Tuesday, May 08, 2012

DESDE EL EXILIO

Una colaboración para el periódico Síntesis, acerca del libro Cartas desde la Tierra, de Mark Twain.


Con la risa no hay miedo, y sin él ¿dónde queda la fe, el temor de Dios? Si algún docto dejara testimonio del “arte de la irrisión” en su escritura, entonces sería posible reírse de la Divinidad, deduce Jorge, el monje ciego casi al final del libro El nombre de la rosa. Y Mark Twain echó mano de ese humor que tanto espantaba al personaje de Umberto Eco para escribir sus Cartas desde la Tierra.
Se trata de un libro que el autor nunca pensó publicar, guardado por unos cincuenta años a partir de su muerte en 1910, un libro que recoge su visión de la religión, de la relación de los hombres con una divinidad creada por ellos mismos, y no al revés. Visión que pone de manifiesto el personaje de Satán a través de las cartas que envía a San Miguel y a San Gabriel.
En el principio fue la lengua suelta, podríamos decir en el caso de este libro (Trama editorial, 2007), ya que ese hábito de hablar de más es la pauta para que Satán escriba desde su exilio de un día en tiempo celestial, equivalente a mil años.
Antes de que se le aplicara tal castigo, el Creador, en presencia de tres arcángeles (Miguel, Gabriel y el mismo Satán), pensó, levantó el brazo y arrojó al Espacio “un millón de soles formidables” que asemejaron puntas de diamante al alejarse bajo la “inmensa bóveda del Universo”. Luego, dejando a la “Presencia” a solas y aún pensativa, los arcángeles se retiraron para empezar a comentar lo ocurrido, sin decidirse: ni Gabriel ni Miguel se atrevían a decir algo antes de conocer la opinión de los otros. Hasta que Satán puso el tema en el centro.
La Inteligencia Suprema ha creado soles y mundos para llenar un espacio desierto –detalle que no agrada mucho al desterrado, pues aquel espacio frío y oscuro estaba bien vacío y era útil para descansar de vez en cuando de los “desquiciantes esplendores del cielo”–, también ha creado una ley, la Ley de la Naturaleza, que es la Ley de Dios, aplicable a esa “miríada de soles y mundos que giran y se precipitan a toda velocidad”. Y creará a los animales para someterlos a la autoridad de dicha ley.
Primer ataque de risa para los lectores. Algo que además resulta lógico: Satán escuchó que crearía a los animales, pero no entendió, y pregunta a Gabriel por el significado de aquella palabra. El arcángel tampoco sabe, ¿cómo iba a saberlo alguno de ellos, tratándose de una palabra nueva?
Luego –tres siglos en tiempo celestial, cien millones de años en tiempo terrenal–, un ángel mensajero llega para avisarles que está creando a los animales que irán a parar a la Tierra (¿les complacería venir a verlo?). Y entonces, varios días después, los comentarios elogiosos por fuera y sarcásticos por dentro de Satán, le valen el destierro, sentencia a la que estaba acostumbrado por la “ligereza de su lengua”. Y en vez de “revolotear tediosamente” en el Espacio, como en otras ocasiones, decide ir a echar un vistazo a los experimentos del Creador –el hombre y los animales.
En este punto empieza su discreta correspondencia con los otros arcángeles –no lo vaya a descubrir la Inteligencia Suprema–, once cartas en las que describe a sus amigos al hombre y al dios que éste ha inventado para sí.
Aquí podemos intuir que el autor no niega la existencia de un dios, sino que su Divinidad es la Naturaleza y las leyes que de ella emanan. Entonces, en sus Cartas hay dos dioses: el del experimento con los hombres, y el que ellos mismos crearon en la Biblia y la religión.
Satán observa esto sorprendido, y más de una vez advierte a los destinatarios de sus cartas que no está mintiendo. Se disculpa, además, con ambos arcángeles, por dicha reiteración, y les pide tomarlo en serio.
“No hay nada relativo al hombre que no le resulte extraño al inmortal”, escribe desde su exilio el personaje de Mark Twain, lleno de asombro ante el dios hecho por los hombres y lo concerniente a él. Y resalta algunos detalles con los que el probable lector puede identificarse y reír.
El rito de la misa es uno de ellos: se le espera con tantas ansias, se le disfruta tanto, que su duración es de una hora u hora y cuarto a la semana, el día domingo, y a la mitad las dos terceras partes de los feligreses ya desean que concluya –el resto termina ansiándolo poco antes de acabar el servicio–. Cuando llega la bendición final, es “el instante más dichoso para todos”; entonces “se extiende un suave murmullo de alivio”, de gratitud.
