Thursday, March 15, 2007

OCHENTA Y CUARENTA.

...Y no es canción de José José. Ochenta de vida y cuarenta de Cien años de soledad. Algo acerca de Gabriel García Márquez publicado en letralia.
Ochenta años de compañía
Dixon Moya.

Ochenta, cumplir ochenta años no es despreciable, así los estadísticos insistan en que la esperanza de vida aumenta, argumento que aleja la esperanza de jubilación para los asalariados. Por ello, es tan envidiable dedicarse a un oficio que no tiene fecha de vencimiento, sin preocupación por la pensión de vejez, profesión a la que no se puede renunciar, el oficio de escribir. Un escritor, el más leído y querido en lengua española de los que siguen vivos, cumple 80 años, pero los números no paran allí, su obra más conocida celebra cuarenta años de haber sido publicada y para colmo de los aniversarios, el mismo narrador conmemora veinticinco de haber obtenido el premio Nobel de Literatura.
Gabriel José de la Concordia nació un 6 de marzo de 1927, muchos lo llaman familiarmente Gabo, como oposición a su extenso apelativo. Gabo es un colombiano universal, creador del universo Macondo, poblado por mujeres y hombres quienes, en la dimensión real, provienen de una zona mágica llamada El Caribe. El autor ha dicho que Cien años de soledad es un vallenato de 400 páginas, en homenaje a esa música de antiguos juglares que iban de pueblo en pueblo llevando noticias, chismes y serenatas. El realismo mágico no es más que la exageración de los cuentos de los abuelos en las noches de Aracataca. El nieto de un viejo coronel e hijo de telegrafista desarrolló la necesidad de comunicar historias, de contar cuentos. Luego vino la época en que un joven conocería el hielo, el frío de Bogotá, una ciudad que para esa época era un lugar gris, con gente seria y aburrida, habitada por abogados y literatos, café y cigarrillo. Quizás por ello el futuro novelista empezó a estudiar derecho en la Universidad Nacional y terminó torcido en los vericuetos de la literatura y el periodismo.
García Márquez es el santo patrono de los periodistas, ha creado talleres y fundaciones para quienes buscan comunicar la noticia, para los que intentan no caer en las trampas que en ocasiones acompañan a una primicia. Algunos de sus colegas no entienden la alergia del escritor a conceder entrevistas, puede interpretarse como un rasgo de su ética profesional, él siempre se ocupó de buscar la noticia, no de protagonizarla. De igual forma, García Márquez es fuente y mecenas de cineastas, fundador de escuelas de cine, muchas de sus historias han sido llevadas a la pantalla. Aunque quizás su mayor contribución al séptimo arte sea su hijo Rodrigo, el director que hace méritos propios con historias profundas en medio de la superficialidad de Hollywood. El broche de oro cinematográfico de este año tan especial será el estreno de la película El amor en los tiempos del cólera, dirigida por el británico Mike Newell, con un impresionante elenco internacional.
Gabriel García Márquez es importante no sólo para el mundo intelectual, es determinante en la vida cotidiana, aquellos que jamás han leído sus libros hablan su lenguaje, se identifican con el “mamagallismo” (tendencia al sarcasmo o la burla), han visto las mariposas amarillas o sentido nostalgia con el olor de la guayaba. El lenguaje coloquial ha consagrado las expresiones “macondiano” o “garciamarquiano” para designar algo fantástico, casi descabellado, verdadero homenaje para la posteridad. Son pocos los reconocimientos para un hombre que nos ha dado, a las estirpes condenadas, ochenta años gratos de buena compañía.
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EL PARADISO EN LA OTRA ORILLA

