Friday, July 08, 2011

UNA TUMBA EN EL HUECO DE TU HOMBRO

Ante la muerte, ante un hallazgo póstumo, sólo resta hacer suposiciones, decir a lo mejor, tal vez. Y disfrutar del descubrimiento.

En el caso del cuento El soldado desconocido, de la autoría de un Alejandro Meneses de 24 o 25 años de edad, agradable sorpresa incluida en el número 144 de Crítica, revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, podemos asegurar, o casi, que formaría parte del primer libro del autor, Días extraños, publicado en 1987 por la propia universidad en su colección Asteriscos.

En la nota introductoria, el poeta Julio Eutiquio Sarabia nos dice que el manuscrito de este cuento, cuartillas mecanografiadas en papel tamaño oficio, se encuentra bajo la custodia de Sara Inés Santizo. En Tapachula, Chiapas.

Forman parte de la historia que rodea el hallazgo un empleo de poco menos de un año obtenido por Alejandro Meneses entre 1984 y 1985, la hospitalidad de la familia Santizo Rodas, un cuarto que fue llenándose de objetos en desuso y el acto de escombrar esa habitación de traspatio. El final: una carpeta de cuartillas corregidas “de puño y letra” por Alejandro.

El soldado desconocido, escribe Julio Eutiquio Sarabia, sería sin duda parte del primer libro de Alejandro Meneses, por guardar similitud con El fin de la noche, cuento largísimo que cierra ese volumen. Otra pista para aventurar dicha afirmación es el título: tanto El soldado desconocido, como El barco de cristal, El fin de la noche, El hombre de la puerta de atrás y el propio Días extraños, son títulos de temas compuestos e interpretados por el grupo The Doors.

En el cuento hay detalles que permiten situar su trama al final de la Segunda Guerra Mundial: una incursión estadounidense a territorio japonés, y una fecha, la del lanzamiento de la primera de las dos bombas atómicas por parte de Estados Unidos, siendo su blanco la ciudad de Hiroshima: “Lo que en ese momento ignoraba era que había acabado con la última avanzada del Japón en el Pacífico y que sólo faltaba que llegara el 6 de agosto”.

Alejandro Meneses nos narra un trozo del tiempo de las tropas estadounidenses en el Japón; más específicamente el de un grupo de hombres con la misión de “revisar la retaguardia de las líneas niponas y regresar con el informe”.

El inicio guarda similitud con la letra del tema de los Doors: un soldado anónimo, japonés, que se le muere en las manos a Pollak, judío e integrante del comando estadounidense, y la intención –la que sólo se queda en eso– de abrir una tumba para sepultar el cadáver.

Luego, la misión, en apariencia sencilla, se vuelve un ir y venir en círculos en busca del paso que los llevará a las líneas enemigas, paso que existe en los trazos rojos de un mapa mas no en la selva.

En torno a esas caminatas en círculo, Alejandro Meneses, diestrísimo tejedor de atmósferas, coloca una opresiva, podría decirse fantasmal; una donde el sol, a la espalda, dibuja figuras que hacen voltear para cerciorarse de que ningún enemigo está al acecho, donde solitarios rostros esqueléticos se mueven en la noche y hacen pensar en un batallón, donde el viento afila “sus navajas en las ropas acartonadas” y la selva es una bruma mil quinientos metros más abajo.

Y como si se tratara de un tendedero, los personajes cuelgan de ella, aislados y vulnerables. Gallaher, Minneta, Hopkins, Red. Pollak. Desde el desembarco en una playa en la que la guerra es “una pesadilla que al amanecer se desvanece”, desde el primer turno en la vigilancia luego, por la noche, los integrantes del comando, cada uno lejos del otro, enfrentan algo semejante a una maldición, como un fantasma que los siguiera sin descanso: Red y Gallaher apuñalados, el primero en su puesto, el segundo el la montaña, Minneta lucha con alguien al borde del abismo y cae, la interrogante del final de Pollak, el que no encaja en el grupo, el blanco de bromas –“Pollak, también los judíos desayunan, ¿no?”, “Hey, Pollak, los judíos no creen en Jesús, ¿verdad?”

Se trata del japonés muerto, cadáver sin sepultura, lo intuimos. Pero más allá de eso, de la misión fallida, de que al final tanto el enemigo como el comando estadounidense quedan convertidos en partes del cuerpo del soldado desconocido –y olvidado–, el autor de Ángela y los ciegos deja tras de sí, en este cuento, olvidado como los personajes y recuperado por casualidad, una prolongación de las atmósferas que tan bien levantara desde su primer libro, Días extraños.

Wednesday, July 06, 2011

UN BOCETO



Mi colaboración para el número 50 del suplemento Alebrije, del diario Cómo?, acerca de Alejandro Meneses, fallecido hace 6 años. Maestro, escritor y amigo, seguiremos extrañándolo y leyendo su obra.




