Con la risa no hay
miedo, y sin él ¿dónde queda la fe, el temor de Dios? Si algún docto dejara
testimonio del “arte de la irrisión” en su escritura, entonces sería posible
reírse de la Divinidad, deduce Jorge, el monje ciego casi al final del libro El nombre de la rosa. Y Mark Twain echó
mano de ese humor que tanto espantaba al personaje de Umberto Eco para escribir
sus Cartas desde la Tierra.
Se trata de un
libro que el autor nunca pensó publicar, guardado por unos cincuenta años a
partir de su muerte en 1910, un libro que recoge su visión de la religión, de
la relación de los hombres con una divinidad creada por ellos mismos, y no al
revés. Visión que pone de manifiesto el personaje de Satán a través de las
cartas que envía a San Miguel y a San Gabriel.
En el principio fue
la lengua suelta, podríamos decir en el caso de este libro (Trama editorial,
2007), ya que ese hábito de hablar de más es la pauta para que Satán escriba
desde su exilio de un día en tiempo celestial, equivalente a mil años.
Antes de que se le
aplicara tal castigo, el Creador, en presencia de tres arcángeles (Miguel,
Gabriel y el mismo Satán), pensó, levantó el brazo y arrojó al Espacio “un
millón de soles formidables” que asemejaron puntas de diamante al alejarse bajo
la “inmensa bóveda del Universo”. Luego, dejando a la “Presencia” a solas y aún
pensativa, los arcángeles se retiraron para empezar a comentar lo ocurrido, sin
decidirse: ni Gabriel ni Miguel se atrevían a decir algo antes de conocer la
opinión de los otros. Hasta que Satán puso el tema en el centro.
La Inteligencia
Suprema ha creado soles y mundos para llenar un espacio desierto –detalle que
no agrada mucho al desterrado, pues aquel espacio frío y oscuro estaba bien
vacío y era útil para descansar de vez en cuando de los “desquiciantes
esplendores del cielo”–, también ha creado una ley, la Ley de la Naturaleza,
que es la Ley de Dios, aplicable a esa “miríada de soles y mundos que giran y
se precipitan a toda velocidad”. Y creará a los animales para someterlos a la
autoridad de dicha ley.
Primer ataque de
risa para los lectores. Algo que además resulta lógico: Satán escuchó que
crearía a los animales, pero no entendió, y pregunta a Gabriel por el
significado de aquella palabra. El arcángel tampoco sabe, ¿cómo iba a saberlo
alguno de ellos, tratándose de una palabra nueva?
Luego –tres siglos
en tiempo celestial, cien millones de años en tiempo terrenal–, un ángel
mensajero llega para avisarles que está creando a los animales que irán a parar
a la Tierra (¿les complacería venir a verlo?). Y entonces, varios días después,
los comentarios elogiosos por fuera y sarcásticos por dentro de Satán, le valen
el destierro, sentencia a la que estaba acostumbrado por la “ligereza de su
lengua”. Y en vez de “revolotear tediosamente” en el Espacio, como en otras
ocasiones, decide ir a echar un vistazo a los experimentos del Creador –el
hombre y los animales.
En este punto
empieza su discreta correspondencia con los otros arcángeles –no lo vaya a
descubrir la Inteligencia Suprema–, once cartas en las que describe a sus amigos
al hombre y al dios que éste ha inventado para sí.
Aquí podemos intuir
que el autor no niega la existencia de un dios, sino que su Divinidad es la
Naturaleza y las leyes que de ella emanan. Entonces, en sus Cartas hay dos dioses: el del
experimento con los hombres, y el que ellos mismos crearon en la Biblia y la religión.
Satán observa esto
sorprendido, y más de una vez advierte a los destinatarios de sus cartas que no
está mintiendo. Se disculpa, además, con ambos arcángeles, por dicha
reiteración, y les pide tomarlo en serio.
“No hay nada
relativo al hombre que no le resulte extraño al inmortal”, escribe desde su
exilio el personaje de Mark Twain, lleno de asombro ante el dios hecho por los
hombres y lo concerniente a él. Y resalta algunos detalles con los que el
probable lector puede identificarse y reír.
El rito de la misa
es uno de ellos: se le espera con tantas ansias, se le disfruta tanto, que su
duración es de una hora u hora y cuarto a la semana, el día domingo, y a la
mitad las dos terceras partes de los feligreses ya desean que concluya –el
resto termina ansiándolo poco antes de acabar el servicio–. Cuando llega la
bendición final, es “el instante más dichoso para todos”; entonces “se extiende
un suave murmullo de alivio”, de gratitud.
