Me acuerdo (cuatro)
Judith Castañeda Suarí.
Hoy necesito un vodka y ¡maldición!, hay ley seca. Necesito una mesa en el rincón, junto a la barra, a una ventana clausurada, con barrotes, necesito el muro con las fotografías del antes y después por donde caminabas, la fuente adosada a la pared. Te necesito a ti. Al gurú, al Meneses, a mi profe de los jueves y los martes y los miércoles del taller, de la oficina.
Hoy sólo puedo imaginar que todavía andas por el centro, que sigues diseñando el suplemento cultural de los sábados, y siempre, acordarme de ti, verte de papel, a través del agua y la sal, sonriendo, en la escalera y con tu Casa vacía entre las manos. Un día de hace más de cuatro años, cuando me tomé la única fotografía contigo.
Y me acuerdo. Otra vez. Casi medianoche, carnes después de los vodkas, las cervezas y el refresco (yo), después de bailar a ritmo de una canción de los ochenta, de un grupo para adolescentes, de cuando la preparatoria o la secundaria. Caminamos hasta encontrar un taxi, luego de la lluvia. Cuatro alumnos y el maestro. Nos graduaste. Por supuesto a la siguiente semana llegué al taller puntual. Y me recibiste.
También recuerdo los talleres fuera del taller. Los ejercicios (las tareas). Que se muere el Papa, qué pena (yo), tu risa detrás del vaso. Y la última tarea, la que no alcanzaste a revisar, alguien planea un crimen mientras cocina. Como aquel día, oprimo teclas pensando en ti. Una diferencia: hoy sé que eres de aire y que estás alrededor y arriba y lejos y cerca y en tus cuentos –en Altzayanca, en Huamantla, en Ángela y la sequía, en las canciones de los Doors– y en los nuestros, los escritos y los por escribir. Ese martes me asaltó la noticia por teléfono. Todavía incrédula, todavía intentando el parece, el ojalá que no sea cierto, todavía una frase sin las pesas que le puso tu fotografía blanco y negro entre flores, más noche, en el centro, por donde me gustaría verte pasar de nuevo.
Judith Castañeda Suarí.
Hoy necesito un vodka y ¡maldición!, hay ley seca. Necesito una mesa en el rincón, junto a la barra, a una ventana clausurada, con barrotes, necesito el muro con las fotografías del antes y después por donde caminabas, la fuente adosada a la pared. Te necesito a ti. Al gurú, al Meneses, a mi profe de los jueves y los martes y los miércoles del taller, de la oficina.
Hoy sólo puedo imaginar que todavía andas por el centro, que sigues diseñando el suplemento cultural de los sábados, y siempre, acordarme de ti, verte de papel, a través del agua y la sal, sonriendo, en la escalera y con tu Casa vacía entre las manos. Un día de hace más de cuatro años, cuando me tomé la única fotografía contigo.
Y me acuerdo. Otra vez. Casi medianoche, carnes después de los vodkas, las cervezas y el refresco (yo), después de bailar a ritmo de una canción de los ochenta, de un grupo para adolescentes, de cuando la preparatoria o la secundaria. Caminamos hasta encontrar un taxi, luego de la lluvia. Cuatro alumnos y el maestro. Nos graduaste. Por supuesto a la siguiente semana llegué al taller puntual. Y me recibiste.
También recuerdo los talleres fuera del taller. Los ejercicios (las tareas). Que se muere el Papa, qué pena (yo), tu risa detrás del vaso. Y la última tarea, la que no alcanzaste a revisar, alguien planea un crimen mientras cocina. Como aquel día, oprimo teclas pensando en ti. Una diferencia: hoy sé que eres de aire y que estás alrededor y arriba y lejos y cerca y en tus cuentos –en Altzayanca, en Huamantla, en Ángela y la sequía, en las canciones de los Doors– y en los nuestros, los escritos y los por escribir. Ese martes me asaltó la noticia por teléfono. Todavía incrédula, todavía intentando el parece, el ojalá que no sea cierto, todavía una frase sin las pesas que le puso tu fotografía blanco y negro entre flores, más noche, en el centro, por donde me gustaría verte pasar de nuevo.
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