Monday, November 28, 2005

AMORES DE SEGUNDA MANO.

Hace poco tuve la oportunidad de leer el libro Amores de segunda mano, del autor Enrique Serna. Me lo prestó una amiga –gracias Maribel–, después de que ya me habían platicado de la obra. Once cuentos en los que los personajes, por así decirlo, se resignan a no tener algo que ansiaban, y terminan conformándose con algo más.
En el cuento inaugural, El alimento del artista, la voz narrativa es la de una mujer que, al principio, actúa una relación sexual ante el público, y termina teniendo relaciones verdaderas a la vista del hombre que la escucha, y le pide que por lo menos aplauda cuando terminen. Los relatos que más me sorprendieron, Hombre con minotauro en el pecho y La extremaunción. En el primero, un niño llega a pedirle un autógrafo a Picasso. Él pensó, como al final sucedió, que alguien querría comerciar con la firma si la estampaba en cualquier papel, así que le dibujó un minotauro en el pecho. No se atreverían a vender al niño. Pero se equivocó, pues durante algún tiempo el minotauro fue expuesto y visto por mucha gente, comprado por personas que odiaban el arte. Al final, nos enteramos que el personaje está narrando su desgracia desde prisión, pues borró el autógrafo de Picasso –creyó que era dueño de su cuerpo–, que ya se había convertido en patrimonio del pueblo por ser una obra artística.
En La extremaunción, el personaje es un sacerdote que en el pasado intentó casarse con la sobrina de una moribunda quien, más que oponerse, sedujo al personaje, para después correrlo pretextando que él había sido quien intentó seducirla. Al final, en vez de recibir la extremaunción, la mujer muere después de que el sacerdote tiene un encuentro sexual con ella y le hace saber que esa es su extremaunción.
Eufemia es un cuento de decepciones amorosas, en el que el personaje, una sirvienta que estudia mecanografía y aspira a ser la mejor secretaria, se enamora del hombre que repara la máquina de escribir que le presta su patrona. Él la deja después de prometerle matrimonio. Ella viaja por diferentes poblaciones haciendo escritos y cartas. El relato empieza y termina con dos aspectos de la misma escena: al inicio, Eufemia escribe una melosa carta que intenta dictarle una muchacha enamorada de un soldado, y al final, él recibe la noticia del abandono de la muchacha. Ya que perdió el amor, Eufemia se conforma con el sentimiento de amargura que le quedó.
Los textos que completan Amores de segunda mano son: El desvalido Roger, La última visita, Borges y el ultraísmo, Amor propio, El coleccionista de culpas, La noche ajena –un original relato sobre cómo se le oculta a alguien que es ciego– y La gloria de la repetición.
Es un libro muy ameno, el cual recomiendo leer.

Saturday, November 26, 2005

MESA REDONDA CON DRACO ROSA.

Una entrevista que encontré, de uno de mis cantantes favoritos. Tomada del diario El Nuevo Día, de Puerto Rico. 22 de octubre de 2005.

