Wednesday, August 03, 2005

MAÑANA...

Mañana se cumple un mes de la muerte de mi profe, como le decía de cariño, Alejandro Meneses. El mejor maestro, no me canso de repetirlo, ni lo haré. Tantos momentos, recuerdos gratos que tengo de él, su inteligencia, sus cuentos fuera de serie. Lo recuerdo durante la presentación de su recopilación de tres libros anteriores, "Casa Vacía", en un lugar llamado Profética, aquí, en Puebla, bar, librería y biblioteca, los tres en un mismo sitio. Estaba muy contento, leyó uno de sus mejores cuentos, Cuaderno de Viajes. Esa noche tuve la oportunidad de tomarme una fotografía con él, mi papá disparó el flashazo. Es la única, pero aún siento su abrazo. Era una excelente persona, lo admiro mucho. Hoy, como un pequeño homenaje, quiero compartir con todos ese texto, más de sensaciones y atmósferas.

CUADERNO DE VIAJES
Alejandro Meneses

Cuando mi abuelo era innecesario y del todo objetable, granujiento adolescente, se encerraba en la carpintería de su padre –que nunca produjo una viruta– a leer libros de historia, alguna biografía, memorias de hombres, según afirma, “muy europeos y muy exploradores”.
De esa época, quebradiza y solitaria, data el cuaderno que mi abuelo llenó con mala letra. En la cubierta puso el título: Noches en la ciudad perdida de Molicie, en caracteres fuertes, y abajo, firme, su nombre, precedido por un contundente Sir.
Allí, entramadas con sus más antiguos recuerdos, hay citas de libros crepusculares, septentrionales y australes. Viajes de ida y vuelta en tres renglones. Sabanas y glaciares ubicados en mapas de tinta roja. Cordilleras quue se deshacen en nubes lejanísimas, caravanas cuyo periplo consumía generaciones de camellos pardos; sacrificios rituales en al noche del Serengeti, fieras aladas que cruzaban el desdierto de Gobi apareándose en pleno vuelo... y otras alucinaciones de pésima ortografía.
A través de la ventana de la carpintería –donde sesenta años después de escrito leo el cuaderno de mi abuelo– escucho el ruido opaco de la lluvia cayendo sobre el jardín. Entre las tejas podridas descienden hilos de agua y frágiles arañas. En las tardes perdidas de mi adolescencia lo leo hasta que la oscuridad hace imposible descifrar la caligrafía de aquel niño nervioso. Después, guardo el cuaderno, lo envuelvo en una bolsa de plástico y lo meto en un bote que alguna vez contuvo barniz. Recorro el sendero hasta la puerta de la cocina; mi madre escucha el radio mientras acomoda, una y otra vez, sus frasquitos de yervbas y especias. Atravieso la sala en penumbras y subo las escaleras. Toco en la primera puerta del corredor, entro sin esperar permiso.
–¿Le agregaste lo que te dije?– pregunta el viejo, acostado y blanco, tiritando bajo las cobijas, sin quitar la vista de la televisión. Las últimas caricaturas de la tarde. Los cambios sincopados del resplandor de la pantalla lo sumergen y lo sacan de la oscuridad del cuarto.
–Puse lo del Nilo, la ceremonia del gato.
–Se te olvidó escribir la cita de poeta de Nagore...
–No.
–¿La memorizaste?
–Sí.
–Pues dímela.

Extraño la piedad del lirio.
Siento la muerte de las palomas en el patio.

Las hojas de Octubre se arrastran
contra los muros
de la casa que fue.

Mi abuelo se voltea, lentamente, sobre su costado izquierdo, ofreciéndome la espalda. En la penumbra se hace nítida, malvada, la risa del Pato Lucas.

