Sunday, October 25, 2009

UN PASEO POR LOS LIBROS


No bastan las horas que van del mediodía al anochecer, ni llevar zapatos cómodos o una bolsa grande, resistente. Hacia donde se voltee son lonas y mesas cundidas, cartelones amarillo fluorescente, anaranjado, letras y números negros, gruesos, en lo alto. Son las mesas de oferta, es la Feria del Libro del Zócalo. Editoriales y librerías repartidas por toda la plancha, rincones de poesía y representaciones teatrales, circenses, estatuas vivas y hasta la Catrina, que por estas fechas empieza a recorrer las calles para ver a quién más le arranca el vestido y lo deja en los huesos.
Recorrí el zócalo hasta que mi pulso se mudó a los zapatos –tenis, para caminar mucho, cómodamente, que terminaron dejando pasar la dureza del cemento–, hasta que el sol se empezó a despedir del día. Las carpas blancas se ven desde varias calles antes. Ríos de gente, muchos preguntando por un título en específico, la mayoría recorriendo los espacios para encontrar el libro de rebaja, o el que todos tienen en la mesa de noche. En el primer stand se exhibían gangas en papel fluorescente. Pamuk, Lobo Antunes, el Che, Fidel Castro, a treinta pesos (¿¡treinta pesos?!), diccionarios enciclopédicos por cien. Literatura, historia, política, biografía, obras de referencia. La bolsa creció en peso y ancho pronto. Como muchas durante ese día y los días pasados. Encontré el lugar del Fondo, de Random, de Tusquets, de Planeta, Siglo XXI y Anagrama, las respectivas mesas donde el libro tiene la mitad de su precio, la tercera parte. En lo alto, cartelones anunciando veinte por ciento menos, treinta menos. Y la gente hojeando. Mucha. Sí, el asunto aquí es poner los libros cerca y al alcance de los lectores.
En el zócalo también hay sitio para las editoriales independientes, las que ofrecen libros hechos a mano, papel lleno de pliegues portando poesía e ilustraciones a más de una tinta, los que encierran lecturas para esa tribu urbana de piel muy blanca y ropa muy negra, las que no ofrecen un catálogo comercial. Me encontré conmigo en el acervo editorial de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, un espejo de tapas color arena y ochenta y cuatro páginas donde una mujer no permite que la alcancen –fue emocionante.
Además, en la feria cabe la palabra con soporte de aire, salida de un cuerpo vestido con pintura blanca, mallones, corbata y lentes, que espera a quien le extienda un papel tomado del sombrero a sus pies. Y entonces le roba unos instantes de vida al fragmento que lee para luego regresar a la inmovilidad.
Junto a esa vida caminó también la figura de la muerte de Posada. Un hombre robusto, de cara blanca y encaje en la falda y el sombrero. La Catrina, pidiendo la “calaverita” y así posar frente a la cámara del celular en completo silencio. Apenas los ojos un movimiento de cabeza. Sí, a cada quien le llega la cita con la Flaca. También al encuentro con los libros de este año, prolongado por la enorme marcha de los electricistas, a quienes agradezco el haber encontrado feria en martes.

Friday, October 23, 2009

ABONO PARA LÁGRIMAS (REZA POR MÍ)


No. No es meter a la fuerza una maleta en el anaquel más cercano. En uno pequeño, donde se aferre hasta con las uñas en cuanto queramos sacarla. No. En realidad el surco es el mismo, ambos extremos prolongación uno del otro. Y entonces cabe la palabra como si el espacio se hubiera creado para ella. La tierra de la vida y de la muerte es la misma. Es espejo. Basta mirarse. Basta tocarlo. Basta romperlo. Y estamos del otro lado. Entonces somos nosotros, a quienes abandonan para ir al otro lado del surco, los remitentes del sobre con escasas tres palabras. Y metemos esa súplica en el bolsillo del pantalón del que se va. No se trata de un Quédate por favor, de los jaloneos y gritos y portazos. Es el Reza por mí bebé, casi niño, apenas llega a la estatura de murmullo. Sostenemos la mano, la apretamos, de todos modos se rompe. No esta hecha de piel y huesos, sino de cristal. Es una nada transparente y débil y temblona. Ahora estamos solos. Nos queda la sangre en los dedos, la voz en lo alto, la silueta dentro de la memoria, en algún incierto papel fotográfico, perdido entre inciertos papeles fotográficos, una promesa dentro de la mirada muerta –rezará por los vivos–. Aunque en verdad quisiéramos ese cuerpo cerca. Muy cerca, respiración con respiración. Sonreímos; por lo menos un pedacito nuestro se va con él (ella). Es entonces o luego cuando llega el fertilizante. La publicidad: Te fuiste tú también, completo, no un pedazo nada más, eres un rincón hueco que debe llenarse. Reza por mí, repite. Reza por mí. Gotea, sopla, gotea… Un suspiro vencido. Es nuestro y no lo sabemos. El avivador de crecimiento viene de una tecnología que da a luz objetos redondos y sin centro, brillantes, que sin embargo no alcanzarían a alumbrar un diminuto cuarto de castigo a media tarde. Sí, nos dice el infomercial, aplícalo, las gotas y el aliento trabajan alternativamente, acabarán por vencer la piedra, mira, lo dice en la garantía, vale hasta la caída de las ciudades y si no es de tu entera satisfacción te devolvemos el triple de tu dinero, pero funciona, basta dar vuelta al tapón y verter el contenido, a solas el efecto es doble, hazlo, pruébalo, y pronto verás un brote de llanto al fondo de la garganta…