Había grabadora, libreta y cámaras. Pero esta vez las preguntas no las hizo un periodista, sino un grupo de empleados y amigos de El Nuevo Día, que se reunieron ayer en la redacción de este diario para participar de una mesa redonda con el cantante Draco Cornellius Rosa. A tan sólo horas de comenzar una nueva función de su concierto Draco Live, que repite esta noche, el cantante conversó sin parar.
¿Cómo te sientes con esta nueva serie de conciertos?
Tocar en el Centro de Bellas Artes ha sido extraño y positivo. Desde pequeño estuve ahí con Menudo y regresar ahora es como llegar a la Luna. Esta será la última vez que toque en mucho tiempo, porque me voy a grabar y decidí no regresar hasta el 2007 ó 2008.
¿Cómo comparas la experiencia de estar en una sala pequeña como el Centro de Bellas Artes y un coliseo?
A veces me deprimen los coliseos, aunque la última vez la pasé muy bien. Siempre queda cierto vacío porque hay mucha gente y uno no puede verlos a todos. En Bellas Artes puedo mirar los ojos de la gente y eso se siente bien.
Después de hacer la película “Salsa”, ¿tienes planes de regresar al mundo del cine?
“En esa película conocí a mi esposa, la pasé bien y luego seguí un camino complicado. Es curioso, porque hace un tiempo me llamó el director Robert Rodríguez y hablamos de su visión. Tenemos una mentalidad similar y sí me interesa hacer algo. Estamos comunicándonos, porque hay un proyecto con Quentin Tarantino y otras cosas, pero estamos decidiendo qué se va a hacer.
¿Por qué el cambio de nombre de Robi a Draco?
De pequeño me nombraron Robert Edward y lo encontré extraño. Hace muchos años me enteré que hay maneras de cambiar los nombres y así lo hice. Antes de diciembre 6, cuando salga mi nuevo dvd voy a hacer un ritual para- sin ser muy mórbido- enterrar a Robi. Voy a resucitar a Draco, pues hay mucha gente- incluyendo mis hijos- que simplemente me conocen como Draco. Mi pasaporte, mi licencia y certificados están bajo Draco. Mis padres no se molestaron con el cambio porque sigo siendo Rosa.
A muchos artistas no les gusta mezclarse con la política, ¿porqué a ti te interesa el tema?
Es algo natural, siempre he sido bastante sincero. Si veo alguna injusticia soy el primero que me paro a protestar. Muchas veces pierdo oportunidades, pero tu espíritu no te lo pueden quitar y eso para mí no tiene precio.
Si una organización te hiciera un acercamiento para luchar por el ideal de Puerto Rico o las causas que crees, ¿trabajarías con ellos?
Todo depende de si encuentro un aliado con quien pueda sentir confianza. Solo no me atrevo caminar por esos mundos porque soy muy radical, por supuesto sin violencia. Por eso necesitaría el apoyo de otras personas para todo lo que tenga que ver con “the land of Borinquen”.
¿Cómo percibes a Puerto Rico desde la distancia?
Es difícil... con la muerte de Filiberto me llamaron cuando comenzó el rumor en la radio y estaba pendiente. Después que él murió mi hijo Revel me preguntó quién era Filiberto y fue la primera vez que lloré frente a mi nene mayor. Esa situación me mata adentro y por supuesto que desde lejos el País me mueve mucho. Es lo único que uno tiene.
Por poner un ejemplo, uno va a Singapur sabiendo que se han hecho estudios comparativos sobre la realidad de la colonia. Regreso y en mis locuras digo... ¿cómo va a ser que con tanta gente inteligente todavía seamos una colonia? No creo en ser completamente independiente de un sistema. Nos necesitamos, no creo en caminar solos. El Che se equivocó cuando se fue solo a Bolivia y lo mataron, pero tampoco creo en el sistema actual. ¿La solución? No la tengo, pero espero estar vivo y ver que vamos a trascender esta realidad.
¿Tienes algún proyecto creativo actual relacionado a las artes visuales?
Me interesa apoyar el arte. Estoy un poquito frustrado con un museo en Puerto Rico pues hicimos gestiones para que trajeran la obra del artista Jean- Michel Basquiat, quien tiene un trabajo impresionante. No se ha hecho nada aún cuando su exposición está viajando por el mundo, pero la burocracia de estos lugares no lo ha permitido.
¿Has tenido oportunidad de escuchar el nuevo disco de Ricky Martin?
No lo he escuchado y dudo que lo vaya a escuchar. No es nada personal, simplemente porque tampoco he escuchado lo último de U2. Hay gente que hace música por unas razones, para lograr ciertas cosas... Le deseo lo mejor, pero simplemente es algo que no voy a hacer. No escucho música contemporánea, del reggaetón lo único que reconozco es Tego Calderón, Voltio y Residente Calle 13.
¿Cómo cambió tu vida al ser padre?
Mucho, con esto de la mortalidad uno piensa más las cosas. Por otra parte, me interesa mucho expandir la familia. Ahora no es el momento, porque para la mujer puede ser muy difícil, pero sí me encantaría tener 10 ó 15 hijos.
¿Tus hijos te han preguntado que significan sus nombres?
Ellos lo entienden muy bien porque es positivo. Revel significa revelación, no es de rebeldía. El segundo, Redamo proviene del latín y significa el regreso del amor.

EN LA INTERNET.

Revisando algunas páginas, me encontré de nuevo con una muy interesante, que ya había visto en ocasiones anteriores: www.aviondepapel.com En ella hay varios artículos sobre escritores, Poe, García Márquez, entre otros. Hoy quiero recomendárselas y aunque para la literatura no existe ninguna receta o fórmúla mágica, creo que es una buena guía para quienes quieren quebrarse un poco la cabeza, sentarse ante una hoja sin habitantes.
Aquí un fragmento de lo que se puede encontrar en esta página:

Los primeros vuelos literarios acaban en aterrizajes forzosos llenos de abstracciones. El piloto entra en la cabina del avión y se sienta frente a un cuadro de mandos lleno de lucecitas de imaginación y de manivelas de prisas que desembocan en sustantivos y verbos abstractos, en lugar de contar y atrapar mil palabras con una imagen empática.
Al piloto novel le entra vértigo de mirar hacia la literatura visual desde lo alto de la cabina, tanto que no cuenta su historia, sino que la explica y la llena de reflexiones, sin mostrar en una escena las manías del personaje, sus obsesiones, su entorno.
Los vuelos previos están sobrecargados de verbos sin contenido, en lugar de verbos de acción; los primeros párrafos deben llenarse de objetos y colores, de acciones y detalles peculiares que hagan que el lector sobrevuele la ficción contada.
Tal y como lo narra la metáfora de Michael Ende en "Una historia interminable", donde su protagonista era absorbido por el libro mientras leía. Así deberían ser los textos literarios, así tiene que sentirse el lector: entusiasmado por la lectura, con el piloto automático puesto y volando ante el placer de la ficción.
La literatura es un arte dirigido al sentido de la vista para evocar mediante palabras lo que no se escucha, lo que no se huele, lo que no se saborea. El discurso visual atrapa con palabras, entra por los ojos y se derrama por el resto de sentidos.
"Mientras cose, una madre descubre que su hijo ha madurado". Esta reflexión no es literatura. Todos los manuales de futuros aviadores recogen una escena de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez, quien muestra -no explica- cómo una madre descubre un día cómo su hijo abandona la pubertad. El escritor colombiano nos regala este fragmento mágico lleno de objetos, acciones y sensaciones:
Sentada en el mecedor de mimbre, con la labor interrumpida en el regazo, Amaranta contemplaba a Aureliano José con el mentón embadurnado de espuma, afilando la navaja barbera en la penca para afeitarse por primera vez. Se sangró las espinillas, se cortó el labio superior tratando de modelarse un bigote de pelusas rubias, y después de todo aquello quedó igual que antes, pero el laborioso proceso le dejó a Amaranta la impresión de que en aquel instante había empezado a envejecer: -Eres idéntico a Aureliano cuando tenía tu edad -dijo-. Ya eres un hombre.
Las personas estamos acostumbradas a la imagen, porque se acerca y asemeja a la realidad y porque apenas exige contarla. Sin embargo, las palabras se asocian a los objetos tangibles que designan y por su ambigüedad, o por su contenido abstracto, no siempre muestran la realidad concreta a la que está acostumbrado el lector.
El cuento resuelve con palabras este problema, dado que de manera breve crea una ecuación literaria perpetua: a menor extensión mayor intensidad.
Julio Cortázar dedicó a Antoni Tàpies un cuento llamado Graffiti en el que el autor argentino muestra la desesperación y angustia de su personaje ahogado en ginebra. Cómo lo cuenta y con tal brevedad es uno de los regalos de la literatura:
Volviste al alba, después de que las patrullas ralearon en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tamajales; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca con otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
Grafitti, en Queremos tanto a Glenda de Julio Cortázar.
Así es, la estrechez de las ficciones crea intensidad en la historia narrada, y si no, no hay más que recordar aquellos cuentos maternales antes de acostarnos en los que parecía que estuviéramos viviendo las andanzas de Caperucita Roja y del Lobo Feroz, del Gato con Botas y del marqués de Carabás.
Esta es una de las grandes herramientas del oficio de aviador, sobrevolar la literatura con una buena visibilidad de palabra: personajes y lugares llenos de detalles peculiares, pequeñas acciones en menoscabo de las reflexiones, objetos cromáticos y palpables, párrafos llenos de olores y sabores.
Después de un vuelo previo, el buen aviador revisa sus textos con la ilusión de atrapar al lector en una imagen evocadora, sin la necesidad de mil palabras, de mil reflexiones. Con la certeza de pilotar con visibilidad.

Les deseo vuelos sin turbulencia.

Monday, November 21, 2005

MINIFICCIONES.

Amantes hasta el fin
Sus encuentros se hicieron cada vez más frecuentes. Él se refugiaba entre los muslos de ella. Ella sentía congelársele la espalda, apoyada sobre el frío del mármol.
Esa noche, la invocación de una medium los interrumpió. Cesaron las caricias y cada quien regresó a su tumba.


Viajero
Está amaneciendo. Después de presenciar batallas en la cumbre del mundo y pescar sirenas que al cantar llevan a los navegantes hacia la Gran Catarata, regresa a su cuerpo dormido para abrir los ojos antes que suene el despertador.

NOCHE ADENTRO.

Hoy tuve la oportunidad de adquirir el libro "Noche Adentro", de la colección Asteriscos de la Universidad Autónoma de Puebla -donde Meneses publicó su primer libro en 1987, Días extraños- póstumo de Alejandro Meneses, que recopila nueve cuentos de sus libros anteriores Días Extraños, Ángela y los ciegos y Vidas lejanas.
Transcribo lo que está impreso en la solapa de la contraportada, teniendo como fondo una fotografía reciente de Alejandro.
(...) La narrativa, los cuentos en especial, requieren no sólo de imaginación, sino de una buena dosis de sentido poético, de la musicalidad del lenguaje. A veces, los narradores se olvidan de esto: la prosa también es un ritmo, del lenguaje y del tiempo verbal. La inteligencia del escritor de cuentos se muestra cuando elige la estructura, la manera de encontrar una historia. Podríamos decir que ésa es la base del "estilo personal" de narrar.
(Prefiero los cuentos) que no siguen esa monserga valadeciana del planteamiento, nudo y solución. Prefiero la ambigüedad a la certeza, a la vía única. Tal vez eso sólo sea justo en los cuentos policiacos. No me agrada el canon ni las recetas, porque equivalen a una "discriminación" literaria, a intolerancias tarugas que sólo entienden el mundo, la realidad a partir de seguridades y métodos, cosas que, de ninguna manera, explican el mundo. Si se ha logrado descifrar el universo a punta de ecuaciones -la consabida E=mc2-, no se ha logrado lo equivalente con el alma, ni la vida.
Alejandro Meneses.