Sigo a mi madre por la casa devastada. Lleva un bote con clavos y tornillos, tachuelas, alambres oxidados. En la bolsa de su delantal hay una botellita de aceite, cinta de aislar, un desarmador, tijeras. Vamos por el corredor de las plantas. Los canarios, entumecidos, se agitan en la opaca luz de la mañana. Los arbustos del jardín gotean la lluvia de la noche.
–Ay, tu papá... trabajaba todas las tardes en esa carpintería y de allí nunca salió nada que sirviera; y mientras, la casa se nos vino encima.
Recuerdo a mi padre, sus trajes azul marino, sus corbatas de rayas blancas, azules, y rojas. Siempre esos colores. Llegábamos juntos de la escuela donde él daba clases de historia en la secundaria y yo cursaba el quinto o sexto año de primaria. Subía a su cuarto aflojándose la coorbata, le gritaba algún saludo a su padre, y bajaba con un overol pringoso: olía a madera, a aguarrás. Más tarde, le llevaba una bandeja con la comida a la carpintería. Llovía otra vez.
Mi abuelo, confinado por sus piernas paralíticas, vivía entre su recámara y el corredor del segundo piso. Dormía toda la mañana y deambulaba por las tardes en su silla de ruedas, siguiendo los surcos que habían quedado impresos en la madera del piso. También yo subía su bandeja y mientras comía, siempre con apetito, lo empujaba de un extremo a otro del pasillo. Pocas veces bajaba –cargado por mis padres, mientras yo me las arreglaba con la silla–, tal vez en la Navidad, por la visita de un amigo al que se negó a recibir en su recámara, cuando hubo goteras en el techo de su cuarto y vinieron los albañiles después de la frustrada intervención de las herramientas de mi padre.
En su mundo de unos cuantos metros, sin embargo, realiza grandes viajes: hoy, por la tarde, debe estar presente cuando Beowulf funde una ciudaden el lugar exacto del Polo Norte mientras exclama, con un gesto de improbable modestia: “Yo soy nadie, y nadie te funda. Eres”.
–¿La ciudad se llamará Eres?
Mi abuelo levantó la vista del libro y me vio, disgustado.
–No, patancillo. Beowulf le está dando a su ciudad el privilegio de la inmortalidad, de lo intemporal, d elo infinito, ¡burro!

Con dedos finísimos mi madre aceita los columpios de los canarios. Pasa un trapo rojo por la cúpula oxidada de las jaulas; en el piso hay un reguero de alpiste y flores de jacaranda traídas por el viento desde el patio vecino.
Bajo la mañana gris, húmeda, almorzamos sentados en las raíces salientes de la higuera. Tacos de huevo y cebolla, atole de arroz con un piquete de canela y clavo.
–Si fundaras una ciudad cómo le pondrías– pregunto.
Mi madre voltea, parpadea. El bulto del bocadodeja de moverse tras su mejilla. Sus ojos se achican, despliegan un mapa de arrugas frescas. Frunce sus labios bellos que culminan en una sonrisa. –Mira– dice, tragando el bocado–, siempre que lo pienso, no encuentro otro nombre que no sea el mío... ¿cómo le van a poner?
Estoy seguro que ella no sabe de la existencia del cuaderno, pero no puedo evitar el enojo que me causa sentirme descubierto tan fácilmente.