I




Del primer día recuerdo haberme sentado a una mesa que me pareció demasiado larga, a cierta distancia de un desconocido que leía. Fue dos o tres días luego de pedir información, más con los ojos y a un cartel pegado en el muro. Talleres. De cuento, poesía, técnicas narrativas. Recuerdo observar el ventanal. Y esperar. Luego, la sonrisa detrás de los anteojos, una mochila de piel, alguien no muy alto, de mezclilla y tenis, cabello al hombro. Quien impartía el taller de cuento: Alejandro Meneses.




Recuerdo poco de esa tarde. Preguntas acerca de lecturas, creo, de nuestras actividades. Éramos dos las únicas ajenas por completo a literatura, o más bien a la creación literaria –el desconocido, después lo supe, tenía un año o dos tomando los talleres de cuento con Alejandro Meneses–: una estudiante de diseño, si no me falla la memoria, y yo, laboratorista en una fábrica de acabado textil.




Al final de la clase Alejandro dejó la primera tarea: una estatua que aparece en algún lugar. Así, sin más. El desconocido que leía cuando llegué leyó un cuento, una historia de ángeles que lloran lágrimas de piedra y batas blancas de psiquiátrico.




Y me acerqué al maestro para hacerle una petición: ¿podía mostrarle algo que había escrito para un concurso? Dijo sí, dijo que le hablara de tú.




La siguiente sesión –jueves– leí aquella primera tarea, un relato de dos o tres cuartillas, de forma acelerada, con voz y piernas temblorosas: la primera vez que leía algo delante de otros. De ese ejercicio Alejandro rescató el que la estatua apareciera en un pueblo, detalle similar a los otros relatos: las apariciones ocurrían en sitios pequeños, donde se podían sentir como propias.




Luego vinieron otras tareas: narrar desde la primera persona del plural, tomar los seis días de la creación como base de un texto, cómo toman en un pueblo que no aparece en los mapas la muerte de un pontífice –ésta en el taller después del taller, en la mesa de la esquina donde, si era martes, posiblemente podía encontrársele–. Vinieron también las preguntas, el hacerme chiquita en la silla –“¿Ya leyeron Pedro Páramo? Sí. Opiniones. ¿Ya leíste Pedro Páramo? No. Ya tienes tarea”–, la extensión del taller, los cuentos, las versiones de esos cuentos, cuentos reescritos, el cambio de casa, nuevos compañeros… El taller de cuento era algo que esperaba durante la semana, un lugar agradable y fresco donde refugiarse luego del trabajo en la fábrica, en mi caso, donde olvidar teñidos e igualaciones siempre urgentes.




Lo permanente, además de algunos de nosotros, fue la amabilidad de Alejandro, la generosidad con sus alumnos, con nuestros textos –aunque no se pudiera rescatar de ellos más que el título–, sus enormes conocimientos y esa casi risa en los ojos.







II




De la última clase recuerdo el haber sincronizado los relojes, sí, como en una película de espías y autos que se persiguen. De nuevo una tarea: alguien que planea un crimen mientras cocina. Miércoles, ya no era la Casa del Escritor sino PlantAlta. Hasta allí lo seguimos, a un par de cuadras del antiguo taller. Se fue pronto, llevaba prisa; debía entregar el suplemento. Ese día no hubo taller después del taller.




En cambio hubo una llamada. Un día antes de la siguiente clase. ¿Has visto al Meneses? Sí, la semana pasada. Ah. Es que. Parece… Que falleció el fin de semana. Va a haber una reunión. Y colgué. Y seguí tecleando: hice que una mujer matara a su esposo, que lo cocinara. Y llegó mi turno para hacer una llamada similar.




Recuerdo que sí, que fue cierto. Recuerdo la fotografía blanco y negro que se superpuso al hueco que dejó la ausencia de mi maestro: era la que aparecía en el último libro que presentó, Casa vacía. También recuerdo el llanto, el enojo con el mundo, con la vida, con lo que muchos llaman un poder superior, una mano que rige nuestros pasos y nuestros días. El nicho en la iglesia del Rayo. Eso y los homenajes, los recuerdos de sus amigos, de sus alumnos, escritos en papel, suplementos, fotografías.




Lo supe. No veríamos más la casi risa detrás de sus anteojos. Aun así queda en este lado del mundo el recuerdo de un maestro que pedía se le hablara de tú –“¿por qué de usted?, no me pongas apodos”, dijo, bromista, a una amiga–, de alguien que, sólo con estar, me daba la sensación de llevar la pluma por el sendero correcto, de un escritor enorme, constructor impecable de atmósferas. Y sus libros, por supuesto. Siempre.