Tuesday, July 17, 2012

MI PRIMERA VEZ

Le tengo un poco de miedo a las multitudes, lo confieso. Me engento. Ello, aunado a infinidad de imágenes de represión vistas en los diarios, en el internet, en revistas, me ha mantenido lejos de las marchas y de las manifestaciones. Hasta el sábado pasado, nunca había asistido a una. Fue prácticamente una casualidad. Encontré a unos amigos en el zócalo, donde había una afluencia mucho mayor a la habitual: gente con pancartas, gritando consignas, dando más de una vuelta a la plancha rodeada por la catedral y los portales. Un amigo me acercó un plumón negro y un trozo de cartón blanco, pequeño, donde luego escribí el rudimentario “No más PRI” que después me acompañaría a lo largo de la 3 poniente, la 11 sur, la 31 poniente–oriente y el boulevard 5 de mayo. Pronto, hacia las cuatro y media o cinco de la tarde, cartulinas blancas y fluorescentes, cajas de cartón deshechas, lienzos –cada soporte gritando consignas de tinta, alusivas al ex presidente Salinas de Gortari, a Mario Marín, Ulises Ruiz y Arturo Montiel, a los hechos ocurridos en Atenco, al salario y prestaciones insultantes que los legisladores de este país se embolsan, al IFE, rebautizado como Instituto del Fraude Electoral, a las tiendas Soriana, a las televisoras y a la ausencia de quienes votaron por el PRI–, avanzaron desde el zócalo de la ciudad de Puebla como si fueran parte de los brazos en alto, de los muchísimos asistentes cansados de los fraudes y de las irregularidades en el pasado proceso electoral. A lo largo del recorrido atestigüé numerosas muestras de apoyo, como las de conductores de autos particulares y del transporte público que con el claxon saludaban en vez de molestarse por el cierre vial, o los aplausos desde una de las ventanas de una casa sobre la 31 poniente, cortesía de un hombre y una mujer, ambos mayores. Presencié también los silencios del contingente al acercarse a un hospital, a una escuela. El único inadaptado, por llamarle de alguna manera, fue un conductor de una de las rutas “S” (unidad 16), que transitan por la 9 sur–norte y que pisó el acelerador y se adelantó, sólo un poco y sin mayores consecuencias, antes de que terminara de pasar el contingente. No sé si vuelva a asistir a una marcha, tal vez sí; no sé si, como dicen, no sirva de nada organizar manifestaciones, boicotear una tienda o no ver los canales de Televisa y TV Azteca, pues la imposición puede y va a hacerse, nos guste o no, gracias a los tantos intereses que están en juego, al poder y beneficios que obtendrán quienes pusieron en la silla a Peña Nieto, ansiosos éstos por recuperar su inversión lo más pronto posible, por empezar a recoger ganancias. Sólo diré que estoy asombrada, pues no recuerdo que tanta gente saliera a las calles y se reuniera a gritar su inconformidad, su reclamo único, y no nada más en un estado de la república, sino en varios al mismo tiempo –un papel importante en este aspecto lo tienen las redes sociales, como medios de organización y de información prácticamente inmediata–. También diré que me quedo, además de con las muestras de descontento en sí mismas, con el ingenio de muchas de las consignas (“¡Gaviota, Gaviota, tu novio es un idiota!” que luego, reconociendo un error en el estado civil de la pareja, cambió a “¡Gaviota, Gaviota, tu esposo es un idiota!”, o “¡El que no brinque es Peña!”, brincando todos como porra de fútbol en graderío), con el impreso en las pancartas (“Peña, bombón, esclavo del pelón”, se podía leer en una, “Lo mismo, pero más barato”, decía otra, ilustrada con Salinas detrás de un antifaz idéntico al rostro de Peña Nieto) y el reflejado en la indumentaria de los manifestantes (algunos de ellos ataviados con la máscara blanca del personaje central de la película y novela gráfica “V de Venganza”, constituida como el símbolo de un hartazgo y una puesta en marcha, de la inconformidad que siente la inmensa mayoría ante los repetidos fraudes y ante el cinismo de la clase política), ingenio sumado a frases que sugerían una reflexión más allá del mismo, por ejemplo las que invitaban a apagar el televisor y leer un libro, las que señalaban el gran número de inconformes con el resultado de la elección y con el propio proceso electoral, o las que se preguntaban por quienes votaron por el candidato del PRI, resaltando al mismo tiempo su ausencia en las calles.

Wednesday, July 04, 2012

4 DE JULIO


Hoy hace siete años morí por segunda vez. Hoy sigo escuchando ese rumor a través de la línea telefónica. Rumor que ha perdido su característica, ese halo de voces que murmuran “a lo mejor”, “parece”, porque es un hecho real. Sin regreso. Porque fue cierto. Hoy la tristeza sigue mordiéndome la garganta y bebiendo de mis venas. Continúo extrañando los miércoles, los jueves, las siluetas sentadas en torno a una mesa larga, a una voz calma que dictaba rutas sobre un papel lleno de obsesiones, de caminos a los que no se les encontraba una salida a simple vista. Extraño las tareas hechas tinta, las notas en los márgenes, en la parte baja de la página, que traducían a pigmento y celulosa una opinión, una flecha negra sobre fondo amarillo que indicaba una posible dirección correcta. No hay atrás. Así, hago lo que debo hacer: abrir un libro y leer, imaginármelo en esa voz de primera persona, dentro del narrador que nunca entrará en el rincón donde madre y prima están juntas, abrazándose, sin necesidad de nadie más. O encontrarme con esa ausencia del padre, trozo de su biografía esparcido sobre textos que hablan de Altzayanca y de Santa María de los Niños y de Huamantla. Recordarlo porque no queda de otra. No hay un taller, un contraesquina de la catedral a las cinco el martes donde encontrárselo y hablar de libros y de las tareas que deja y de los cuentos que llevamos la sesión pasada y reír un poco mientras en el televisor gritan gol. Recordarlo e intentar no llorar porque lo que hay más allá del “parece que falleció el fin de semana” de hace siete años, de la urna de cenizas, de las fotografías blanco y negro sobre una mesa blanca, es un campo erosionado, un sembradío cundido de negro y de agua y sal, de hierbajos que se tragan el nitrógeno y frenan cualquier fotosíntesis, cualquier germinación. Porque sólo eso resta cuando alguien deja un hueco, una ausencia, donde debería estar: un recuerdo. Porque de mí tampoco sobrevive mucho; solo restos, sólo estertores. Y si recuerdo, si recorro aquellas páginas, los libros, las historias, las sesiones, traeré hasta mí el cuerpo que tenía, el aliento viejo, la sombra de cuando respiraba, de cuando aún guardaba latidos dentro, y me olvidaré por un instante del espectro que soy, del ser –esa nada– que murió por segunda ocasión hace siete años el cuatro de julio.