Friday, February 22, 2013

LOS MISERABLES


Debo admitirlo: dudé un poco –sólo un poco– antes de ir al cine para ver “Los miserables”. ¿La razón?; me intimidó la avalancha de comentarios negativos, que va de pesada o aburrida hacia arriba. Insufrible. No podía creer que de verdad fuera tan mala; estamos hablando de la obra cumbre de un autor clásico, atemporal, como lo es Víctor Hugo.
Asistí cargando con ese pequeño temor. La primera vez con mi papá, el domingo posterior a su estreno en México; la segunda, el miércoles siguiente, con una amiga. Sí; me gustó tanto que ya la vi en dos oportunidades (por cierto, en la primera se equivocaron en el cine, empezando a proyectar “El vuelo”). La segunda, mi amiga contó seis personas que abandonaron la sala.
A este respecto he leído algunos comentarios, varias críticas. Tal vez al espectador le molesta que la totalidad de la cinta sea cantada. Pero se trata de un musical, y no puede ser de otra manera. Se habla poco, la música, las canciones, ocupan la mayor parte de la trama. Así es en “Jesucristo Superestrella” o en “El fantasma de la ópera”, por ejemplo, ambas de Andrew Lloyd Weber: los diálogos se insertan en una banda sonora porque así es un musical.
Sobre los calificativos de insufrible y exagerada, me parece que no están tomando en cuenta el origen de la obra, no del musical, sino de la novela. Escrita en 1862, se trata de la obra cumbre de uno de los máximos exponentes del romanticismo. Releyendo la introducción a los Cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont (editorial Cátedra, 2001) encuentro que a esta corriente literaria se le califica de insurrección, “insurrección romántica”, que surge en un siglo marcado por las insurrecciones como una protesta contra el llamado “siglo de las luces”. Así, la exaltación de los sentimientos y la fe se contraponen a la razón, a la “muerte de Dios”, hay algo de inacabado en una creación inserta en el romanticismo, algo de imperfecto y mucho de rebeldía. A partir de estos antecedentes, se torna comprensible la exageración con la que se tilda “Los miserables”–que, por otro lado, a mí no me lo parece.
A la rebeldía, a las insurrecciones, Víctor Hugo opone una fatalidad sin medidas, de tan grande: las autoridades sofocarán la rebelión de unos solitarios estudiantes. Existe atemporalidad en este aspecto, tanto en la novela como en la adaptación cinematográfica del musical, aunque el nombre sea diferente la esencia es la misma, ¿o no hay fatalidad y batallas perdidas en los fraudes electorales, en la criminalización de las protestas, por ejemplo, en las denuncias a las que las autoridades prestan oídos?
En el aspecto literario, la película refleja por completo las características de la corriente de la que proviene. En cuanto a la realización, tampoco me parece tan defectuosa como he leído. La primera toma, cuando la cámara sube desde debajo del agua para enfocar a los hombres asidos a las cuerdas, y su combinación con la música, para mí, es una bien lograda metáfora de la fatalidad que mencioné antes: ella va a engullir a quien se le oponga; sin importar qué tan esforzados sean los hombres, la fatalidad siempre va a terminar aplastándolos.
Esta ausencia total de esperanza se refleja sobre todo en la interpretación de Anne Hathaway. Y no es que “llore bonito”, como he leído en algún blog. Pareciera que quien eso escribe nunca ha visto volverse aire o ceniza una meta, un sueño, que aún no tropieza con ninguna frustración. En el rostro de Anne se refleja un abandono sin remedio, mientras canta un I dreamed a dream roto por la tristeza de Fantine, que se vuelve más profunda al recordar tiempos pasados: “entonces era joven”, dice la letra del tema, convirtiendo la juventud en un territorio lejanísimo, no tanto por la edad sino por la absoluta ausencia de las esperanzas propias de tal época. En un momento, hacia el final de la canción, el rostro de la madre de Cossette transmite el horror de ver lo que le depara el futuro (a ella, a los miserables del mundo): la nada, la muerte, más desesperanza.
También es destacable la magnífica voz de los jóvenes estudiantes (sobre todo Enjolras –Aaron Tveit– y Marius Pontmercy –Eddie Redmayne), la de Samantha Barks como Eponina y la de Hugh Jackman. Pero me asombré al ver cantar a Rusell Crowe; él, creo, está acorde con el personaje de Javert (aunque el mejor que he visto es John Malkovich en la miniserie del 2002, donde Gerard Depardieu interpretó a Jean Valjean). El eterno perseguidor del 24061 es un cuerpo cincelado en la roca, inflexible; eso transmite Crowe. Y además no canta mal.
En este aspecto, habría que resaltar el hecho de que los actores trabajaran sin una pista grabada previamente. Difícil, supongo, pero lograron transmitir; la emoción de Marius al saber dónde vive Cossette, la soledad de Eponina, bajo la lluvia, la enorme duda de Valjean (¿debe descubrirse y condenarse o dejar que encierren a un inocente?), la determinación y esperanza inicial con la que los estudiantes se enfrentan a un ejército que, de antemano sabemos, va a aplastar su revuelta –la que queda sólo en un enfrentamiento solitario, en medio de un pueblo temeroso que cierra las ventanas y lava la sangre de la barricada a la mañana siguiente.
Así, me parece una exageración tachar de pésima una obra con música tan bien interpretada y actuaciones que logran emocionar al espectador –que puede llegar a aplaudir al final–. Lo único malo en ella, es el tiempo que tardaron en estrenarla en México. Demasiado.

