A veces las confesiones se escapan por resquicios sin que lo notemos, es decir, relatamos algo que queríamos mantener en secreto. Esto también ocurre en la literatura, como podemos constatarlo en las siete narraciones que componen el libro de Juan Villoro Los culpables, editado por Almadía, una editorial oaxaqueña en la que el autor busca acercarse a un número mayor de lectores.
Las páginas nos entregan cuentos en primera persona, lineales, con varios regresos a un pasado anterior a la primera palabra. Los narradores son personas que habitan espacios diferentes: mariachis, empleados de una compañía que comercializa agua embotellada, limpiadores de ventanas, aspirantes a guinistas, a poetas, periodistas extranjeros. Los une la inconformidad de encontrarse en el rincón donde están, que se revela a través de sueños donde conducen un Ferrari y atropellan sombreros de charro hasta dejarlos “lisitos, lisitos”, de vivir en el aire –trasbordando y perdiendo aviones–, de pases a un excompañero que juega en el equipo contrario, de intentar guiones y poemarios, sin lograrlos.
Entramados en un lenguaje sencillo, en párrafos de lectura disfrutable, salpicados de humor, existen culpables y empujados a sentirse culpables, como en “Mariachi”, cuento que inaugura la publicación: el padre y la apariencia del personaje lo obligan a dedidarse, sin desearlo, a la música vernácula. En otros la culpa es compartida, hombres que irrumpen en relaciones para luego confesarlo con guiones cinematográficos y cuentos, que dejan el camino limpio para que el otro aborde a una mujer en pago por un engaño pasado. También hay culpas que saldan una deuda: en “El silbido”, cuento que refleja la pasión de Juan Villoro por el fútbol soccer, el pase a un excompañero que milita en el equipo contrario, que culmina en la anotación y los abucheos en el graderío, paga la ayuda recibida luego de un atentado en un restaurant.
Durante la presentación del libro, el autor mencionó la naturalidad del habla en los personajes de Juan Rulfo; fuera de esas páginas ninguno diría lo que dice o se escucharía falso, y dentro de ellas cada frase brota natural. Tintes de esta característica, además de metáforas y símiles muy al estilo del escritor nacido en Apulco, permean las narraciones de Los culpables. Un mariachi a quien le disgustan los “transportes que cagan”, un hombre que lo hacen sentirse un “televisor que sólo transmite ceniza”, masajistas que afirman que “los fantasmas se aparecen, los muertos nada más regresan”, escritores que han convertido una computadora en “un doméstico Xipe Topec, Nuestro Señor el Desollado” por medio de papelitos que pega en el monitor, contenedores de ideas para el nunca escrito guión.
Como los personajes, podríamos sentirnos culpables al entablar relaciones bígamas, jugarle bromas pesadas a los amigos o ejercer profesiones que quisiéramos abandonar en los próximos diez segundos cuando mucho, pero no tendríamos dicha sensación al pasar una tarde en compañía del escritor nacido en el Distrito Federal y sus narraciones, responsables tan sólo de crear una atmósfera donde la lectura no representa culpa alguna.
Las páginas nos entregan cuentos en primera persona, lineales, con varios regresos a un pasado anterior a la primera palabra. Los narradores son personas que habitan espacios diferentes: mariachis, empleados de una compañía que comercializa agua embotellada, limpiadores de ventanas, aspirantes a guinistas, a poetas, periodistas extranjeros. Los une la inconformidad de encontrarse en el rincón donde están, que se revela a través de sueños donde conducen un Ferrari y atropellan sombreros de charro hasta dejarlos “lisitos, lisitos”, de vivir en el aire –trasbordando y perdiendo aviones–, de pases a un excompañero que juega en el equipo contrario, de intentar guiones y poemarios, sin lograrlos.
Entramados en un lenguaje sencillo, en párrafos de lectura disfrutable, salpicados de humor, existen culpables y empujados a sentirse culpables, como en “Mariachi”, cuento que inaugura la publicación: el padre y la apariencia del personaje lo obligan a dedidarse, sin desearlo, a la música vernácula. En otros la culpa es compartida, hombres que irrumpen en relaciones para luego confesarlo con guiones cinematográficos y cuentos, que dejan el camino limpio para que el otro aborde a una mujer en pago por un engaño pasado. También hay culpas que saldan una deuda: en “El silbido”, cuento que refleja la pasión de Juan Villoro por el fútbol soccer, el pase a un excompañero que milita en el equipo contrario, que culmina en la anotación y los abucheos en el graderío, paga la ayuda recibida luego de un atentado en un restaurant.
Durante la presentación del libro, el autor mencionó la naturalidad del habla en los personajes de Juan Rulfo; fuera de esas páginas ninguno diría lo que dice o se escucharía falso, y dentro de ellas cada frase brota natural. Tintes de esta característica, además de metáforas y símiles muy al estilo del escritor nacido en Apulco, permean las narraciones de Los culpables. Un mariachi a quien le disgustan los “transportes que cagan”, un hombre que lo hacen sentirse un “televisor que sólo transmite ceniza”, masajistas que afirman que “los fantasmas se aparecen, los muertos nada más regresan”, escritores que han convertido una computadora en “un doméstico Xipe Topec, Nuestro Señor el Desollado” por medio de papelitos que pega en el monitor, contenedores de ideas para el nunca escrito guión.
Como los personajes, podríamos sentirnos culpables al entablar relaciones bígamas, jugarle bromas pesadas a los amigos o ejercer profesiones que quisiéramos abandonar en los próximos diez segundos cuando mucho, pero no tendríamos dicha sensación al pasar una tarde en compañía del escritor nacido en el Distrito Federal y sus narraciones, responsables tan sólo de crear una atmósfera donde la lectura no representa culpa alguna.
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