Creo que sería injusto decir simplemente José Lezama Lima. Su obra es una referencia que no se acaba; él podría llamarse Confianza en una memoria excepcional, Biblioteca en una sola persona, Poeta a quien nadie comprende, Buscador de palabras, sin olvidar el despectivo que algunos le adjudicaron: Anaquel con patas.
Su novela Paradiso publicada en 1966, le acarreó fama y atención gracias en parte al polémico capítulo ocho, calificado de pornográfico, y es al igual que su autor, un librero lleno de referencias a la religión católica, a sectas como la de los cátaros, a la cultura griega y a otras, por ejemplo las precolombinas del Nuevo Mundo
La primera alusión a éstas se relaciona con el nombre del protagonista: José Cemí. Tal vez lo formó con la frase: “Soy yo” del idioma francés; pero también cemíes eran los espíritus protectores, los dioses de los taínos, pueblo que vivía en las islas del Caribe al momento de la llegada de Cristobal Colón, cuyos antepasados araucanos provenían de Venezuela. La representación de los cemíes se hacía a través de unas piedras de tres puntas llamadas trigonolitos que se enterraban en los campos de cultivo para obtener buenas cosechas, para que la lluvia y el sol aparecieran cuando mejor conviniera a la agricultura, y para que las mujeres parieran sin dolor. Datos acerca de los taínos fueron recogidos por Fray Ramón Pané en su Relación acerca de las antigüedades de los indios, libro escrito en 1498 en la isla La Española, el primero de documentos como la Historia General de las Cosas de la Nueva España, de Fray Bernardino de Sahagún. Fray Ramón Pané, monje catalán de la orden de los Jerónimos, vivió con caciques taínos desde 1494 y aprendió su lengua al intentar catequizarlos.
En el capítulo nueve de la novela, el de los diálogos sobre la androginia primitiva, donde Foción intenta convencer a Fronesis de que la homosexualidad no es un vicio ni una “maldición de los dioses” porque siente una fuerte atracción hacia él, se menciona un “códice mexicano sobre la creación”, donde aparecen dos figuras probablemente andróginas. Lezama nunca menciona sus nombres, pero podrían tratarse de Tonantzin–Totahzin, quienes forman al dios Ometeotl, divinidad suprema que vive en el decimotercer cielo, concebida como masculina y femenina a la vez, origen del Universo, de los seres y los demás dioses.
El Códice Borgia, pintado en piel de venado, se atribuye a la región cholulteca–mixteca y forma parte del acervo de la Biblioteca Vaticana, donde llegó gracias al legado del cardenal Borgia. En este códice aparece una deidad andrógina, Tonacatecuhtli. Su nombre significa Señor de Nuestra Carne. La dualidad se adivina en su posición: el rostro muestra el perfil, como se representaba a los dioses masculinos, en tanto que el tórax, la cadera al frente y las piernas abiertas, son de las deidades femeninas a punto de dar a luz.
En el capítulo de los sueños hay una referencia a ciertos “procedimientos incaicos, como la reducción que hacen de los cráneos”, frase que Lezama usa para describir un huevo de marfil que parece “luna achicada”. Esta referencia errónea en parte, podría ser consecuencia del exceso de confianza en la memoria, o de la dificultad que para alguien de cien kilos significa recorrer un pasillo largo entre el librero y la habitación donde escribe.
El procedimiento para obtener las tzantzas –cabezas reducidas– era característico de los pueblos shuar o jíbaros, habitantes de la Amazonia en el actual Ecuador. Las cabezas eran una prisión para el muisak, alma vengativa nacida al morir violentamente un guerrero que por lo menos hubiera poseído un alma arutam. La tzantza se pintaba de negro y se cosían labios y párpados; así el muisak quedaría prisionero y en la oscuridad. Se dice que el secreto para la reducción de las cabezas, ahora perdido a fuerza de ocultarlo, residía en las hojas agregadas al agua donde se hervían después de retirarles el cráneo triturado.
Lezama dice “procedimientos incaicos” y en parte puede considerarse cierto, pues en 1450 el Inca Tupac Yupanki atacó a los jíbaros asentados hacia el norte del río Marañon y sometió a un sector del pueblo, mientras el resto se refugió en los brazos anchos de la selva.
En Paradiso se encuentran referencias más actuales como la venta de plata en el estado de Puebla, en México, visitado por José Lezama en la década de los cuarenta, y la idea de la selva siempre delante de nuestros ojos, difundida en Europa gracias a la ambientación que tienen las novelas del boom de la literatura latinoamericana, como Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, o El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier.
Podríamos correr a la enciclopedia o a la internet a cada minuto, regresar al inicio de un párrafo más de tres veces, intentando comprender al abogado nacido en La Habana; es preferible sumergirse en sus metáforas y símiles, en el constante esfuerzo por no llamar a los objetos, a los lugares, incluso a los seres, por su nombre.