Tuesday, September 04, 2012

AVIÓN DE PAPEL

(Mi colaboración en el suplemento Catedral del sábado 1 de septiembre)

Los viajes a la India que registra Coronada de moscas, de la autoría de Margo Glantz, trastocaron no sólo su día a día, su rutina, como dijo durante la presentación en Puebla del libro que inaugura la colección Realidades de la editorial Sexto Piso. Los viajes también se realizan de manera interna, y desde mi silla de respaldo blanco, después de escuchar –y anotar– la plática llevada por el editor Diego Rabasa, pude comprobarlo. Estoy de acuerdo con la autora pues sus palabras, la descripción hecha delante de los asistentes, quienes debido a confusiones viales esperamos casi una hora, me llevaron a efectuar mi propio viaje a la India. Di los primeros pasos antes de salir a la noche lluviosa, siguiendo la voz tranquila de Margo, que respondía a las preguntas del editor como si platicara en la sala de su casa, o en algún café, donde se citó con varios amigos para contarles cuanto le pasó entre el abordaje, los hoteles y el avión de regreso. Mientras ella describía cómo lo hermoso y lo horrible, lo desagradable, se mezclan en un abrazo difícil de deshacer, pensé que es posible aplicar esa misma descripción a ciertos lugares de Latinoamérica, lugares donde, según Alejo Carpentier, se dan la mano el hombre del siglo XX y el que lleva una vida medieval, ignorante de periódicos. América, la India, restos de la colonización europea en más de un continente; no estamos tan lejos después de todo. Y Margo Glantz parece comprobarlo con las descripciones, con las crónicas de esos viajes enviadas al periódico La jornada y revisadas de nuevo a fin de estructurar Coronada de moscas. Asociaciones; oyendo las palabras referentes al libro también pude imaginar las aguas del Ganges y el arcoíris rojizo y azul tendido a lo largo de su discurrir. Pero ese fue nada más el inicio de mi viaje sin aviones, sin hoteles ni aeropuertos, compuesto por el ratón, el cursor y el teclado de una computadora, por fotografías y páginas electrónicas, a diferencia de los tres que la autora realizara entre el 2005 y el 2010. Visité rincones de internet construidos con imágenes, opiniones y testimonios acerca del aspecto de la charla que más llamó mi atención: la viuda en la India. Mujeres de blanco, el color del luto, dijo Margo Glantz, que llegan a vivir a colonias aparte, como si padecieran una enfermedad en extremo contagiosa. Mi recorrido me mostró a viudas de diferentes edades y cuerpos siempre encorvados. Mi guía turístico incluyó en la ruta ojos sin una pizca de esperanza, todos apenas asomados sobre el eterno velo blanco, figuras débiles, a punto de quebrarse, palabras de asombro, de indignación muchas –no es posible, pero por qué no pueden salir de eso, por qué se amoldan a esa situación tan tremenda–, alojadas en sitios de revistas y en blogs. Visité también una sala de cine. Agua, es el título de la película exhibida durante mis paseos virtuales por la India. Se realizó en el 2005 y la trama, aunque situada en 1938, da la impresión de esa atemporalidad que Margo Glantz describe en Coronada de moscas y mencionó el pasado 21 de agosto durante la presentación: al igual que lo bello y lo nauseabundo, los tiempos parecen superponerse; costumbres viejísimas, de tantos siglos que nadie sabe cómo o por qué iniciaron, conviven con una occidentalización de avances lentos, si se le compara con la de China, pero perceptible en el aeropuerto de la ciudad de Delhi, por ejemplo, donde entre una visita y otra, la autora se encontró con servicios recientes: algunas tiendas, teléfonos que impidieron se le cayera el alma, como en su primer viaje. La película, creo, no refleja por completo lo trágico que conforma la situación de una viuda en la India. Quizá se deba a la esperanza que asoma en el desenlace, a la mirada de una niña como tamiz de la historia; a través de su inocencia el espectador ve cómo la sombra de una viuda no debe tocar a nadie, cómo se les excluye y se les abandona. Esto es algo que el libro de Margo Glantz sí logra transmitir, por medio de frases casi lapidarias, sin el adorno de una metáfora, de una imagen: ¿Por qué querría hijas un hombre? ¿De qué sirven, si hay que alimentarlas, educarlas y vestirlas, para que se vuelvan propiedad de otro?, escribe, citando Vacación hindú, de J. R. Ackerley, en referencia no sólo a las viudas, sino a la situación de las mujeres en general. Predestinada al viaje –nació en el transcurso de uno–, los que la llevaron a la India, a estructurar de manera casi inconsciente Coronada de moscas, alteraron no sólo la rutina de la autora, sino la también la mía. Y como ella, recurro a diferentes medios a fin de profundizar lo que veo con ojos de turista. Y regreso al punto de partida, al volumen editado por Sexto Piso, a mi cotidianidad que, sin embargo, es ya otra.

