A mediados del siglo XIX, el dietil éter comenzó a usarse en las intervenciones quirúrgicas, introduciendo al paciente en una zona donde la palabra dolor no existía en ni el diccionario.
Y es en esta sustancia flamable, cuyos vapores tienen una densidad mayor a la del aire, donde Eve Gil disuelve una futura historia probable, junto con su habitual sentido del humor, para entregarnos Virtus, novela editada por Jus a principios de este año.
La portada jala la vista: ante un fondo diluido, de tonos arena y débiles verdes, un niño –o niña– tiene el rostro vuelto levemente hacia la izquierda. El cabello oculto en la capucha de la sudadera o corto, las manos en los bolsillos de la prenda. No se puede decir que observe un punto más allá de la ilustración: carece de ojos, de nariz, de cejas, de boca. Su rostro es una masa de la que se podría desenterrar una escultura de cualquier estilo, desde un busto griego hasta una figura humana bidimensional con un solo ojo.
La idea es precisa: un rostro donde es posible trazar cualquier rasgo, una ciudad de bloques en la que se proyecta una película sin final aparente. Un inmenso lugar para proyecciones, donde los actores nombran “hijo, Fido, Amor” a seres que no existen y a los que luego lloran en las calles vacías, llamándolos a gritos cuando el virus Samsa corre de golpe el telón.
A través de Juana Inés Rul–Monasterios, de un ensayo escrito en octubre del año 2068, asistimos a una región llamada Unid@mérica. Presidentes que vigilan desde el cielo a sus gobernados, microchips insertados en el cerebro, interacciones con los actores y actrices de moda, con los dioses griegos, banquetes y la sensación de estar satisfecho en un cuerpo anémico, elementos que caben en el “espectáculo más grande del mundo” (como lo dice la portada en letras rojas) y en la realidad.
Virtus tiene pie y medio bien plantado en el presente, pues recoge aspectos como el bombardeo mediático, las palabras carentes de significado en los discursos políticos, la “barra de telenovelas” idéntica en los dos canales de televisión abierta.
Frases como “unidad y democracia”, “constitucional y legítimo”, parecen apuntalar la escenografía donde un ser formado con infinidad de piernas y brazos y ojos –el Ventrílocuo–, dirige el gobierno parapetado en la espalda de Jesús Martín Wagner, un senador de treinta y tres años, mitad Brad Pitt mitad Enrique Peña Nieto, elegido presidente por el 97% de los votantes.
La narradora sobrevive al “atentado terrorista” gracias a su constante actividad en el hemisferio izquierdo del cerebro, casa de la escritura, las matemáticas, la lógica. A la distancia nos entrega, por un lado, un ensayo escrito a lápiz –“el arma más peligrosa de todas”–: la historia de la Gran Ilusión que era vivir en lo que alguna vez fue México. Constantes spots de la presidencia, ensayados ante un director de telenovelas, transmisiones desde un estudio blanco, vacío, en el que se recrea una recepción de gala entre candelabros, en el derruido Palacio de Chapultepec, forman parte de una actualidad llevada al límite en la novela.
Junto a la mirada de Juana Inés, recorremos la ciudad verdadera, una plancha con cubos idénticos en cada esquina, donde árboles, arco iris, jardineras, mascotas, incluso bebés ojiazules y sonrosados, formaban parte de la virtualidad abolida: “no había edificios incendiándose, tampoco cuerpos mutilados ni sangre ni cadáveres. No había nada. Nada. Una ciudad bombardeada hubiera sido preferible a Nada. Por lo menos quedarían trozos de vida, de historia, de realidad y de Verdad”.
El uso del lenguaje en ese hipotético futuro es otro hilo que mantiene a la novela anclada en el presente. El chip insertado en cada cerebro que no reconoce las vocales acentuadas y tampoco la eñe –la ene con moñito, en voz del personaje–, alude a las abreviaturas de las que se hace uso durante conversaciones a través de internet y en los mensajes vía celular.
Mención aparte merece la cuestión de las palabras dentro de los discursos de la clase gobernante, carecen de sentido a fuerza de repeticiones y promesas y discursos hechos en campaña, en anuncios oficiales transmitidos por televisión. Percibimos el significado opuesto. Campañas mediáticas para convencernos de que el crimen organizado está bajando los brazos ante el gobierno, que las acciones de Doña Perpetua llevarán la educación a un nivel superior, que las palabras privatización o tortura no existen en el diccionario de las autoridades, podrían desembocar en discursos parecidos a: “¡Atención, ciudadanos!, éste es un mensaje del Presidente Legítimo y Constitucional, Jess Martn Prz Wagner, quien democráticamente les ordena prestar atención al comunicado legítimo y obedecer al pie de la letra sus constitucionales órdenes…”
El humor de Eve Gil nos lleva a través de imágenes que muy bien podrían hacerse realidad. Y mientras este mundo en el que la capacidad de elegir está abolida nos alcanza, es mejor divertirse con una Secretaria de Turismo, actriz decadente de nombre Talía Sendel, con los presidentes de las únicas dos cadenas de televisión abierta llamándose “papá”, vueltos primos hermanos –Milo Karraz y Cayo Lawrenz– y por qué no, tender los puentes respectivos entre los personajes de la ficción y de la realidad.