Mención aparte
merecen los comentarios al calce de Satán. Toda la gente está loca, dice, la
Tierra está loca, la misma Naturaleza lo está, el hombre se cree el predilecto
del Creador, le reza y cree que Él lo escucha –pero hay más aún… ¡Cree que va a
ir al cielo!
Ese cielo, escribe
el remitente, contiene todo lo que desagrada al hombre, y excluye aquello que
le gusta: la mayoría de los hombres no canta, reza por obligación, o por
costumbre, y no mucho tiempo, esos seres detestan el ruido, no se mezclan con
los negros y los judíos –a menos que sean ricos– les son insoportables. Pues
bien, se asombra Satán, y nosotros podemos verlo pidiéndole una vez más a sus
amigos que le crean, los hombres desean ir a ese cielo pletórico de cantos y
oraciones, de arpas, Aleluyas y Hosannas sin fin, a ese cielo al cual irán
todos, sin importar razas, y que excluye lo que para ellos es el “deleite
supremo… ¡la copulación!”
En más de una de
las cartas se hace referencia al Arca de Noé. Tercer o cuarto ataque de risa: especies
que escucharon sobre ella se aproximan “empujándose, aullando, bufando” para
salvarse del diluvio –“babosas como elefantes, ranas del tamaño de una vaca,
saurios, saurios y saurios”–. Noé zarpa apenas a tiempo, tres días después a
causa de los tapiceros y decoradores del salón de la mosca, del mismo inquilino
y del sustento para el viaje. En el horizonte, los monstruos unen sus
lamentaciones a las de los hombres que se quedaron fuera.
Entre párrafos llenos
de buen humor, Mark Twain aborda el carácter de la Deidad, sus celos, la
violencia con la que golpea a sus criaturas, las enfermedades –resalta la labor
de la mosca común, el ave sagrada, propagadora de la fiebre tifoidea, mal que tuvo
tiempo de recoger antes del abrupto regreso de Noé… ¡Se había olvidado de ella
por huir de aquellos saurios! ¿Plan previsto por la Deidad? Tal vez, algo útil
para fustigar a todo aquel que se aleje del camino por ella señalado.
Otros de los puntos
a destacar es el hecho de que el humano ha tenido y gastado y desechado una
gran cantidad de religiones, y en la actualidad (finales de la primera década
del siglo XX), posee “cientos y cientos de ellas y cada año estrena al menos
tres nuevas”, y la incompatibilidad del pensamiento, del análisis, con los
contenidos de la religión y de la Biblia,
a la que Satán se refiere como interesante, depositaria de “magnífica poesía,
algunas fábulas ingeniosas, un poco de historia sangrienta… y más de mil
mentiras”… Y como copia de libros sagrados anteriores.
En el cielo del
hombre no existen ejercicios para el intelecto. Y la Tierra no se salva; ahí
los astrónomos cristianos saben que la Divinidad no creó las estrellas durante
esos “seis tremendos días”, y prefieren no abundar en ese detalle. Ni ellos ni
los sacerdotes. Twain da algunos datos, estrellas de las cuales la Tierra no
recibió ninguna luz hasta tres años y medio después de “tan memorable semana”
(la de la Creación), en el caso de la más próxima.
Aunque la mayor
parte de las cartas abordan el Antiguo Testamento, el Nuevo encuentra su
espacio en las dos últimas. Y lo que la religión califica de amor a los
hombres, tan inmenso como para sacrificar a su unigénito a fin de salvarlos,
Mark Twain, a través de la pluma de Satán, lo llama hipocresía, ya que detrás
de palabras dulces que confortan el espíritu e intentan suavizar el dolor de
los pobres, de los perseguidos, llega el Infierno, la pena más allá de la
muerte, que debía terminar con todo sufrimiento.
¿Qué dios es este,
el Gran Criminal, que además de iracundo, celoso y adicto a las alabanzas sin
caducidad, gusta de llevarse el crédito por los descubrimientos que hacen los
hombres (las curas contra ciertas enfermedades, los hallazgos científicos), y
de ordenar matanzas?, la pregunta flota encima de las páginas de un libro que
parece inconcluso. Y el lector hace eco de dichas palabras, y se pregunta si no
sería mejor una Deidad semejante a la que Twain estructura en un texto
compilado en el libro Las tres erres
(raza, religión, revolución) de ediciones Guadarrama, y que retrata a un dios
más allá de las alabanzas y los cumplidos de los hombres, de los celos y de los
deseos de venganza. Pero deberá conformarse con el que hay, por el momento.