Tuesday, July 17, 2012

MI PRIMERA VEZ

Le tengo un poco de miedo a las multitudes, lo confieso. Me engento. Ello, aunado a infinidad de imágenes de represión vistas en los diarios, en el internet, en revistas, me ha mantenido lejos de las marchas y de las manifestaciones. Hasta el sábado pasado, nunca había asistido a una. Fue prácticamente una casualidad. Encontré a unos amigos en el zócalo, donde había una afluencia mucho mayor a la habitual: gente con pancartas, gritando consignas, dando más de una vuelta a la plancha rodeada por la catedral y los portales. Un amigo me acercó un plumón negro y un trozo de cartón blanco, pequeño, donde luego escribí el rudimentario “No más PRI” que después me acompañaría a lo largo de la 3 poniente, la 11 sur, la 31 poniente–oriente y el boulevard 5 de mayo. Pronto, hacia las cuatro y media o cinco de la tarde, cartulinas blancas y fluorescentes, cajas de cartón deshechas, lienzos –cada soporte gritando consignas de tinta, alusivas al ex presidente Salinas de Gortari, a Mario Marín, Ulises Ruiz y Arturo Montiel, a los hechos ocurridos en Atenco, al salario y prestaciones insultantes que los legisladores de este país se embolsan, al IFE, rebautizado como Instituto del Fraude Electoral, a las tiendas Soriana, a las televisoras y a la ausencia de quienes votaron por el PRI–, avanzaron desde el zócalo de la ciudad de Puebla como si fueran parte de los brazos en alto, de los muchísimos asistentes cansados de los fraudes y de las irregularidades en el pasado proceso electoral. A lo largo del recorrido atestigüé numerosas muestras de apoyo, como las de conductores de autos particulares y del transporte público que con el claxon saludaban en vez de molestarse por el cierre vial, o los aplausos desde una de las ventanas de una casa sobre la 31 poniente, cortesía de un hombre y una mujer, ambos mayores. Presencié también los silencios del contingente al acercarse a un hospital, a una escuela. El único inadaptado, por llamarle de alguna manera, fue un conductor de una de las rutas “S” (unidad 16), que transitan por la 9 sur–norte y que pisó el acelerador y se adelantó, sólo un poco y sin mayores consecuencias, antes de que terminara de pasar el contingente. No sé si vuelva a asistir a una marcha, tal vez sí; no sé si, como dicen, no sirva de nada organizar manifestaciones, boicotear una tienda o no ver los canales de Televisa y TV Azteca, pues la imposición puede y va a hacerse, nos guste o no, gracias a los tantos intereses que están en juego, al poder y beneficios que obtendrán quienes pusieron en la silla a Peña Nieto, ansiosos éstos por recuperar su inversión lo más pronto posible, por empezar a recoger ganancias. Sólo diré que estoy asombrada, pues no recuerdo que tanta gente saliera a las calles y se reuniera a gritar su inconformidad, su reclamo único, y no nada más en un estado de la república, sino en varios al mismo tiempo –un papel importante en este aspecto lo tienen las redes sociales, como medios de organización y de información prácticamente inmediata–. También diré que me quedo, además de con las muestras de descontento en sí mismas, con el ingenio de muchas de las consignas (“¡Gaviota, Gaviota, tu novio es un idiota!” que luego, reconociendo un error en el estado civil de la pareja, cambió a “¡Gaviota, Gaviota, tu esposo es un idiota!”, o “¡El que no brinque es Peña!”, brincando todos como porra de fútbol en graderío), con el impreso en las pancartas (“Peña, bombón, esclavo del pelón”, se podía leer en una, “Lo mismo, pero más barato”, decía otra, ilustrada con Salinas detrás de un antifaz idéntico al rostro de Peña Nieto) y el reflejado en la indumentaria de los manifestantes (algunos de ellos ataviados con la máscara blanca del personaje central de la película y novela gráfica “V de Venganza”, constituida como el símbolo de un hartazgo y una puesta en marcha, de la inconformidad que siente la inmensa mayoría ante los repetidos fraudes y ante el cinismo de la clase política), ingenio sumado a frases que sugerían una reflexión más allá del mismo, por ejemplo las que invitaban a apagar el televisor y leer un libro, las que señalaban el gran número de inconformes con el resultado de la elección y con el propio proceso electoral, o las que se preguntaban por quienes votaron por el candidato del PRI, resaltando al mismo tiempo su ausencia en las calles.