Mención aparte merecen los comentarios al calce de Satán. Toda la gente está loca, dice, la Tierra está loca, la misma Naturaleza lo está, el hombre se cree el predilecto del Creador, le reza y cree que Él lo escucha –pero hay más aún… ¡Cree que va a ir al cielo!
Ese cielo, escribe el remitente, contiene todo lo que desagrada al hombre, y excluye aquello que le gusta: la mayoría de los hombres no canta, reza por obligación, o por costumbre, y no mucho tiempo, esos seres detestan el ruido, no se mezclan con los negros y los judíos –a menos que sean ricos– les son insoportables. Pues bien, se asombra Satán, y nosotros podemos verlo pidiéndole una vez más a sus amigos que le crean, los hombres desean ir a ese cielo pletórico de cantos y oraciones, de arpas, Aleluyas y Hosannas sin fin, a ese cielo al cual irán todos, sin importar razas, y que excluye lo que para ellos es el “deleite supremo… ¡la copulación!”
En más de una de las cartas se hace referencia al Arca de Noé. Tercer o cuarto ataque de risa: especies que escucharon sobre ella se aproximan “empujándose, aullando, bufando” para salvarse del diluvio –“babosas como elefantes, ranas del tamaño de una vaca, saurios, saurios y saurios”–. Noé zarpa apenas a tiempo, tres días después a causa de los tapiceros y decoradores del salón de la mosca, del mismo inquilino y del sustento para el viaje. En el horizonte, los monstruos unen sus lamentaciones a las de los hombres que se quedaron fuera.
Entre párrafos llenos de buen humor, Mark Twain aborda el carácter de la Deidad, sus celos, la violencia con la que golpea a sus criaturas, las enfermedades –resalta la labor de la mosca común, el ave sagrada, propagadora de la fiebre tifoidea, mal que tuvo tiempo de recoger antes del abrupto regreso de Noé… ¡Se había olvidado de ella por huir de aquellos saurios! ¿Plan previsto por la Deidad? Tal vez, algo útil para fustigar a todo aquel que se aleje del camino por ella señalado.
Otros de los puntos a destacar es el hecho de que el humano ha tenido y gastado y desechado una gran cantidad de religiones, y en la actualidad (finales de la primera década del siglo XX), posee “cientos y cientos de ellas y cada año estrena al menos tres nuevas”, y la incompatibilidad del pensamiento, del análisis, con los contenidos de la religión y de la Biblia, a la que Satán se refiere como interesante, depositaria de “magnífica poesía, algunas fábulas ingeniosas, un poco de historia sangrienta… y más de mil mentiras”… Y como copia de libros sagrados anteriores.
En el cielo del hombre no existen ejercicios para el intelecto. Y la Tierra no se salva; ahí los astrónomos cristianos saben que la Divinidad no creó las estrellas durante esos “seis tremendos días”, y prefieren no abundar en ese detalle. Ni ellos ni los sacerdotes. Twain da algunos datos, estrellas de las cuales la Tierra no recibió ninguna luz hasta tres años y medio después de “tan memorable semana” (la de la Creación), en el caso de la más próxima.
Aunque la mayor parte de las cartas abordan el Antiguo Testamento, el Nuevo encuentra su espacio en las dos últimas. Y lo que la religión califica de amor a los hombres, tan inmenso como para sacrificar a su unigénito a fin de salvarlos, Mark Twain, a través de la pluma de Satán, lo llama hipocresía, ya que detrás de palabras dulces que confortan el espíritu e intentan suavizar el dolor de los pobres, de los perseguidos, llega el Infierno, la pena más allá de la muerte, que debía terminar con todo sufrimiento.
¿Qué dios es este, el Gran Criminal, que además de iracundo, celoso y adicto a las alabanzas sin caducidad, gusta de llevarse el crédito por los descubrimientos que hacen los hombres (las curas contra ciertas enfermedades, los hallazgos científicos), y de ordenar matanzas?, la pregunta flota encima de las páginas de un libro que parece inconcluso. Y el lector hace eco de dichas palabras, y se pregunta si no sería mejor una Deidad semejante a la que Twain estructura en un texto compilado en el libro Las tres erres (raza, religión, revolución) de ediciones Guadarrama, y que retrata a un dios más allá de las alabanzas y los cumplidos de los hombres, de los celos y de los deseos de venganza. Pero deberá conformarse con el que hay, por el momento.