela y los ciegos, que es una reunión de frases contundentes: “Abrí los anaqueles, revolví el refrigerador donde las verduras, abandonadas, criaban hongos con sabia paciencia; metí la mano en ciertos lugares de la alacena que no visitaba hacía meses: tallarines fosilizados, especias en peligro de extinción, harina convertida en roca, un caramelo, telarañas deshabitadas, el frágil cadáver de un ratón”.
La recopilación Casa vacía, publicada a finales del 2004 por LunArena, recoge algunas de las narraciones que construyen Vidas lejanas (ABZ Editores, 2003), cuyo tiraje se adquirió en su totalidad para las bibliotecas de aula.
En cuentos como “Escalera al cielo”, “Cuaderno de viajes” o “Sequía”, se siente un acercamiento, cierta complicidad, entre el personaje o narrador, y su madre, los tíos. La constante, el padre sigue siendo algo etéreo, algo que se va antes o durante el cuento; incluso algo que no se menciona.
“Cuaderno de viajes” narra esa cercanía que hay entre el abuelo y su nieto, la complicidad del dictar y escribir biografías y crónicas de viajes imaginarios, poemas. De nuevo, el padre muerto. El anciano haciendo un poco las veces de padre; al mismo tiempo es un niño ante la televisón, las caricaturas. Muere al final: “Ahora, como mi padre, ha regresado a esas regiones donde el calor es un mosquito y el frío un mero paisaje blanco. En su biografía no aparecen sus padres, nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca vivió en esta casa y yo, por supuesto, no he nacido. Ni lo haré”.
En “Sequía” intervienen dos voces, padre e hijo. El padre vive con su tío, quien le hereda un rancho pulquero, propiedad que finalmente terminará en manos de don Luis, cacique de ciudad, quien compra el pulque al precio que él fija, y luego es cliente de la carnicería que el padre adquiere con el dinero de la venta del rancho.
A diferencia de otros cuentos, el padre continua vivo al final de la narración. En cambio, la muerte alcanza a don Luis en “un hospital de Puebla”. Quizás Alejandro Meneses pensó en este personaje como una especie de padre, pues tiene cierta simpatía, cierto acercamiento, con el hijo.
En el cuento “Un extraño en el paraíso”, también existe un personaje que tiene cercanía con el narrador. Un asaltante cojo a causa de un balazo detrás de la rodilla, un hombre que mató al padre de aquel casi junto a su cuna. Esta vez el personaje vive con su abuela, abandonado por su madre desde la niñez. Ese “ladrón ridículo, asesino bufo”, lo ayudará a recuperar a su padre a través de un cuaderno azul, pues él no lo conoce: “Por las fotografías que conservo sé que mi padre fue un hombre robusto, de cabello quebrado y labios finos. En todas aparece de corbata, no se la quitaba ni en los días de campo: junto al río y con los pies desnudos pero con corbata. Mi madre se recarga sobre su pecho mientras él mira a otro lado, nunca a la cámara”. Esto último también signo de esa lejanía entre él y su padre.
Los cuentos de Vidas lejanas son atmósferas y metáforas, creo, pensadas durante más de una noche. Decía Alejandro: “Busquen sus propias metáforas, confíen en sus instintos”. De “Escalera al cielo”: “–Va a llover– dijo mi tío Manolo, mirando el cielo pesado que latía y empujaba, lentísimo, su plomo hacia Huamantla. La montaña azul, espumosa de nubes, se derramaba como un vaso lleno sobre las orillas del pueblo”.
¿Qué tanto hay de la biografía de un escritor en su obra? Alejandro Meneses perdió a su padre a una edad muy temprana, de cinco años, acercándose así a su madre. Este sino desafortunadamente se ha alargado hasta alcanzar a sus dos hijas, de diez y seis años de edad. Meneses murió hace casi un año, dejándonos huérfanos también a sus alumnos y amigos. Ahora sólo resta mantenerlo vivo en sus libros, en sus cuentos, tratar de plasmar sus enseñanzas en otros textos, recordar la época en que coincidíamos en “su oficina” y levantar un “oso” a su salud. Él sigue respirando.