Wednesday, July 04, 2012

4 DE JULIO


Hoy hace siete años morí por segunda vez. Hoy sigo escuchando ese rumor a través de la línea telefónica. Rumor que ha perdido su característica, ese halo de voces que murmuran “a lo mejor”, “parece”, porque es un hecho real. Sin regreso. Porque fue cierto. Hoy la tristeza sigue mordiéndome la garganta y bebiendo de mis venas. Continúo extrañando los miércoles, los jueves, las siluetas sentadas en torno a una mesa larga, a una voz calma que dictaba rutas sobre un papel lleno de obsesiones, de caminos a los que no se les encontraba una salida a simple vista. Extraño las tareas hechas tinta, las notas en los márgenes, en la parte baja de la página, que traducían a pigmento y celulosa una opinión, una flecha negra sobre fondo amarillo que indicaba una posible dirección correcta. No hay atrás. Así, hago lo que debo hacer: abrir un libro y leer, imaginármelo en esa voz de primera persona, dentro del narrador que nunca entrará en el rincón donde madre y prima están juntas, abrazándose, sin necesidad de nadie más. O encontrarme con esa ausencia del padre, trozo de su biografía esparcido sobre textos que hablan de Altzayanca y de Santa María de los Niños y de Huamantla. Recordarlo porque no queda de otra. No hay un taller, un contraesquina de la catedral a las cinco el martes donde encontrárselo y hablar de libros y de las tareas que deja y de los cuentos que llevamos la sesión pasada y reír un poco mientras en el televisor gritan gol. Recordarlo e intentar no llorar porque lo que hay más allá del “parece que falleció el fin de semana” de hace siete años, de la urna de cenizas, de las fotografías blanco y negro sobre una mesa blanca, es un campo erosionado, un sembradío cundido de negro y de agua y sal, de hierbajos que se tragan el nitrógeno y frenan cualquier fotosíntesis, cualquier germinación. Porque sólo eso resta cuando alguien deja un hueco, una ausencia, donde debería estar: un recuerdo. Porque de mí tampoco sobrevive mucho; solo restos, sólo estertores. Y si recuerdo, si recorro aquellas páginas, los libros, las historias, las sesiones, traeré hasta mí el cuerpo que tenía, el aliento viejo, la sombra de cuando respiraba, de cuando aún guardaba latidos dentro, y me olvidaré por un instante del espectro que soy, del ser –esa nada– que murió por segunda ocasión hace siete años el cuatro de julio.

Tuesday, May 08, 2012

DESDE EL EXILIO

Una colaboración para el periódico Síntesis, acerca del libro Cartas desde la Tierra, de Mark Twain.