Profe, en estos casi cinco meses no he dejado de extrañarte.

Wednesday, November 16, 2005

SALVADOR GALLARDO DÁVALOS.

La ceremonia de premiación del Concurso de Literatura Jóven Salvador Gallardo Dávalos se llevó a cabo en el Centro de Investigación y Estudios Literarios de Aguascalientes "Fraguas", el pasado viernes 11 de noviembre, a las 8:00 P.M.
Tuve la suerte de resultar ganadora en la modalida de narrativa, con un volumen de cinco cuentos, "La distancia hasta el espejo".
El mismo día, a las siete de la noche, se hizo la presentación del libro de los ganadores del año pasado, estando presente Karen Ortiz, quien resultó ganadora con la obra Muerte encuentra una mujer, cuentos donde el personaje es el mismo, en diferentes épocas, Manuela. En cada uno de los cuentos, Manuela se refiere a la relación que guarda con otras personas.
Tengo que agradecer a Alejandro Meneses, el mejor cuentista de México, por sus enseñanzas, su guía (profe, desde aquí, donde estés, espero que te sientas orgulloso de tu alumna. Quiero volver a verte); también a Bety Meyer y a mis amigos, Alejandro Badillo, Elías, Sergio, en fin a los talentosos escritores que conocí en los talleres de cuento.
Ahora esperaré el próximo año la publicación del volumen de cuentos, junto al ganador de poesía, Jorge Saucedo, de Guadalupe Nuevo León. Desde aquí también una felicitación para él.

AL FINALIZAR LA TORMENTA.




