Debo admitirlo: dudé un poco
–sólo un poco– antes de ir al cine para ver “Los miserables”. ¿La razón?; me
intimidó la avalancha de comentarios negativos, que va de pesada o aburrida
hacia arriba. Insufrible. No podía creer que de verdad fuera tan mala; estamos
hablando de la obra cumbre de un autor clásico, atemporal, como lo es Víctor
Hugo.
Asistí cargando con ese pequeño
temor. La primera vez con mi papá, el domingo posterior a su estreno en México;
la segunda, el miércoles siguiente, con una amiga. Sí; me gustó tanto que ya la
vi en dos oportunidades (por cierto, en la primera se equivocaron en el cine,
empezando a proyectar “El vuelo”). La segunda, mi amiga contó seis personas que
abandonaron la sala.
A este respecto he leído algunos
comentarios, varias críticas. Tal vez al espectador le molesta que la totalidad
de la cinta sea cantada. Pero se trata de un musical, y no puede ser de otra
manera. Se habla poco, la música, las canciones, ocupan la mayor parte de la
trama. Así es en “Jesucristo Superestrella” o en “El fantasma de la ópera”, por
ejemplo, ambas de Andrew Lloyd Weber: los diálogos se insertan en una banda
sonora porque así es un musical.
Sobre los calificativos de
insufrible y exagerada, me parece que no están tomando en cuenta el origen de
la obra, no del musical, sino de la novela. Escrita en 1862, se trata de la
obra cumbre de uno de los máximos exponentes del romanticismo. Releyendo la
introducción a los Cantos de Maldoror,
del Conde de Lautréamont (editorial Cátedra, 2001) encuentro que a esta
corriente literaria se le califica de insurrección, “insurrección romántica”,
que surge en un siglo marcado por las insurrecciones como una protesta contra
el llamado “siglo de las luces”. Así, la exaltación de los sentimientos y la fe
se contraponen a la razón, a la “muerte de Dios”, hay algo de inacabado en una
creación inserta en el romanticismo, algo de imperfecto y mucho de rebeldía. A
partir de estos antecedentes, se torna comprensible la exageración con la que
se tilda “Los miserables”–que, por otro lado, a mí no me lo parece.
A la rebeldía, a las
insurrecciones, Víctor Hugo opone una fatalidad sin medidas, de tan grande: las
autoridades sofocarán la rebelión de unos solitarios estudiantes. Existe
atemporalidad en este aspecto, tanto en la novela como en la adaptación
cinematográfica del musical, aunque el nombre sea diferente la esencia es la
misma, ¿o no hay fatalidad y batallas perdidas en los fraudes electorales, en
la criminalización de las protestas, por ejemplo, en las denuncias a las que las
autoridades prestan oídos?
En el aspecto literario, la
película refleja por completo las características de la corriente de la que
proviene. En cuanto a la realización, tampoco me parece tan defectuosa como he
leído. La primera toma, cuando la cámara sube desde debajo del agua para
enfocar a los hombres asidos a las cuerdas, y su combinación con la música,
para mí, es una bien lograda metáfora de la fatalidad que mencioné antes: ella
va a engullir a quien se le oponga; sin importar qué tan esforzados sean los
hombres, la fatalidad siempre va a terminar aplastándolos.
Esta ausencia total de esperanza
se refleja sobre todo en la interpretación de Anne Hathaway. Y no es que “llore
bonito”, como he leído en algún blog. Pareciera que quien eso escribe nunca ha
visto volverse aire o ceniza una meta, un sueño, que aún no tropieza con
ninguna frustración. En el rostro de Anne se refleja un abandono sin remedio,
mientras canta un I dreamed a dream roto por la tristeza de Fantine, que se
vuelve más profunda al recordar tiempos pasados: “entonces era joven”, dice la
letra del tema, convirtiendo la juventud en un territorio lejanísimo, no tanto
por la edad sino por la absoluta ausencia de las esperanzas propias de tal
época. En un momento, hacia el final de la canción, el rostro de la madre de
Cossette transmite el horror de ver lo que le depara el futuro (a ella, a los
miserables del mundo): la nada, la muerte, más desesperanza.
También es destacable la
magnífica voz de los jóvenes estudiantes (sobre todo Enjolras –Aaron Tveit– y
Marius Pontmercy –Eddie Redmayne), la de Samantha Barks como Eponina y la de Hugh
Jackman. Pero me asombré al ver cantar a Rusell Crowe; él, creo, está acorde
con el personaje de Javert (aunque el mejor que he visto es John Malkovich en
la miniserie del 2002, donde Gerard Depardieu interpretó a Jean Valjean). El
eterno perseguidor del 24061 es un cuerpo cincelado en la roca, inflexible; eso
transmite Crowe. Y además no canta mal.
En este aspecto, habría que
resaltar el hecho de que los actores trabajaran sin una pista grabada
previamente. Difícil, supongo, pero lograron transmitir; la emoción de Marius
al saber dónde vive Cossette, la soledad de Eponina, bajo la lluvia, la enorme
duda de Valjean (¿debe descubrirse y condenarse o dejar que encierren a un
inocente?), la determinación y esperanza inicial con la que los estudiantes se
enfrentan a un ejército que, de antemano sabemos, va a aplastar su revuelta –la
que queda sólo en un enfrentamiento solitario, en medio de un pueblo temeroso
que cierra las ventanas y lava la sangre de la barricada a la mañana siguiente.
Así, me parece una exageración
tachar de pésima una obra con música tan bien interpretada y actuaciones que
logran emocionar al espectador –que puede llegar a aplaudir al final–. Lo único
malo en ella, es el tiempo que tardaron en estrenarla en México. Demasiado.