Con la risa no hay miedo, y sin él ¿dónde queda la fe, el temor de Dios? Si algún docto dejara testimonio del “arte de la irrisión” en su escritura, entonces sería posible reírse de la Divinidad, deduce Jorge, el monje ciego casi al final del libro El nombre de la rosa. Y Mark Twain echó mano de ese humor que tanto espantaba al personaje de Umberto Eco para escribir sus Cartas desde la Tierra.
Se trata de un libro que el autor nunca pensó publicar, guardado por unos cincuenta años a partir de su muerte en 1910, un libro que recoge su visión de la religión, de la relación de los hombres con una divinidad creada por ellos mismos, y no al revés. Visión que pone de manifiesto el personaje de Satán a través de las cartas que envía a San Miguel y a San Gabriel.
En el principio fue la lengua suelta, podríamos decir en el caso de este libro (Trama editorial, 2007), ya que ese hábito de hablar de más es la pauta para que Satán escriba desde su exilio de un día en tiempo celestial, equivalente a mil años.
Antes de que se le aplicara tal castigo, el Creador, en presencia de tres arcángeles (Miguel, Gabriel y el mismo Satán), pensó, levantó el brazo y arrojó al Espacio “un millón de soles formidables” que asemejaron puntas de diamante al alejarse bajo la “inmensa bóveda del Universo”. Luego, dejando a la “Presencia” a solas y aún pensativa, los arcángeles se retiraron para empezar a comentar lo ocurrido, sin decidirse: ni Gabriel ni Miguel se atrevían a decir algo antes de conocer la opinión de los otros. Hasta que Satán puso el tema en el centro.
La Inteligencia Suprema ha creado soles y mundos para llenar un espacio desierto –detalle que no agrada mucho al desterrado, pues aquel espacio frío y oscuro estaba bien vacío y era útil para descansar de vez en cuando de los “desquiciantes esplendores del cielo”–, también ha creado una ley, la Ley de la Naturaleza, que es la Ley de Dios, aplicable a esa “miríada de soles y mundos que giran y se precipitan a toda velocidad”. Y creará a los animales para someterlos a la autoridad de dicha ley.
Primer ataque de risa para los lectores. Algo que además resulta lógico: Satán escuchó que crearía a los animales, pero no entendió, y pregunta a Gabriel por el significado de aquella palabra. El arcángel tampoco sabe, ¿cómo iba a saberlo alguno de ellos, tratándose de una palabra nueva?
Luego –tres siglos en tiempo celestial, cien millones de años en tiempo terrenal–, un ángel mensajero llega para avisarles que está creando a los animales que irán a parar a la Tierra (¿les complacería venir a verlo?). Y entonces, varios días después, los comentarios elogiosos por fuera y sarcásticos por dentro de Satán, le valen el destierro, sentencia a la que estaba acostumbrado por la “ligereza de su lengua”. Y en vez de “revolotear tediosamente” en el Espacio, como en otras ocasiones, decide ir a echar un vistazo a los experimentos del Creador –el hombre y los animales.
En este punto empieza su discreta correspondencia con los otros arcángeles –no lo vaya a descubrir la Inteligencia Suprema–, once cartas en las que describe a sus amigos al hombre y al dios que éste ha inventado para sí.
Aquí podemos intuir que el autor no niega la existencia de un dios, sino que su Divinidad es la Naturaleza y las leyes que de ella emanan. Entonces, en sus Cartas hay dos dioses: el del experimento con los hombres, y el que ellos mismos crearon en la Biblia y la religión.
Satán observa esto sorprendido, y más de una vez advierte a los destinatarios de sus cartas que no está mintiendo. Se disculpa, además, con ambos arcángeles, por dicha reiteración, y les pide tomarlo en serio.
“No hay nada relativo al hombre que no le resulte extraño al inmortal”, escribe desde su exilio el personaje de Mark Twain, lleno de asombro ante el dios hecho por los hombres y lo concerniente a él. Y resalta algunos detalles con los que el probable lector puede identificarse y reír.
El rito de la misa es uno de ellos: se le espera con tantas ansias, se le disfruta tanto, que su duración es de una hora u hora y cuarto a la semana, el día domingo, y a la mitad las dos terceras partes de los feligreses ya desean que concluya –el resto termina ansiándolo poco antes de acabar el servicio–. Cuando llega la bendición final, es “el instante más dichoso para todos”; entonces “se extiende un suave murmullo de alivio”, de gratitud.