No tengo idea de cómo llegué a esta colonia de obreros que viajan en bicicleta desde antes que amanezca. Abandono el refugio que fue la portería de la vecindad y me alejo. Aire frío en la nariz. Junto al camino, senderos de hojas color ocre que la lluvia arrancó. Arriba, techo de nubes anaranjadas del amanecer, cercano a los de madera y lámina.
Ayer salí de nuestro departamento con lo puesto. No quise traer nada que me lo recordara. Esperé en la esquina un taxi que llegó después de media hora. El que volvió a empapar mis zapatos con el lodo de un bache, que me llevaría a casa de Fabiola –no pensaba regresar con mi tía y sus “no quería decir te lo dije, pero te lo dije” que entre sonrisas, muestran su placa de dientes perfectos–. Bajé frente al zaguán plateado lleno de grafittis negros. Dos billetes en la mano del conductor, “quédese con el cambio”. Sacó el brazo antes de dar vuelta en la esquina. Toqué el timbre una, cinco veces. Me cansé de llamar, mi amiga no vive donde recordaba.
Caminé hasta esta vecindad. Me senté junto al portón. Del interior salieron varios hombres con bufandas cubriéndoles la nariz. Subieron a sus bicicletas sin detenerse. Había dejado de llover. Venus se encendió junto a la luna. En la acera, dos sombras cosidas a mis pies; el alumbrado público. Miré mi reloj, faltaba muy poco para las once. A las once sonó la alarma de una fábrica lejana. Varios hombres regresaron pedaleando sin prisa.
Pies que golpeaban las baldosas del patio. Escapó un grito. Otro. Madera azotada. Cerré los ojos. Dientes apretados. Tapé mis oídos. No podía soportar, tampoco moverme. La cabeza me estallaba, giraba sobre mis hombros. Voces y pasos mezclados. Pulsaciones a cada lado de la frente. Los portazos rompían mis tímpanos. Cada ruido se entrelazaba con su doble. Las imágenes frente a un espejo de tiempo.
Una niña corre. Se detiene antes de llegar al portón donde la observo. Tiene las piernas llenas de lodo. Los zapatos mojados, sus pies nadan dentro de ellos. El vestido rosa no la protege de los golpes del viento. Rostro sucio de nueve años, cabello largo en desorden, lágrimas bajo sus ojos negros. Ella soy yo. Soy yo. Soy ella...
Una voz dentro de mi mente... “¿Qué tienes nena?”
No es nada, sólo que papá ha vuelto a pegarle a mamá. “¿Y qué vas a hacer?” Quisiera defenderla, pero soy muy pequeña. Él le pidió dinero para comprar caguamas. Se ha tomado cinco desde ayer, quién sabe dónde le caben tantas. Mami trabajó toda la semana hasta tarde para juntar lo de la renta.
La niña solloza. Espalda contra la pared descascarada. Un abrazo. Intenta callar ante la portera (reprimo lágrimas en el pecho de señorita del DIF). No puede. No encuentra refugio en el estambre olivo del chal. Los vecinos entran derribando la endeble puerta de lámina. Dentro se oyen gritos, forcejeos: “Pa’qué se meten, ¿quién chingaos los llamó?... ¡Fuiste tú pendeja!... ¡Suéltenme cabrones!...” El público fuera del portón es cada vez más numeroso. Únicamente yo permanezco con los ojos cerrados, aunque no ajena como quisiera.
Entre dos hombres sacan a su papá. A mi papá lo llevan a la delegación. Los cargan de los brazos. Sus pies abren surcos en el lodo. Tras ellos, una mujer intenta esconder su cara amoratada con las mangas sucias del suéter. Las ojeras de mamá entre mechones pajizos de cabello. Lo defiende. Llora. Toma de los hombros a los policías y los jala del uniforme, “nomás era un susto, ¿verdad que sí?”, sonríe nerviosa, observa a los vecinos.
Intento hablarle. Preguntar algo que nunca me quedó claro: pero mamá, si te pegó. Tú dices que te caíste siempre que te pega, ¿por qué lo defiendes? Tengo nueve años y estoy llorando. Nadie hace caso de mi voz.
Intenté consolar a la mujer del rostro amoratado. Puse mi mano sobre su cabeza entrecana. Ella se volvió intentando sonreír y yo regresé a sentarme fuera del portón. No era mamá.
–No debes quedarte aquí. Ven conmigo, estarás mejor.
La niña siguió a la mujer que la llevaba de la mano. Se perdieron detrás de una puerta. De nuevo todo quedó atrás. La noche cubrió voces, pasos. Al fin pude abrir los ojos y respirar tranquila. El dolor en las sienes se diluyó. Unas gotas finísimas volvieron a resbalar por paredes y techos, sobre la tela roja de mi impermeable. Sentí algo de calor entre el frío. Zapatos marrón con la plantilla asomándose por la punta, junto a mí. Levanté los ojos, una mujer de cabello desaliñado. Era la portera, me ofreció un rincón para pasar la noche, té de tila.
–Gracias señora, pero tengo que irme.
Dijo que la siguiera.
–Por la mañana podrá irse, señorita. Ahora es peligroso–. Unas risas y el ruido de botellas descorchándose me hicieron entrar en su cuarto, detrás de ella.
Tomé el líquido humeante. Se alejó con el pozuelo vacío y la espalda cubierta con el chal. Me acomodé en un sillón. El impermeable rojo de cobija. Las rodillas dobladas. La niña del vestido rosa estaba sentada a la mesa, sus pies sin alcanzar el suelo. Remojaba un pan dentro de un pozuelo igual al mío. Intenté sonreírle, pero no tuve valor para encontrame con sus ojos. Me miró, había dejado de llorar. Sus párpados estaban enrojecidos, hinchados. Al acercarme, liberó las lágrimas que retenía. Su rostro se deshizo entre mis brazos. Voy a cuidar a mi mamá, dijo sin que el llanto le impidiera tejer la frase completa, mientras crecía hasta convertirse en una mujer de veintisiete años, egresada de ingeniería química. Yo volví a ser esa niña de nueve años que aparenta ser más pequeña, que aunque intenta ser fuerte al ahogar sus sollozos sobre el pecho de la universitaria, le moja el saco negro con sus lágrimas.
Regresé al sillón y dormité durante toda la noche. Un hormigueo constante recorría mis piernas desde los tobillos. Abría los ojos con cada tic-tac del pequeño reloj de pilas colocado sobre una cómoda. Los cerraba queriendo eliminar cada recuerdo que asaltó mi mente.
No pude.