ALEJANDRO MENESES

Dudo en el ángulo desde donde arremeteré a la pantalla. Pienso, oprimo las letras, vuelvo a pensar y borro. Creo que desde tu ausencia sólo disparo teclazos en el agua. De nuevo, a casi trescientos sesenta y cinco días, pongo mi alma, mis recuerdos, frente a mí, trato de tejerlos para ofrecerte unas palabras. La voz de tu última presentación –en vida–, Casa vacía, está cantándome en estos momentos y vuelve a atacar mi garganta, ella sí con eficacia, a recordarme esa llamada de Alejandro Badillo, uno de los amigos que me legaste, preguntándome por ti, si te había visto, si hubo taller el miércoles pasado; al fin diciéndome como si él tampoco lo creyera, como si no fuera él: “Parece que falleció el fin de semana”. Colgué muda. Seguí viajando por la computadora, elucubrando esa última tarea donde alguien hace alarde de sus aptitudes como cocinero y asesino, pero pensando en ti. Temblé, como esta mañana. Efecto retardado. Quise que fuera mentira. Luego repetí el ejercicio de Alejandro, una mala noticia extendiéndose como una mancha, consumiendo tiempo aire, entrando en otros oídos, sacando miradas líquidas.
Después de aquella cita en Profética, en donde estuviste presente por partida triple, espíritu, recuerdos y una fotografía blanco y negro, busqué tu nicho. Debo confesar mi poca habilidad para localizar un pequeño recuadro entre pequeños recuadros de la pared. “Llámame, Meneses, no soy buena para esto”, grité con murmullos. Un ramo de gardenias en mi bolso. No te encontré, y salí con una esperanza: escuchar tus comentarios el próximo miércoles, leer para ti un texto de esos que sólo tu maestría generaba en mi cabeza.
Después de unos días, visité a tu mamá, me metí en su abrazo y te lloré. Luego supe dónde encontrarte. Es para dar risa, necesitar coordenadas en un sitio estrecho y circular, debajo del suelo de la iglesia que está en la colonia Santa María –de los Niños, dirías–. Ante la imposibilidad del ramo de claveles, un pedazo de papel con mala letra en tinta negra: “Te extraño profe”. Y sigo haciéndolo.

Hay maneras de morir sin dejar de respirar, como aquel joven poeta inglés que peleó en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y terminó en un hospital psiquiátrico, mencionado por David Huerta en su más reciente visita a Puebla, una lectura a las diez de la mañana después del homenaje a José Lezama Lima, dedicada a ti. Estoy de acuerdo, y sé de otra, tal vez no tan contundente, sino que va matando de a poco, como una enfermedad alojada en el cuerpo desde el instante de nacer, adormecida por el vapor de los medicamentos: voltear y ver una herida roja en lugar de un amigo.
Pensando en esa frase, se podrían cambiar los términos: “Hay maneras de vivir sin emitir latidos”. Y también eres el ejemplo, Alejandro. Como en Cuando sueñe, sueñe usted con eso, abro un libro y me encuentro, no con la “soledad de una flor dibujada en el papel, con palabras venidas de algún rincón de la ciudad”. Las páginas me regresan tu voz hecha letras, tu rostro como celulosa blanqueada. Sigo sorprendiéndome con ese rezo ante el féretro del esposo muerto en la casa de la playa, con una botella que es capaz de guardar una historia que luego repetirá, con una joven maestra de, no para ciegos, en constante búsqueda de la escuela semejante a un edificio con ruedas en lugar de cimientos, con los números de Catedral que guardan trozos de tus Vidas lejanas... Esos son los impulsos de tu corazón, Alejandro, el timbre de tu voz. Tu presencia.
Pero tu lugar se extiende incluso antes del inicio de cada libro, dentro de palabras azules y negras. En los espacios de tinta están guardados saludos, consejos, buenos deseos, “P.D. también para la abuela”. Si las acaricio como si fueran a romperse con un soplo, todavía siento la fuerza de tu mano, el apoyo del bolígrafo en el papel. Para tu voluntad y alma de escritora, para mi querida amiga Judith, autógrafos que la eterna admiradora guardará incluso cuando sean pigmentos en el ala de una mariposa.
Y más allá, guardo tu dirección de correo electrónico entre mis contactos, el único mensaje que me enviaste, tu número telefónico. No los borraré, pero tampoco te escribiré o llamaré otra vez. Me dolería ver esos mensajes de regreso porque no pudieron entregarse, porque la dirección no existe más, escuchar un saludo, una voz diferente a la tuya.
Ángela y los ciegos me obsequia una fotografía, el tiempo anterior al mío coincidiendo con el tuyo. Detrás de un vaso a medias, que adivino de vodka, volteas hacia otro lado, tus manos son escudos sobrepuestos. Tuve dos hipótesis: aplaudías o no querías salir en la instantánea que perpetuaría ese segundo. No acerté con ninguna. Era sólo una plática en tu casa.