–Tú le has contado– tímido, le aseguro a mi abuelo.
–Siempre nos escucha –dice, calándose un sombrero de charro. Sentado en la silla de ruedas, se inclina para ir escogiendo la ropa extrañísima que, de tarde en tarde, ma madre saca del ropero para que le dé el aire. Mi abuelo se la prueba frente al gran espejo del corredor–. Pero no sabe nada. Para ella son pláticas. No te preocupes. Pásame aquella corbata.
En la primera hoja del cuaderno está apuntada una fecha: 15 de marzo de 1929, cuando mi abuelo tenía quince años. Después, con huellas evidentes de haber sido borrada varias veces, la frase de un niño ausente: “Ya veremos”. Y después, muchas páginas en blanco.
–Las dejé así para que las llenara tu padre, cuando tuviera mi edad... cuando tuviera tuu edad. Pero cuando el zoquete me dijo que iba a estudiar historia ¡me lleva!... decidí no contarle nada.
–Pues así te podía ayudar mejor...
–No, no, no... esa historia no me sirve para nada. La prepa se la vivió leyendo, solitario, sin una novia; después casi no estaba en la casa, llegaba tarde, o con amigos, escuchaba música, estudiaba... qué sé yo.
En realidad creo que, tras escribir esa frase más atónita que admonitoria, nada se le ocurrió, y dejó esas páginas en blanco para escribir una introducción en mejor momento. Hojas más tarde copió, sazonándolas con fiebre, líneas de la Enciclopedia Británica, reprodujo el mapa de París circa 200 a.C. (“Antes llamado Lutecia. Los galos peleaban contra las ordenadas tropas romanas con el lodo del Sena hasta la cintura”). La ruta que siguió la flota de Magallanes; comentó las costumbres de los monos arborícoras del Congo; escribió un poema a las venturosas piernas de una hermana de su madre; reseñó el día en que le fue arrancado un diente sano –en medio de la tremolina de un ataque zapatista en Ixtengo, Tlaxcala– por un dentista beodo, poco después colgado en un poste de telégrafo porque no pudo recordar cuál era su nombre.
El cuaderno llegó a mis manos por sus manos. Un día de mayo hizo que lo llevara a la carpintería. Mi padre, su hijo inútil, apenas muerto en ese entonces, había techado el derruído cobertizo del jardín con láminas de cartón y chapopote –para guardar trastos estorbosos y sus libros viejos– y recordó que esa era la carpintería de su abuelo. Decidió consumir sus últimos años en ella.
–Tu padre y el mío construyeron una carpintería y nunca hicieron un carajo– me dijo, mientras hurgaba en trastos oxidados–. Yo lo guuardé por aquí... de una carpintería a otra... dinero por nada... ¡me lleva!
De un bote sacó un envoltorio, se chupó el dedo rasguñado y canturreó: “Yo quiero olvidarte con este olvido fiero...” Me entregó el cuaderno después de soplar las cubiertas, sonriendo. Impulsó las ruedas de la silla con sus manos morenas, salió a la tarde luminosa que, sin embargo, soportaba nubes cargadas de lluvia en el oriente, por Altzayanca. Me quedé leyendo el cuaderno. Esa noche me dio instrucciones. Cada tarde, después de comer, debía anotar en el cuaderno lo que él soñara o pensara la noche anterior. Siempre serían apuntes de viaje. “Incluyen cosas vistas, personas con las que he platicado y lo que me han dicho. Pero antes de eescribir debes pensar que fue cierto”.
Poco a poco, escribiendo lo quue mi abuelo me decía, adquirí la indemostrable certeza de que en el fondo de los objetos, del tiempo, de la gente, algo que no es ellos, susurra otra historia; todo, aunque no lo sepa, tiene una opinión diferente de sí mismo: una vida, una palabra, un hecho que no es igual a lo que es.

Festiva y estival llegó la tarde siguiente: “Tuve un hijo en la tierra Fértil de la Media Luna –dijo el viejo, desmenuzando el pan de la comida que le serví en la cama–, de pómulos salientes y adorador de los lirios. Fue rey de los caldeos, también. Los llevó a la guerra y la ganó con ellos. Ahora es viejo, como yo”. Lo transcribí al pie de la letra. Como introducción, después de la fecha, describí el sabor del pan que comía mi abuelo, el lento caer de las moronas. Le puuse un epígrafe instintivo: “Arde la tarde al sol del poniente, ven a la escuela del calor”. Se lo leí esa noche mientras presenciaba, en la oscuridad de su cuarto, la tragedia del Coyote y el Correcaminos y él me ofrecía la amplitud de su espalda.
–Falta algo– dijo, encorvándose como un feto.
Y no dijo más. Bajé a la cocina con los trastos sucios de la cena. Mi madre desvenaba los chiles de la Cuaresma, llorando.
–Mis rezos no hacen falta, a nadie le interesan...
Mi primer impulso fue estrellar la loza contra el piso, rasgar las cortinas de florecitas pendejas, decir algo. Lo dije:
–Eres una en la mañana y otra en la noche. Ayer dijiste que estabas de acuerdo en que no entrara a la universidad, ahora te poner a llorar. ¿Cómo se puede confiar en ti?
–Como confió tu padre.
–Pero en mi papá no confió ni su padre.
–¿Y le crees a tu abuelo?
–Le creo a tus canarios– susurré.
Del fregadero subía un olor agrio, guardado. Lavé un manojo de epazote, por hacer algo.
–Dije que estaba bien que lo pensaras en las vacaciones. Además, tu papá no era un inútil, ¿a cuántos escuintles como tú les dio clases y les quitó lo burro? Que tu abuelo no confiara en él no lo hace un inútil...