Ayer llegué tarde de trabajar. El día fue fatal. Los resultados del análisis del lote de ácido se perdieron. Mi jefe gritaba, perdió el avión a Estados Unidos. Las diez horas en el laboratorio se convirtieron en años. La salida no fue mejor. Gruesas gotas de agua se estrellaron en el parabrisas. Fuera del estacionamiento ningún auto se movía. Los cláxones no paraban de sonar. Me uní a ellos en su intento por acelerar el tiempo.
Encendí el radio. Tenemos información de que hubo un accidente en el boulevard Hermanos Serdán. Al parecer un autobús se estrelló contra la reja de la Normal. Todavía no sabemos si hubo lesionados. La lluvia también provocó una carambola. Elementos de vialidad ya están en el lugar de los hechos. A los automovilistas que se encuentran en la zona les recomendamos tener precaución y paciencia, escuché entre estática en el noticiario. Así que un accidente convirtió la calle en una sala de conciertos. Cambié de estación. Tropicales, inglés, radio hablada... Preferí apagarlo.
Mis dedos tamborileando en el volante. Un claxon. Gotas frente a los triángulos de luz. La fila no podía avanzar. Me estaba poniendo nerviosa. Hace dos meses que intento dejar de fumar. Cuando empezó mi afición por el cigarro, mi tía me decía: ¿por qué no lees las letras chiquitas hija?, dicen que es causa de cáncer y enfisema pulmonar. Como si no lo supieras. Aun así fue imposible dejar de pensar en el humo fabricando entramados que ascienden y se deshilachan con el viento. No pude evitarlo. Mi mano abrió la guantera esperando encotrar la cajetilla que había dejado hace una semana. Copia de las llaves del zaguán. Papeles del laboratorio. Una botellita de vodka de doscientos mililitros semivacía. Abrí la ventana y la arrojé, golpeó el cofre de un auto antes de romperse en el asfalto. El conductor gritó algo que no pude entender (otra vez una méndiga botella). Nunca encontré los cigarros. ¡Diablos! El semáforo en verde. Con una linterna, el de tránsito me indicó que podía avanzar. Estaba cerca del departamento. Hundí el acelerador al tener frente a mí la calle despejada.
Observé la ventana casi oscura, las cortinas sin cerrar. Un resplandor temblaba. Me costó trabajo abrir, la lluvia había apretado la chapa. El pasillo vacío. Por debajo de las puertas escapaba luz. Subí las escaleras hasta el tercer piso arrastrando los pies. En el último descanso me quité los zapatos.
Abrí la puerta y encendí la luz.
Entonces algo conocido, remoto, volvió. De cada rincón se desprendía el olor a alcohol, a tabaco. La televisión al máximo volumen. Envolturas metálicas tapizando la alfombra. Ceniceros cundidos. Botellas sobre la mesa de centro y entre mis manuales del laboratorio manchados de grasa. Vidrio ámbar y verde con bordes puntiagudos. Largas. Cúbicas. Aunque no quisiera me sé casi todas las bebidas que contuvieron. Tequila, vodka, ron. Los disparos en la película no cesaban. Y desparramado en el sofá, él. Zapatos mal puestos. Camisa de fuera. Cabellos en desorden. Me miraba con los ojos todavía enrojecidos. “Lily... sho...” Las palabras enredándosele en la lengua. Di un portazo.
Entré en la recámara. Otra vez azoté la puerta. Él no tardaría en aparecer, lo conozco. Cada fin de semana que lo sorprendo ebrio se repite la misma escena. Seguí mi rutina de cuando llego del trabajo: guardé mi bolsa, sentada frente al tocador, comencé a desmaquillarme. Miré el fondo del espejo, que me devolvió mi habitación invertida y su figura apoyándose en el umbral.
–¿Qué tienes?
–Nada... Hombres. Se creen que con diez litros de etanol en la cabezota son más hombres... Imbécil.
–¿Qué dijiste?
–Lo que oíste.
Silencio. Se acercó trastabillando, con las manos crispadas. Me empujó a la cama, la colcha roja de estampado escocés revuelta. Desabrochó su camisa. Busqué con la mirada algo con qué defenderme. Rodé hasta llegar junto al buró. Tiré la lámpara. Un bolígrafo, libreta de direcciones. Allí estaba, en el suelo. Una botella de cristal verde que terminó hecha añicos sobre los grabados de la cabecera. La empuñé con ambas manos. Temblaban. Las astillas lo apuntaban. Parecían trozos de metal atraídos por el campo magnético de su cuello. Cada vez más cerca. Rozaban las venas saltadas. Era el grueso cuello de papá. Era su cuerpo de enorme barriga, sus barbas crecidas durante las tres noches de juerga. Con la actitud de siempre que regresaba: quiero el dinero, dámelo o lo busco. Pero yo no era mamá. No permanecería a su lado. Yo no abandonaría a la niña. No iba a permitir que cada noche me hablara a golpes. Yo me defendería. Si era necesario lo degollaría. Un poco más cerca. Sólo un poco más cerca...
De pronto se evaporó. Apareció mi novio en su sitio, en su tiempo. Delgado, la camisa abierta. Temeroso e inmóvil. La espalda contra el espejo del tocador, queriendo zambullirse. Ojos desmesuradamente abiertos. Los efectos del alcohol se evaporaron. Vi que al otro lado del tocador mi arma cortaba las venas de su cuello. Su cuerpo de enorme barriga caía, enrojeciendo con su sangre la alfombra de la otra habitación, también mía. Yo jadeaba. Mi mano rompía sobre su rostro todas las botellas que encontraba. No quería que en ese montón de carne deforme reconocieran a mi padre. Después de llorar ante su rostro desfigurado, destendía la cama y lo cubría con la colcha. Me alejaba dejando la puerta abierta y una veladora encendida.
Pero de este lado no era papá. No... Dudé.
Sólo se escuchaba nuestra respiración agitada y en el pasillo, una llave entrando en una cerradura anónima.
–Lily, bájala por favor. Tenemos que hablar–, se defendía extendiendo un brazo frente a su rostro.
Lo imaginé junto a sus amigos de la universidad como en otras reuniones en las que estuve presente. En lugar de terminar la tesis, necesaria para un ascenso en la farmaceútica, hablaban de sus experiencias después de concluir las prácticas profesionales. Arrasaban con el licor y las frituras del OXXO de la esquina. Seguramente salieron del departamento arrastrándose como si no tuvieran piernas, dejando detrás una huella continua de alcohol.
Para mí no había nada de qué hablar. Solté la botella rota y salí de la recámara. Dijo algo pero no le entendí. Tampoco me interesaba. Un nuevo portazo.
