Saturday, March 08, 2008

LAS POSIBILIDADES DEL ODIO

Escribir acerca de lo que se conoce, de lo que se vive. De sensaciones. Tender puentes entre el lugar que se habita y el que se abandonó. Observar, estar inmersos. María Luisa Puga lo hizo desde su primer libro; como Rosario Castellanos en sus cuentos de Ciudad Real, en su Oficio de tinieblas, la autora nacida en 1944 vivió varios años en Kenia para imprimir la misma pasión a Las posibilidades del odio.
Los diccionarios califican este sentimiento como antipatía, aversión hacia algo o hacia alguien. En el caso de la publicación de Siglo XXI, el odio se dirige hacia una piel sonrosada, hacia edificios altos, hacia la reverencia, casi adoración, que los africanos prodigan a los ingleses. Desemboca en “antiblanquismo”.
Compuesta por seis relatos independientes, con números como título, separados por una cronología histórica de Kenia, la obra refleja las diferentes rutas del odio, los personajes a quienes alcanza: patrones blancos de una agencia de turismo, quienes le enseñan a un keniano blanco a ver lo que antes no veía, la capa espesa de odio sobre los rostros negros, permanentemente inclinados; la agresión a un joven por la sospecha de que pertenece a un movimiento contrario a los colonizadores europeos, a los kenianos leales a ellos; un estudiante que hace de guía de turistas y finge, detrás de unas gafas, de la cámara fotográfica, ser americano o de quién sabe dónde, de lejos, porque si no lo miran con desconfianza, con desprecio; un empleado negro a quien se les va la vida en complacer al jefe británico; un británico empeñado en sacar a flote la superioridad fingida de sus compatriotas, asesinado por su hijastro, estudiante negro a quien alienta para organizarse contra la colonización; una joven con ataques de antiblanquismo y un hermano preso y muerto por apoyar movimientos subversivos.
María Luisa Puga traza desde África un paralelo del tercer mundo latinoamericano: el caos producto de la irrupción europea, el desprecio reinante entre las clases altas y las llamadas bajas o inferiores –¿en qué, por qué?–, la explotación, la riqueza en unas cuantas manos, mientras quienes trabajan para esas manos deben tener la cabeza humillada y los pies prestos. Suena familiar: América y África definitivamente comparten aspectos históricos
Las posibilidades del odio nos muestra en “Dos” a un mendigo, un exconvicto de veintiséis años que parece de más de sesenta, un hombre a quien el tiempo masticó y escupió, a quien le robó cuarenta años y una pierna. “Cuatro” es una especie de monólogo donde un oficinista negro se desvive por “el jefe” –Jefe, sumisión que no nos permite enterarnos de su nombre real– y termina engrosando las filas de los desempleados por el desprecio a los suyos. Llama la atención la presencia de la autora en “Seis”, es simplemente “la mexicana” que quiere escribir un libro acerca de África, quien viaja con su esposo y habla con Nyambura, estudiante africana, cuyos familiares encarnan los extremos de la comunidad negra: el padre católico, sumiso ante los blancos, el hermano menor deslumbrado por ese mundo que llegó de un allá desconocido antes de mudarse a la ciudad, el hermano mayor como parte de quienes se oponen a la idea de inferioridad, idea impuesta desde los tiempos en que secuestraban negros para hacerlos esclavos al otro lado del mar. Nyambura va a Roma gracias a una beca, a estudiar, a que la sigan colonizando –palabras de Ngongo, su hermano muerto.
Las rutas que toma el odio, diferentes, desembocan en un mismo punto de llegada: muros sin puertas ni ventanas en torno a quien lo ofrece. Y hasta el lector, como sucede con la protagonista de la última narración, de la más larga, llega esa sensación de estar fuera de todo, de no pertenecer. Nyambura es el conducto por el que María Luisa Puga, extranjera en un continente tan lejano, conduce con éxito la sensación de sentirse ajenos, molestos ante la historia que aparenta ser propia.