La mejor manera de mantenerte respirando es seguir tus enseñanzas. Escribir biografías para los personajes, escuchar la música dentro de un cuento, unir trama y urdimbre de la atmósfera, leer –¿ya leíste Pedro Páramo? No. Entonces tienes tarea–. Seguir los instintos... Lo hago. Varias veces avanzo en la dirección equivocada. Siempre me harás falta en el timón. Pero no te has separado de él por completo. Ahora tu espíritu se encuentra en otros consejos, en los de Beatriz Meyer, en los de José Prats. Ellos me ayudan a mantener el rumbo y tú has pasado al lugar de los ángeles.
Eres uno de los dos que me cuidan. Bueno, de medio tiempo. Primero eres el guardián de tus hijas, de tu mamá. Cuando estoy frente a una libreta, a la pantalla, cuando aventuro mi vida en un concurso, me acompañas.
He tenido suerte en los últimos meses. La frase del futbol, portero sin suerte no es portero, se podría aplicar a mi caso: participante sin suerte no lo es. Sé que mi buena fortuna viene de arriba, donde estás tú, Meneses, tal vez un sitio como La Matraca, con un “oso” en la mano y tu sonrisa detrás de los anteojos. Leyendo mientras en la televisión se grita un gol, una canción a ritmo de tambores. Lamento no poder estar como antes, sentada a la misma mesa, la del rincón, con la cabeza entre las manos y la atención en tus frases, recuento de lecturas, elucubraciones de ejercicios para la próxima sesión (¿te acuerdas? Aquella vez de las tareas personalizadas, cuando entre los presentes dejaron para mí “que se muera el Papa”, la risa no me dejaba atender –yo, ¡qué pena!; tú, ¡ay, sí, qué dolor qué dolor qué pena!– Entonces delimitaste el enorme terreno en espera de mi exploración: “¿Cómo tomarían la noticia en un pueblo perdido en la sierra?” De tus palabras salieron buenas ideas mal acomodadas, un cuento y varias correcciones).

Mayo agoniza. La cuenta regresiva hacia el trescientos sesenta y cinco sigue y no se detendrá en esa cifra. Empieza desde antes del día de tu muerte, el miércoles anterior, cuando sincronizamos los relojes a las siete de la tarde–noche y nos despedimos hasta la siguiente clase; para siempre, aunque lo ignoráramos. Tu fotografía no ha perdido su lugar en mi repisa; ni lo perderá. Como el abuelo, en el primer cuento de la recopilación Casa vacía, has “regresado a esas regiones donde el calor es un mosquito y el frío un mero paisaje blanco. En su biografía no aparecen sus padres, nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca vivió en esta casa...”
A diferencia de él, en esa vida inventada, parte de un cuaderno de viajes, a ti te sobreviven, además de tu familia, los alumnos que intentan escribir un homenaje a tu obra y enseñanzas, que siguen huellas dejadas hace tiempo, hace casi un año, cuando caminabas presuroso por el centro de la ciudad, con un periódico, libros y la mochila de piel al hombro.