Desde la esquina, vi su sombra alejarse y volver junto a la ventana más de tres veces. Correr las cortinas, asomarse. Una canción que no pude reconocer en el radio. ¿Qué estaría haciendo? Sonreí, creo que de veras lo asusté. No sería capaz de seguirme. Hasta que varios mechones revueltos cubrieron mis ojos, me di cuenta que estaba empapada. Me puse el impermeable que llevaba bajo el brazo.
Lo conocí en la facultad de ciencias químicas. Yo, en la fila que esperaba ante una de las ventanillas. Iba a inscribirme. Él caminaba hacia la salida. Me apartaron mi lugar desde las seis de la mañana, si no, escuché que decía. Volteamos al mismo tiempo. Le sonreí abrazada a la documentación.
Después de mi examen profesional, de la deliberación, asomaba los ojos entre los hombros de los miembros del jurado. Observaba mi traje azul marino y beige, usado por primera vez. El rostro expectante. Aprobada por unanimidad. Me abrazó junto a mi tía, también emocionada. Ella lloraba, besaba su medalla de la Virgen de Guadalupe. “Gracias, gracias Dios mío...” Apretaba la cadena plateada. La celebración, música y comida para tres en el departamento.
Ocho de la noche. Habíamos apagado el radio, era hora de la telenovela de mi tía. Los platos untados de salsa en el fregadero. Siete cervezas habían sido suficientes para hacerlo reír sin parar. Su rostro junto a mis labios. Su aliento golpeándome los pómulos, las rodillas temblando. Dimos vueltas y se derrumbó sobre una silla. Felicidades nena. ¿Sabes?, yo también quiero titularme pronto. Haré mi tesis, dijo. No le contesté, tampoco dibujé una sonrisa que festejara el título de ingeniero químico. Mi tía roncaba frente al televisor encendido, con las manos en el regazo y la cabeza reposando en su hombro derecho. Yo sólo tenía nariz para el aliento etílico, ojos para su posición: chueco, piernas abiertas y brazos caídos. Casi dormido, pese a los gritos de la protagonista de la telenovela, que no quería ver de nuevo a su galán, quien capítulos antes la engañó. El mío bostezó. Un beso robado dentro de la pantalla. Mi tía se acomodó en el sillón. La cubrí con su abrigo.
Salí al patio. Un ruido, no supe si en la telenovela o producto del golpe de un cuerpo contra el piso. Quería ver la luna, era el día en que estaba más cerca de la Tierra. Sentada al pie de las escaleras, pensé en mamá. Aunque me negué, en papá. Sentí que él me había acompañado. Que estaba presente en el aliento de mi novio. ¿Por qué? Volteé. Casi podía alcanzar un cráter con la mano. La luna, agujero blanco incrustado en lo negro del cielo sin estrellas. Luminosidad lechosa: nubes. En el departamento, la televisión enmudeció. Una voz ranchera cantaba, otra le hacía los coros más desafinados que he oído. Sentí sus vibraciones viajando por el barandal.
Cuando acepté vivir juntos un tiempo antes de casarnos, sin querer, me convertí en mamá. Él en papá.
El aire difumina las nubes, ahora blancas y de contorno amarillo. El sol calienta, evapora el agua de lluvia. Empiezo a sentir calor, la falta de alimento en el estómago. Preguntando a las mujeres que llevan niños de la mano, llego a la avenida principal. Aquí sí conozco, los camiones que van al centro no paran hasta la gasolinería. Todavía debo caminar diez calles y no hay una tienda abierta. Me gustaría tener un cigarro. Las copas de los árboles son trinos de aves despertando. Del asfalto húmedo asciende vapor. Volteo, no se ve un solo autobús.
Llego. Compro unas galletas en el OXXO.
–¿Algo más? –El dependiente me mira detrás del mostrador, tamborilea los dedos.
Volteo a ver las cajetillas de cigarros. Humedezco mis labios. Cuando voy a contestarle recuerdo que intento dejar de fumar.
–No, gracias.
Los empleados de la gasolinería, uniformes kaki, llenan tanques. Aparece el transporte que me regresará al departamento de mi tía –a sus acostumbrados “te lo dije, Liliana. Te advertí que él no sería capaz de olvidar su vicio por ti. No quisiste escucharme, allá tú”. Ni hablar, le concedo la razón.
Subo con las cuatro monedas para el conductor en la mano y mi desayuno en la bolsa del impermeable. El autobús no avanza, espera que del cielo le caigan pasajeros que lo conviertan en una lata de sardinas. Al fin, después de que los autos en la gasolinería desaparecieron y que piernas, brazos y dedos se rozan en el pasillo, nos vamos.
Calles conocidas empiezan su desfile detrás de la ventanilla abierta. Un hombre duerme con la cabeza junto a la mía. Lo empujo e intento cerrar. Nos detenemos. El semáforo de la esquina de mi departamento. El camellón con el árbol donde grabé su nombre para celebrar el inicio de una relación seria, de algo que tal vez culminaría en matrimonio.
No sé si seguir hasta la casa de mi tía. Me asomo. La sombra que estaba junto a la ventana anoche desapareció. Cuando voy a decidir si bajo, la luz verde nos indica el turno de avanzar. Al levantarme, empujo al hombre que dormitaba. Alguien toca el timbre para mí. “¡Bajan!”, gritan los pasajeros que se apiñan en la puerta trasera. El chofer disminuye el volumen de su radio, “¿van a bajar?”, pregunta y abre. Al poner un pie en la acera, el camión arranca. Camino esquivando los charcos que quedaron de la tormenta de ayer. La alcantarilla está destapada. Huele a amoniaco. Atravieso la calle y acaricio su nombre tallado en el árbol. Todavía no sé si degollarlo o echarle los brazos al cuello.
El zaguán frente a mis ojos. Un jetta rojo se acerca. Reconozco sus placas. Se abre la portezuela. Pude comprar cigarros, pero ya no tengo ganas de fumar. Quiero dejarlo. Pantalón de mezclilla con una mancha roja. Tomó de nuevo, cada fin de semana lo tengo que soportar. Que perdonar. Baja con una bolsa de plástico en la mano. Tensa, en forma de cubo. “¿Y qué vas a hacer?”, una pregunta para una época diferente. Para una situación parecida. Es tequila. Se repite el cuestionamiento: ¿qué vas a hacer? No lo sé, no me preguntes lo que todavía no sé...
Trato de esconderme entre los árboles del camellón, pero él me descubre. Deja su bolsa en el suelo. Nuestros ojos se encuentran. Él sonríe. Levanto la mano.