En la noche alta, mi madre tocó la puerta de mi cuarto. Entró y con ella su aroma de especias. Se sentó a un lado de la cama y abrió el álbum que traía apretado al vientre.
–Aquí estoy con tu papá en el rancho de Altzayanca, el que era de tu padrino Cutberto.
Vi a mi padre hecho todo un jovenazo –la patilla y el bigote, la camisa blanca, la corbata tricolor, el rulo que coronaba su frente–, posando en el patio de una casa blanquísima, reverberante.
–Ésta creo que la tomó mi hermano Tavis... todos mis hermanos lo querían mucho; mira qué grande era la casa; atrás estaba la huerta y más allá, uy, hasta no se ven, estaban los establos y los chiqueros.
Manos lentas sobre rostros antiguos. Un olor de vinagre. Vi fotos que apenas había ojeado, escuché los recuerdos solares de mi madre, historias que no incluían el desastre, ni la pérdida, ni la muerte. Son lejanías guardadas en su corazón.
Cerró el álbum y se irguió.
–Pero lo mejor es esto– dijo mi madre, la nocturna, sacando un cuaderno delgado de la bolsa de su bata. Me lo tendió.
Era la escritura de mi padre, sus iniciales complejas, garigoleadas, el rabo de las letras alargado y fino.
–Era muy bello tu padre...– dijo y se fue, dejando un reguero de fotografías por el suelo.

–Está loca– mi abuelo hurga entre sus dientes los restos del pepino, de la zanahoria; escupe, me mira–. Nada alteraba a tu padre, no tenía sentimientos ni pa tras ni pa delante. Menos la comezón de ir a otro lado que no fuera su pinche pueblo. Nada, el futuro en él se regresaba.
Le había dicho lo del cuaderno, pero sólo que sabía de su existencia, no que estaba en mi poder.
–Mi mamá me contó que ahí escribió las crónicas de los viajes que planeaba cuando era muy joven– le dije a mi abuelo, que ya me había dado la espalda y miraba el televisor apagado.
Pero en el cuaderno de mi padre sólo había poemas. En muchos de ellos, mi abuelo es el tema:

Compra ropa, anciano,
ve al bar, ve a la esquina,
ve tu imagen perfecta:
la pronta vejez tan aquí, tan ya.

–¿Qué voy a escribir mañana?– le pregunté.
–Lo que te dé la gana– contestó–. Ah, pero le pones tu nombre a lo que escribas, no me vayan a confundir contigo.
–Si quieres tenerlo, cópialo– aún dice, aún se pasa la mano por los labios; aún, misteriosamente, es mi madre–. Porque no creas que vas a cosnervar éste.
En las hojas blancas –atravesadas por pálidas rayas azules–, como dije, sólo hay poemas: poemas a las cosas absurdas, a la vida lenta, al horizonte cercano de su pueblo, al padre que no quiso inaugurar una carpintería en la antigua carpintería de su abuelo.
Recargado en el filo de la ventana vi la noche: los últimos niños en el jardín qe enfrenta mi casa, las hojas secas y la basura forman remolinos instantáneos; tendederos y antenas sobre los edificios, el resplandor de los televisores a través de las ventanas. Escuché canciones viejas en el radio. Más allá, en algún lado, tronaban los cuetes de septiembre. Había niños que yo no era.
Con la mañana regresó mi madre de siempre. Dijo “buenos días” y me tendió un plato colmado de huevo con ejotes. Preparó el desayuno del viejo: fruta y gelatina, un pan. Sentí mi alma tersa.

–No sabe nada, cree que su nombre es una ciudad.
El viejo miró una luna perdida en las rodajas de manzana. Levantó la vista y, sin querer, en el fondo, me vio.
–Tú me recuerdas a tu padre. no hay nadie detrás. Un hueco, un vacío, nada, como quien dice.
Empezó a comer con sus dientecillos de rata, sabio, lirondo. Me senté en el sillón donde a mi padre lo había atrapado un paro cardiaco, fulminante, mientras discutía con mi abuelo.
–Piensa– dijo sin prestarme atención; un hilo de baba le colgaba del labio –que hemos convenido que el mundo es descifrable... pero por más esfuerzos que hago, sólo escucho sonidos, algo que equivale a nada.
En la oscuridad provocada del cuarto –afuera el día– escuchaba su masticación menuda, el atroz ir y venir de Tom y Jerry, mi respiración silbante. Pensé, agrio, que Dios sí existía y ese viejo era su embajador y que, entre todos los momentos y todas las circunstancias, yo estaba en medio. Inmiscuido.
–Hay otro cuaderno. Más lento, más tímido, pero cuenta cosas que ni Tarzán... –le dije, pero no separó la vista de la pantalla. Masticó, hizo el silencio.
Después:
–Hoy debes escribir lo que sigue...
Sacó una hoja de papel sedoso de entre las sábans, la levantó, se inclinó hacia su lámpara de viejo. Leyó:

Bestia que tienes al mundo
en forma de niño,
lento hacer, sueño frágil,
cosa amarga pero suculenta:
sólo cuando voy a ti existes.

“Piénsese –leyó mi madre– que las codornices en arroz no tienen los atributos nefastos de la carne roja. Si se acompañan con ensalada de apio y pimiento y ajo en demasía ganan ternura y sabor. Son hermosas”.
El almuerzo, al pie de la higuera, no repetía la receta, sólo al arroz. Le gustaba leer libros de cocina en voz alta cuando comíamos.
Mi madre vio la tarde perfecta que se levantaba sobre el el valle. Mojó un dedo con saliva y lo levantó. “Hoy no llueve”, dijo, riéndose como la adolescente que nunca dejó de ser. Tras ella, en otro tiempo, en la ventana que daba al patio, vi a mi abuelo entre la rendija de las cortinas de su cuarto, atisbándonos en la luz violeta de un mediodía lejano.
–Revisemos el cuaderno de tu padre... este poema, según me dijo, lo escribió cuando estuvo en las montañas de Mongolia. ¿Te acuerdas de ese gorro rojo, tan largo, tan verde?... pues era de allá, siempre estuvo allá, lejos, lejos, lejos... siempre estuvo, siempre fue– dijo mi madre, volteando hojas del cuaderno quebradizo, hasta que encontró lo que buscaba.
El poema repetía, linea por linea, el que mi abuelo me había dictado la tarde anterior.

–Se llamará así, como mi madre– dije a mi abuelo que, apoyado en sus codos nudosos, miraba fijamente la televisión–. Su nombre le dará nombre a la ciudad.
–Tu madre también, lenta pero segura, es nadie. Todo debe terminar en un decir, por lo menos así era en mis tiempos. Mira, tengo algo más certero, olvídate de Beowulf... lo vas a ir escribiendo mientras yo te lo dicto, ya no confío en tu memoria.
Poco más de un año después, mientras se probaba la ropa vieja del ropero, con el gorro tibetano mal encasquetado, el corazón cumplió sus amenazas: se endureció y luego se redujo al tamaño de una nuez. Cuando subí para escribir su dictado, lo encontré en la silla de ruedas, la boca y los ojos abiertos, sorprendido por algo que sólo él podía ver. Lo cargué y lo acosté en su cama, le acomodé el gorro.
Durante las tardes de aquellos meses sosegados, que recuerdo como un solo y larguísimo, extraño día en la vida de mi casa, llené varias libretas con la biografía de mi abuelo. En ella, él nace en un suburbio de Londres, su infancia y adolescencia transcurren entre aventuras picarescas y una banda de gañanes que se reúnen bajo los puentes y en las calles apestosas de la ciudad más sucia de Europa. Luego se embarca con rumbo a Australia para nunca regresar a Inglaterra. Viaja por todo el mundo, a los sitios más inhóspitos, vive mano a mano con la muerte. Es secuestrado en el desierto de Libia y vendido como esclavo; están a punto de sacarle los ojos cuando escapa y cae en poder de una tribu de beduinos. Viaja a la selva del Darién donde se hace millonario, hasta que una revolución lo expulsa de Panamá. Viaja al Polo Norte donde su expedición se pierde y tiene que alimentarse con la carne de sus compañeros congelados. El día de su muerte me dictaría sus viajes por la selva húmeda del África central.
Ahora, como mi padre, ha regresado a esas regiones donde el calor es un mosquito y el frío un mero paisaje blanco. En su biografía no aparecen sus padres, nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca vivió en esta casa y yo, por supuesto, no he nacido. Ni lo haré.




Los versos en cursivas pertenecen al libro En el país de la lluvia (FCE, 1999) de Julio Eutiquio Sarabia.

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