Y es en esta sustancia flamable, cuyos vapores tienen una densidad mayor a la del aire, donde Eve Gil disuelve una futura historia probable, junto con su habitual sentido del humor, para entregarnos Virtus, novela editada por Jus a principios de este año.
La portada jala la vista: ante un fondo diluido, de tonos arena y débiles verdes, un niño –o niña– tiene el rostro vuelto levemente hacia la izquierda. El cabello oculto en la capucha de la sudadera o corto, las manos en los bolsillos de la prenda. No se puede decir que observe un punto más allá de la ilustración: carece de ojos, de nariz, de cejas, de boca. Su rostro es una masa de la que se podría desenterrar una escultura de cualquier estilo, desde un busto griego hasta una figura humana bidimensional con un solo ojo.
La idea es precisa: un rostro donde es posible trazar cualquier rasgo, una ciudad de bloques en la que se proyecta una película sin final aparente. Un inmenso lugar para proyecciones, donde los actores nombran “hijo, Fido, Amor” a seres que no existen y a los que luego lloran en las calles vacías, llamándolos a gritos cuando el virus Samsa corre de golpe el telón.
A través de Juana Inés Rul–Monasterios, de un ensayo escrito en octubre del año 2068, asistimos a una región llamada Unid@mérica. Presidentes que vigilan desde el cielo a sus gobernados, microchips insertados en el cerebro, interacciones con los actores y actrices de moda, con los dioses griegos, banquetes y la sensación de estar satisfecho en un cuerpo anémico, elementos que caben en el “espectáculo más grande del mundo” (como lo dice la portada en letras rojas) y en la realidad.
Virtus tiene pie y medio bien plantado en el presente, pues recoge aspectos como el bombardeo mediático, las palabras carentes de significado en los discursos políticos, la “barra de telenovelas” idéntica en los dos canales de televisión abierta.
Frases como “unidad y democracia”, “constitucional y legítimo”, parecen apuntalar la escenografía donde un ser formado con infinidad de piernas y brazos y ojos –el Ventrílocuo–, dirige el gobierno parapetado en la espalda de Jesús Martín Wagner, un senador de treinta y tres años, mitad Brad Pitt mitad Enrique Peña Nieto, elegido presidente por el 97% de los votantes.
La narradora sobrevive al “atentado terrorista” gracias a su constante actividad en el hemisferio izquierdo del cerebro, casa de la escritura, las matemáticas, la lógica. A la distancia nos entrega, por un lado, un ensayo escrito a lápiz –“el arma más peligrosa de todas”–: la historia de la Gran Ilusión que era vivir en lo que alguna vez fue México. Constantes spots de la presidencia, ensayados ante un director de telenovelas, transmisiones desde un estudio blanco, vacío, en el que se recrea una recepción de gala entre candelabros, en el derruido Palacio de Chapultepec, forman parte de una actualidad llevada al límite en la novela.
Junto a la mirada de Juana Inés, recorremos la ciudad verdadera, una plancha con cubos idénticos en cada esquina, donde árboles, arco iris, jardineras, mascotas, incluso bebés ojiazules y sonrosados, formaban parte de la virtualidad abolida: “no había edificios incendiándose, tampoco cuerpos mutilados ni sangre ni cadáveres. No había nada. Nada. Una ciudad bombardeada hubiera sido preferible a Nada. Por lo menos quedarían trozos de vida, de historia, de realidad y de Verdad”.
El uso del lenguaje en ese hipotético futuro es otro hilo que mantiene a la novela anclada en el presente. El chip insertado en cada cerebro que no reconoce las vocales acentuadas y tampoco la eñe –la ene con moñito, en voz del personaje–, alude a las abreviaturas de las que se hace uso durante conversaciones a través de internet y en los mensajes vía celular.
Mención aparte merece la cuestión de las palabras dentro de los discursos de la clase gobernante, carecen de sentido a fuerza de repeticiones y promesas y discursos hechos en campaña, en anuncios oficiales transmitidos por televisión. Percibimos el significado opuesto. Campañas mediáticas para convencernos de que el crimen organizado está bajando los brazos ante el gobierno, que las acciones de Doña Perpetua llevarán la educación a un nivel superior, que las palabras privatización o tortura no existen en el diccionario de las autoridades, podrían desembocar en discursos parecidos a: “¡Atención, ciudadanos!, éste es un mensaje del Presidente Legítimo y Constitucional, Jess Martn Prz Wagner, quien democráticamente les ordena prestar atención al comunicado legítimo y obedecer al pie de la letra sus constitucionales órdenes…”
El humor de Eve Gil nos lleva a través de imágenes que muy bien podrían hacerse realidad. Y mientras este mundo en el que la capacidad de elegir está abolida nos alcanza, es mejor divertirse con una Secretaria de Turismo, actriz decadente de nombre Talía Sendel, con los presidentes de las únicas dos cadenas de televisión abierta llamándose “papá”, vueltos primos hermanos –Milo Karraz y Cayo Lawrenz– y por qué no, tender los puentes respectivos entre los personajes de la ficción y de la realidad.
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