Tuesday, November 01, 2005

II ENCUENTRO DE MUJERES QUE ESCRIBEN.

Se realizó la semana pasada, en el Centro Histórico de la ciudad de Puebla.
Antes de las dos de la tarde, las autoras que leyeron y hablaron sobre su obra, lo hicieron sobre temas, no podría decir que típicos de mujeres, pero sí muy cercanos a ellas: el lugar donde nacieron, tal vez algunas incluyeron en su obra algo autobiográfico; es decir, temas parecidos. A las doce del día llegó el turno de Beatriz Meyer, nacida en el D.F., quien también utilizó un pasaje de su vida como pretexto para escribir, pero de una manera diferente a las anteriores. Algo violento. Leyó la introducción de una novela inédita, que se basa mucho en el pelo (cabello) de las mujeres para describirlas y desencadenar acciones. Algo diferente de las anteriores participantes.
Luego llegó mi turno. Confieso el pánico escénico, las manos heladas, húmedas, algunos tartamudeos, no sabía bien cómo empezar. Leí un cuento también muy diferente a los anteriores: nada de autobiográfico y sí una preocupación por la isla de Puerto Rico y uno de mis cantantes favoritos, Robi Draco Rosa. El cuento, Vieques, narrado en primera persona, refirièndose a una segunda. La esposa de Draco, que se queda sola, esperándolo, mientras Robi está desaparecido después de la completa ocupación de la isla de Vieques por la marina norteamericana. Intercalo música, las canciones de él, su afición por la pintura, la lectura de Rimbaud. Creo que les gustó a todos. Luego el pánico escénico se fue (claro, ya había pasado al patíbulo, je, je).
Después de la comida, de nuevo a las lecturas, algunas hablaron más de por qué escribían, qué libro estaban por publicar o los publicados anteriormente. Una autora llamada Eve Gil, que confieso no conocer de antes de esa ocasión, leyó un cuento que dobló de risa a cada uno de los presentes, entre los que se encontraban muchos alumnos con libretas sobre las piernas y mochilas: los llevaron a hacer tarea, pobres.
Me emocioné al participar en algo así, y desde ya estoy apuntada para el siguiente año.
Un saludo.