Mención aparte merecen los comentarios al calce de Satán. Toda la gente está loca, dice, la Tierra está loca, la misma Naturaleza lo está, el hombre se cree el predilecto del Creador, le reza y cree que Él lo escucha –pero hay más aún… ¡Cree que va a ir al cielo!
Ese cielo, escribe el remitente, contiene todo lo que desagrada al hombre, y excluye aquello que le gusta: la mayoría de los hombres no canta, reza por obligación, o por costumbre, y no mucho tiempo, esos seres detestan el ruido, no se mezclan con los negros y los judíos –a menos que sean ricos– les son insoportables. Pues bien, se asombra Satán, y nosotros podemos verlo pidiéndole una vez más a sus amigos que le crean, los hombres desean ir a ese cielo pletórico de cantos y oraciones, de arpas, Aleluyas y Hosannas sin fin, a ese cielo al cual irán todos, sin importar razas, y que excluye lo que para ellos es el “deleite supremo… ¡la copulación!”
En más de una de las cartas se hace referencia al Arca de Noé. Tercer o cuarto ataque de risa: especies que escucharon sobre ella se aproximan “empujándose, aullando, bufando” para salvarse del diluvio –“babosas como elefantes, ranas del tamaño de una vaca, saurios, saurios y saurios”–. Noé zarpa apenas a tiempo, tres días después a causa de los tapiceros y decoradores del salón de la mosca, del mismo inquilino y del sustento para el viaje. En el horizonte, los monstruos unen sus lamentaciones a las de los hombres que se quedaron fuera.
Entre párrafos llenos de buen humor, Mark Twain aborda el carácter de la Deidad, sus celos, la violencia con la que golpea a sus criaturas, las enfermedades –resalta la labor de la mosca común, el ave sagrada, propagadora de la fiebre tifoidea, mal que tuvo tiempo de recoger antes del abrupto regreso de Noé… ¡Se había olvidado de ella por huir de aquellos saurios! ¿Plan previsto por la Deidad? Tal vez, algo útil para fustigar a todo aquel que se aleje del camino por ella señalado.
Otros de los puntos a destacar es el hecho de que el humano ha tenido y gastado y desechado una gran cantidad de religiones, y en la actualidad (finales de la primera década del siglo XX), posee “cientos y cientos de ellas y cada año estrena al menos tres nuevas”, y la incompatibilidad del pensamiento, del análisis, con los contenidos de la religión y de la Biblia, a la que Satán se refiere como interesante, depositaria de “magnífica poesía, algunas fábulas ingeniosas, un poco de historia sangrienta… y más de mil mentiras”… Y como copia de libros sagrados anteriores.
En el cielo del hombre no existen ejercicios para el intelecto. Y la Tierra no se salva; ahí los astrónomos cristianos saben que la Divinidad no creó las estrellas durante esos “seis tremendos días”, y prefieren no abundar en ese detalle. Ni ellos ni los sacerdotes. Twain da algunos datos, estrellas de las cuales la Tierra no recibió ninguna luz hasta tres años y medio después de “tan memorable semana” (la de la Creación), en el caso de la más próxima.
Aunque la mayor parte de las cartas abordan el Antiguo Testamento, el Nuevo encuentra su espacio en las dos últimas. Y lo que la religión califica de amor a los hombres, tan inmenso como para sacrificar a su unigénito a fin de salvarlos, Mark Twain, a través de la pluma de Satán, lo llama hipocresía, ya que detrás de palabras dulces que confortan el espíritu e intentan suavizar el dolor de los pobres, de los perseguidos, llega el Infierno, la pena más allá de la muerte, que debía terminar con todo sufrimiento.
¿Qué dios es este, el Gran Criminal, que además de iracundo, celoso y adicto a las alabanzas sin caducidad, gusta de llevarse el crédito por los descubrimientos que hacen los hombres (las curas contra ciertas enfermedades, los hallazgos científicos), y de ordenar matanzas?, la pregunta flota encima de las páginas de un libro que parece inconcluso. Y el lector hace eco de dichas palabras, y se pregunta si no sería mejor una Deidad semejante a la que Twain estructura en un texto compilado en el libro Las tres erres (raza, religión, revolución) de ediciones Guadarrama, y que retrata a un dios más allá de las alabanzas y los cumplidos de los hombres, de los celos y de los deseos de venganza. Pero deberá conformarse con el que hay, por el momento.

