Friday, February 22, 2013

LOS MISERABLES


Debo admitirlo: dudé un poco –sólo un poco– antes de ir al cine para ver “Los miserables”. ¿La razón?; me intimidó la avalancha de comentarios negativos, que va de pesada o aburrida hacia arriba. Insufrible. No podía creer que de verdad fuera tan mala; estamos hablando de la obra cumbre de un autor clásico, atemporal, como lo es Víctor Hugo.
Asistí cargando con ese pequeño temor. La primera vez con mi papá, el domingo posterior a su estreno en México; la segunda, el miércoles siguiente, con una amiga. Sí; me gustó tanto que ya la vi en dos oportunidades (por cierto, en la primera se equivocaron en el cine, empezando a proyectar “El vuelo”). La segunda, mi amiga contó seis personas que abandonaron la sala.
A este respecto he leído algunos comentarios, varias críticas. Tal vez al espectador le molesta que la totalidad de la cinta sea cantada. Pero se trata de un musical, y no puede ser de otra manera. Se habla poco, la música, las canciones, ocupan la mayor parte de la trama. Así es en “Jesucristo Superestrella” o en “El fantasma de la ópera”, por ejemplo, ambas de Andrew Lloyd Weber: los diálogos se insertan en una banda sonora porque así es un musical.
Sobre los calificativos de insufrible y exagerada, me parece que no están tomando en cuenta el origen de la obra, no del musical, sino de la novela. Escrita en 1862, se trata de la obra cumbre de uno de los máximos exponentes del romanticismo. Releyendo la introducción a los Cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont (editorial Cátedra, 2001) encuentro que a esta corriente literaria se le califica de insurrección, “insurrección romántica”, que surge en un siglo marcado por las insurrecciones como una protesta contra el llamado “siglo de las luces”. Así, la exaltación de los sentimientos y la fe se contraponen a la razón, a la “muerte de Dios”, hay algo de inacabado en una creación inserta en el romanticismo, algo de imperfecto y mucho de rebeldía. A partir de estos antecedentes, se torna comprensible la exageración con la que se tilda “Los miserables”–que, por otro lado, a mí no me lo parece.
A la rebeldía, a las insurrecciones, Víctor Hugo opone una fatalidad sin medidas, de tan grande: las autoridades sofocarán la rebelión de unos solitarios estudiantes. Existe atemporalidad en este aspecto, tanto en la novela como en la adaptación cinematográfica del musical, aunque el nombre sea diferente la esencia es la misma, ¿o no hay fatalidad y batallas perdidas en los fraudes electorales, en la criminalización de las protestas, por ejemplo, en las denuncias a las que las autoridades prestan oídos?
En el aspecto literario, la película refleja por completo las características de la corriente de la que proviene. En cuanto a la realización, tampoco me parece tan defectuosa como he leído. La primera toma, cuando la cámara sube desde debajo del agua para enfocar a los hombres asidos a las cuerdas, y su combinación con la música, para mí, es una bien lograda metáfora de la fatalidad que mencioné antes: ella va a engullir a quien se le oponga; sin importar qué tan esforzados sean los hombres, la fatalidad siempre va a terminar aplastándolos.
Esta ausencia total de esperanza se refleja sobre todo en la interpretación de Anne Hathaway. Y no es que “llore bonito”, como he leído en algún blog. Pareciera que quien eso escribe nunca ha visto volverse aire o ceniza una meta, un sueño, que aún no tropieza con ninguna frustración. En el rostro de Anne se refleja un abandono sin remedio, mientras canta un I dreamed a dream roto por la tristeza de Fantine, que se vuelve más profunda al recordar tiempos pasados: “entonces era joven”, dice la letra del tema, convirtiendo la juventud en un territorio lejanísimo, no tanto por la edad sino por la absoluta ausencia de las esperanzas propias de tal época. En un momento, hacia el final de la canción, el rostro de la madre de Cossette transmite el horror de ver lo que le depara el futuro (a ella, a los miserables del mundo): la nada, la muerte, más desesperanza.
También es destacable la magnífica voz de los jóvenes estudiantes (sobre todo Enjolras –Aaron Tveit– y Marius Pontmercy –Eddie Redmayne), la de Samantha Barks como Eponina y la de Hugh Jackman. Pero me asombré al ver cantar a Rusell Crowe; él, creo, está acorde con el personaje de Javert (aunque el mejor que he visto es John Malkovich en la miniserie del 2002, donde Gerard Depardieu interpretó a Jean Valjean). El eterno perseguidor del 24061 es un cuerpo cincelado en la roca, inflexible; eso transmite Crowe. Y además no canta mal.
En este aspecto, habría que resaltar el hecho de que los actores trabajaran sin una pista grabada previamente. Difícil, supongo, pero lograron transmitir; la emoción de Marius al saber dónde vive Cossette, la soledad de Eponina, bajo la lluvia, la enorme duda de Valjean (¿debe descubrirse y condenarse o dejar que encierren a un inocente?), la determinación y esperanza inicial con la que los estudiantes se enfrentan a un ejército que, de antemano sabemos, va a aplastar su revuelta –la que queda sólo en un enfrentamiento solitario, en medio de un pueblo temeroso que cierra las ventanas y lava la sangre de la barricada a la mañana siguiente.
Así, me parece una exageración tachar de pésima una obra con música tan bien interpretada y actuaciones que logran emocionar al espectador –que puede llegar a aplaudir al final–. Lo único malo en ella, es el tiempo que tardaron en estrenarla en México. Demasiado.