Friday, March 07, 2008

NO FUERON NI NUEVE Y MEDIA NI MADRUGADAS


Leí el libro de María Luisa Puga -¿novela, biografía, reunión de una persona consigo misma en dos edades alejadas por treinta y dos años?- en el trayecto de la casa al trabajo. El camión. Los brincoteos ocasionales no me impidieron asomarme a la obra de esta autora desaparecida en el 2004, a los sesenta años, quien impartiera talleres literarios para niños y jóvenes en Erongarícuaro, Michoacán.
Su disciplina la hizo levantarse a las cuatro de la mañana para iniciar la escritura, a diario, ir temprano a dormir, pues la libreta la esperaba la siguiente madrugada. Como reflejo de esta costumbre está Nueve madrugadas y media, sólo que en las páginas del libro editado por Alfaguara en el 2003 ni escribe ni está sola: alguien llamado simplemente “Hernández”, de veinticuatro años, llega y la entrevista para un proyecto, rompe sus días, su rutina: observar la vida de cinco escritores de lugares distintos.
Los capítulos son las madrugadas, una comida y una cena con el -¿la?- probable estudiante, y cada uno está construido por una cadena de diálogos por los que nos enteramos que Hernández tiene gripa, que la escritora puso como regla reunirse sólo de madrugada –imagino las cuatro en el reloj-. Que fue secuestrada.
La historia aparente es que una joven llega a visitar a una escritora como parte de un proyecto. Se reúnen en diez ocasiones, durante la madrugada, la escritora habla acerca de la literatura, de las imágenes, de las sensaciones al instante de regresar a México, de la corrupción, de la vida de cada una: el miedo a envejecer y aceptarlo porque simplemente pasa. Percances: la estudiante se cae, tiene gripa, no puede interrumpir a la escritora en su vida diaria –quien de repente sufre un dolor de muelas y un viaje a la ciudad para hablar de su nuevo libro–, sólo un día come con ella –“nunca había estado en la cocina contigo adentro”.
El libro, más que de una historia, de un ¿y luego qué pasó?, del sobresalto por algo inesperado, está compuesto con lecturas de Don de Lillo y Dostoievski adaptadas en parte a la realidad de Hernández, en parte al sueño que tuvo entre la sexta y la séptima madrugada, con imágenes de carreteras y volcanes, de habitaciones amplias, de cuartos de azotea.
Al principio es como si asistiéramos a un taller literario de los que la autora nacida en el Distrito Federal, en 1944, impartió a lo largo de su vida. Por momentos es el alumno quien cuestiona, a veces, el tallerista. Sin otro indicio del cambio de interlocutor que el guión largo, al iniciar la lectura, intenté seguir la secuencia: la escritora, la alumna, la escritora, la alumna… Decidí no hacerlo más pues, creo, los personajes no hablan alternadamente, así que las palabras junto a dos guiones contiguos pueden pertenecer a la misma interlocutora.
¿Autobiografía? ¿La autora confrontando sus puntos de vista acerca de la vida y la literatura y las lecturas con la que era a los 24 años, antes de partir hacia Europa y África? A lo mejor el espacio donde hablan es su propio cuerpo, su interior; si María Luisa Puga era escritura –palabras de Isaac Levín, su alumno en los talleres de Ciudad Universitaria, su compañero, con quien vivió desde 1985 junto a la laguna de Zirahuén– muy bien podría ser la madrugada dentro de la que llenaba sus libretas con letras sepia, su cabaña con la ventana abierta a “Esteban”.
El final de Nueve madrugadas y media es como el de cada uno de los capítulos: intempestivo, como un portazo frente a la cara. “Hernández”, aún con preguntas en los labios, aún con la vida fuera de los libros como un enorme signo de interrogación, aún aferrándose con las uñas a una última respuesta no para su proyecto, cuestiona acerca del secuestro que sufrió la escritora –quien se asoma con todo y nombre, se dice Sra. Puga de lleno, a diferencia de Las posibilidades del odio y su capítulo seis, donde es simplemente “la mexicana”
-Todo este tiempo te he tratado de decir que un secuestro es todos los secuestros. Piensa en el acto, no en los detalles. Eso ya es morbosidad. Ándale, vete a tu vida que yo me caigo de sueño– le contesta la escritora. Hernández apenas balbuce un “Pero…”
–Cierra la puerta cuando salgas. Que tengas una buena vida–. Casi imagino la puerta en la cara.
Y entonces María Luisa Puga, con veinticuatro años, se fue a vivir a Europa y África. A escribir.