Saturday, January 14, 2012

UNA SALA Y MIL Y TANTAS EXPOSICIONES

Una casa. De esta manera describieron al suplemento cultural del periódico Síntesis, Catedral, durante la comida que, para celebrar la publicación de su número mil, se efectuó el pasado 9 de diciembre.
Es cierto. Sus páginas, treinta y dos para esta ocasión de fiesta, son algo parecido a una casa, a un salón. Significan el escaparate al que ilustradores y escritores llegan a colgar su obra a fin de que los otros la vean, la lean, la disfruten. Es en esta sala de exposiciones que muchos han publicado por primera vez.
Y resulta fácil imaginar a alguien con seis o nueve meses de sesiones semanales en el taller de cuento, en el de poesía, con pocos textos detrás, verlo caminar hasta el puesto de periódicos, asomarse a las páginas del Síntesis, si es que el responsable de ese pequeño kiosco azul le da permiso, descubrir su nombre en la portada del suplemento y llevarse uno, tal vez dos ejemplares, sonreír, emocionarse, leer o mirar teniendo la sensación de que no es él mismo el autor, que se trata del texto o de la imagen de otra persona. No creo equivocarme, pues me cuento entre esos creadores: la primera oportunidad de publicar la tuve en las páginas del suplemento Catedral, hace poco más de ocho años, y fue gracias al ofrecimiento de quien dirigía el taller de cuento de la SOGEM Puebla, en ese entonces ubicado en Reforma y la 13 poniente, dentro del Instituto Cultural Poblano, cerca del Paseo Bravo.
Esa primera publicación –como otras que siguieron– es un recuerdo ligado a la memoria de Alejandro Meneses, fundador de Catedral y editor hasta su muerte, en 2005. Y ahora –desde entonces, siempre– veo a mi maestro, al “profe”, llevándonos números del suplemento (el actual, uno o dos de los anteriores), o con la prisa de los jueves, día de entregar en el periódico el material para el número del próximo sábado.
De Alejandro recibí la invitación para aparecer en Catedral a principios del 2003. Escojan un texto, recuerdo que dijo un día, en el taller, para que salga en el suplemento. No supe si para los demás fue la primera vez; al menos para mí sí. Emocionada leí algunos de esos primeros escritos, revisé, volví a leer, hasta decidirme por uno fantástico, estructurado a base de confidencias en un par de diarios, anotaciones de experimentos, fechas que abarcan un siglo, dudas y juventudes de más de cien años, escrito que apareció el 22 de febrero del 2003. Hace cuatrocientos cincuenta y un números.
La otra parte de esa correlación Alejandro Meneses–Catedral son los cuentos salidos de su pluma que de vez en vez aparecían en el suplemento, los ensayos y las notas en torno a su obra, los dos números in memoriam, esos especiales de julio del 2005 con el cintillo negro, el seiscientos setenta y uno y el seiscientos setenta y dos, señal de que sí, que era cierto, que su muerte había ocurrido en verdad.
Al hojear las páginas de Catedral encuentro algunos nombres que en esa época me eran desconocidos. O casi: Juan José Ortizgarcía, Guillermo Carrera, Carlos Ríos, por ejemplo. Aunados a ellos, los compañeros del taller de cuento y los autores que hasta la fecha forman parte del quehacer literario de Puebla: Maribel Cacique, Karen Martínez, Princesa Hernández, Dolores Domínguez, Guillermo Garay, Alejandro Badillo, Beatriz Meyer, Eduardo Sabugal, Enrique de Jesús Pimentel… Muchos de esos nombres conforman la herencia que Alejandro Meneses me dejó a lo largo del tiempo, de las sesiones del jueves en el taller de cuento, buenos amigos, maestros de quienes aprendí y sigo aprendiendo.
Como lo pidieron en la reunión para celebrar el número mil, levanto mi vaso y brindo por el escaparate de autores recientes y con trayectoria, por la casa de los cuentos, de las poesías y de los ensayos –la que por un corto lapso llevó otro nombre: Cathedralis–. Brindo y de manera simultánea llegan a mi mente otros escaparates de la creación, espacios ahora desaparecidos. Y mi brindis es porque la buena salud de Catedral se alargue durante mucho tiempo más.




Friday, July 08, 2011

UNA TUMBA EN EL HUECO DE TU HOMBRO

Ante la muerte, ante un hallazgo póstumo, sólo resta hacer suposiciones, decir a lo mejor, tal vez. Y disfrutar del descubrimiento.