Thursday, October 01, 2009

DORMIR, SOÑAR...


Festejar porque ganamos la lotería, comandar un barco en el siglo XV, escuchar el canto de las sirenas, apretar la mano de alguien que no hemos visto desde la infancia, la secundaria o el empleo anterior, o desde que le arrojaban claveles entre paletadas, rezos y pañuelos negros, todo ello mientras tenemos los ojos cerrados y el despertador está a uno o dos segundos de hacernos brincar… Actos que caben dentro del amplio país de los sueños.
De este territorio se han trazado varios mapas: desde el psicoanálisis, desde libros de dudosas interpretaciones llamados diccionarios de los sueños. Desde la literatura, la narrativa, como lo hace Alejandro Badillo en su primer libro, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro. El autor nacido en la ciudad de México tiende sus coordenadas entre dos ejes: la atmósfera y el lenguaje.
En Ella sigue dormida, Alejandro fija ocho puntos en el plano, ocho cuentos donde el personaje central es la atmósfera.
Desde la portada, trazos que forman un rostro verde azuloso y rosa, hechos con óleo y espátula, nos invitan a pasar de puntillas, buscando con los pies el sitio donde el tablón no cruja. El dedo en mitad de los labios, clausurándolos, es una petición de silencio, casi una orden, porque más allá flota un aliento acompasado que podría alterarse con nuestra presencia. Porque allá, entre inciertas sábanas y almohadas de plumas, alguien duerme.
Y entonces entramos. Las páginas susurran. Primera, segunda, tercera persona. A veces no sabemos de qué lado de la frontera estamos, como en el cuento Cortometraje, donde el sueño se proyecta en una pantalla cinematográfica y la segunda persona nos habla como si de una conciencia se tratara. En él volvemos a ver a una persona muerta hace casi cinco años, ya que este texto es uno de los ejercicios que a manera de tarea dejaba el escritor tlaxcalteca–poblano Alejandro Meneses en los primeros tiempos de la SOGEM en la Casa del Escritor.
Las imágenes vertidas en los sueños no pueden controlarse. En ellas mezclamos deseos con lo que nos pasó ayer en el trabajo, por ejemplo, y se lo contamos a un antepasado, a un amigo de la adolescencia que se hace más joven mientras nosotros envejecemos. Y Alejandro lleva este aspecto al extremo opuesto en la Historia del durmiente despierto. En torno al personaje, el autor levanta una casa, una especie de prisión en la que las posibles entradas–salidas parecen cambiar de sitio y permiten el tránsito de otros soñantes, quienes se encuentran allí de paso. Aquí, el sueño ha controlado a Abou–Hassán, constituyéndose en algo parecido al Palacio de los sueños, del albanés Ismail Kadaré. Pero a diferencia de la novela publicada en 1980, este Tabir Saray no es un edificio que se pueda encontrar en la calle, al que se lleven documentos con el sueño y el soñante escritos, sino que está inserto dentro del personaje y se construye a sí mismo.
Así, al avanzar páginas, nos encontraremos con dobles que atraviesan el espejo, en un hotel, para luego desaparecer del centro comercial antes de su apertura, con el sueño en traje azul, vuelto sombra que deambula en los pasillos de un hospital y traga cápsulas para no recordar cómo mató a su madre, con el Gran Último Sueño –la muerte– vestido de bruma que vigila desde un nosotros cada paso del náufrago en una isla, guardando al mismo tiempo su posible pasado y su seguro porvenir. Tropezaremos con atmósferas de aguas turbias, como en las que nada Tony Curtis, el pez del reconocimiento en el consultorio, con imágenes que tal vez se entretejan en nuestra almohada, por la noche, para que soñemos que alguien nos observa desde un árbol del jardín que compartimos con los vecinos, muy cerca de nuestra ventana, mientras seguimos dormidos.