En el caso del cuento El soldado desconocido, de la autoría de un Alejandro Meneses de 24 o 25 años de edad, agradable sorpresa incluida en el número 144 de Crítica, revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, podemos asegurar, o casi, que formaría parte del primer libro del autor, Días extraños, publicado en 1987 por la propia universidad en su colección Asteriscos.

En la nota introductoria, el poeta Julio Eutiquio Sarabia nos dice que el manuscrito de este cuento, cuartillas mecanografiadas en papel tamaño oficio, se encuentra bajo la custodia de Sara Inés Santizo. En Tapachula, Chiapas.

Forman parte de la historia que rodea el hallazgo un empleo de poco menos de un año obtenido por Alejandro Meneses entre 1984 y 1985, la hospitalidad de la familia Santizo Rodas, un cuarto que fue llenándose de objetos en desuso y el acto de escombrar esa habitación de traspatio. El final: una carpeta de cuartillas corregidas “de puño y letra” por Alejandro.

El soldado desconocido, escribe Julio Eutiquio Sarabia, sería sin duda parte del primer libro de Alejandro Meneses, por guardar similitud con El fin de la noche, cuento largísimo que cierra ese volumen. Otra pista para aventurar dicha afirmación es el título: tanto El soldado desconocido, como El barco de cristal, El fin de la noche, El hombre de la puerta de atrás y el propio Días extraños, son títulos de temas compuestos e interpretados por el grupo The Doors.

En el cuento hay detalles que permiten situar su trama al final de la Segunda Guerra Mundial: una incursión estadounidense a territorio japonés, y una fecha, la del lanzamiento de la primera de las dos bombas atómicas por parte de Estados Unidos, siendo su blanco la ciudad de Hiroshima: “Lo que en ese momento ignoraba era que había acabado con la última avanzada del Japón en el Pacífico y que sólo faltaba que llegara el 6 de agosto”.

Alejandro Meneses nos narra un trozo del tiempo de las tropas estadounidenses en el Japón; más específicamente el de un grupo de hombres con la misión de “revisar la retaguardia de las líneas niponas y regresar con el informe”.

El inicio guarda similitud con la letra del tema de los Doors: un soldado anónimo, japonés, que se le muere en las manos a Pollak, judío e integrante del comando estadounidense, y la intención –la que sólo se queda en eso– de abrir una tumba para sepultar el cadáver.

Luego, la misión, en apariencia sencilla, se vuelve un ir y venir en círculos en busca del paso que los llevará a las líneas enemigas, paso que existe en los trazos rojos de un mapa mas no en la selva.

En torno a esas caminatas en círculo, Alejandro Meneses, diestrísimo tejedor de atmósferas, coloca una opresiva, podría decirse fantasmal; una donde el sol, a la espalda, dibuja figuras que hacen voltear para cerciorarse de que ningún enemigo está al acecho, donde solitarios rostros esqueléticos se mueven en la noche y hacen pensar en un batallón, donde el viento afila “sus navajas en las ropas acartonadas” y la selva es una bruma mil quinientos metros más abajo.

Y como si se tratara de un tendedero, los personajes cuelgan de ella, aislados y vulnerables. Gallaher, Minneta, Hopkins, Red. Pollak. Desde el desembarco en una playa en la que la guerra es “una pesadilla que al amanecer se desvanece”, desde el primer turno en la vigilancia luego, por la noche, los integrantes del comando, cada uno lejos del otro, enfrentan algo semejante a una maldición, como un fantasma que los siguiera sin descanso: Red y Gallaher apuñalados, el primero en su puesto, el segundo el la montaña, Minneta lucha con alguien al borde del abismo y cae, la interrogante del final de Pollak, el que no encaja en el grupo, el blanco de bromas –“Pollak, también los judíos desayunan, ¿no?”, “Hey, Pollak, los judíos no creen en Jesús, ¿verdad?”

Se trata del japonés muerto, cadáver sin sepultura, lo intuimos. Pero más allá de eso, de la misión fallida, de que al final tanto el enemigo como el comando estadounidense quedan convertidos en partes del cuerpo del soldado desconocido –y olvidado–, el autor de Ángela y los ciegos deja tras de sí, en este cuento, olvidado como los personajes y recuperado por casualidad, una prolongación de las atmósferas que tan bien levantara desde su primer libro, Días extraños.