Va un fragmento del cuento que leí en la premiación del segundo concurso de Cuento Joven Alejandro Meneses 2007, convocado por Ediciones de Educación y Cultura, Editorial LunArena y Profética, Casa de Lectura, el pasado 3 de agosto, en Profética.
"No quiero ir, pero soy su último descendiente. Sólo mi sombra avanza junto a mí, un óvalo negro bajo la mañana. Volteo, las puertas cerradas a ambos lados de la calle. Ni un susurro, los aullidos de los perros. El camino hacia la iglesia es mucho más largo cada marzo, me jala de los tobillos, provoca tropiezos.
El atrio es un montón de sombreros, cabezas pequeñas, trenzas a modo de corona y rebozos descoloridos. Una hilera de ropones crece delante de la iglesia, vistiéndola de blanco igual que los claveles, rosas y alcatraces que traen de la ciudad, que miran hacia el altar y los pasillos. No es necesario empujar hombros, los cuerpos se apartan al roce del bastón sobre la tierra seca. Desde mi juventud atravieso el mismo año: los sombreros alzados, las miradas se despeñan, me tocan los pies. Adelante, rostros de niños sin bautizar, sonrisas amarillas y negruzcas, incompletas. Voces parecidas a silencios me ruegan por la cosecha, por el hijo enfermo: “Si señala hacia el cielo, si me ve, el sol de mañana calentará a mi niño”. Evito sus ojos, las súplicas son de humo, ni siquiera agitan las hojas de los eucaliptos.
De pronto un jalón. El ardor me hace voltear. Un hombre tiene una mecha pequeña, gris, entre los dedos, y la pone en la mano de un espectro de mujer.
–Perdone usted, tata, dicen que las reliquias son buen remedio para los males incurables.
–Mi niña suda gotas como de hielo, habla cuando está sola en el jacal. No pude traerla, ahora tendré que esperar hasta el otro año para bautizarla.
Quedo un momento ante las dos miradas negras, me froto la coronilla y vuelvo a caminar. La iglesia. Llego al altar sin ver la explosión de blancos, vuelta a la derecha, sigue la capilla dedicada al más antiguo de mis abuelos, la banca recién barnizada, sólo para mí. Podría recorrer la ruta aun estando ciego. Un mechón, pienso con la barbilla enterrada en el pecho, antes fue recoger la tierra debajo de mis pasos, rasgarme la camisa y acariciar el bastón; seguro después querrán un ojo o mi último latido.
Me siento ante un espejo de madera: mi antepasado cubierto con pliegues blancos y azules, de rodillas, junto al índice levantado de Jesús. Los pómulos huesudos de cuando yo era joven. Atrás, el enorme Cristo, mural de plumas. Volteo. Las tres bancas detrás de mí están vacías. Más allá, la gente que colmaba el atrio llena los asientos, el pasillo, se pone de puntitas para ver la imagen de mi abuelo, al sacristán, que toca las baldosas con una rodilla antes de encender las dos velas del altar.
La gente le abre paso al nuevo sacerdote, a una fila de mujeres con envoltorios blancos entre los brazos. El hombre sigue hasta el retablo color oro, ellas se reparten en las bancas reservadas. La ceremonia anual del bautismo.
El sacerdote no nació aquí, llegó al pueblo a principios de semana. Su primera ceremonia fue el entierro del viejo padre José. El sacristán lo mira con el entrecejo fruncido, el hombre de casulla verde levanta los brazos y tropieza a lo largo del sermón tantas veces pronunciado por el padre José. Habla hacia la cúpula de mosaicos turquesa y ultramar, lleno de espacios en blanco, amarillo y negro –ángeles alrededor de la aureola de mi abuelo–. Cierra los ojos, se queda en silencio. Sonrío, de seguro olvidó la siguiente palabra.
Esto no va a durar mucho; después de misa, entre bocado y bocado, las mujeres se encargarán de tejer la historia de mi familia, que se limita a la del beato considerado santo. Y el sacerdote joven, de cabellos escasos, me llamará a la sacristía al terminar el desayuno, preguntará si es cierto, si en verdad Jesucristo bajó de entre las plumas para bautizar a mi antiguo pariente, cuántos milagros se le atribuyen y en qué situación está la causa para canonizarlo. Yo asentiré. Y de nuevo perderé mi nombre para ser el último pariente del santo, el tata".
El atrio es un montón de sombreros, cabezas pequeñas, trenzas a modo de corona y rebozos descoloridos. Una hilera de ropones crece delante de la iglesia, vistiéndola de blanco igual que los claveles, rosas y alcatraces que traen de la ciudad, que miran hacia el altar y los pasillos. No es necesario empujar hombros, los cuerpos se apartan al roce del bastón sobre la tierra seca. Desde mi juventud atravieso el mismo año: los sombreros alzados, las miradas se despeñan, me tocan los pies. Adelante, rostros de niños sin bautizar, sonrisas amarillas y negruzcas, incompletas. Voces parecidas a silencios me ruegan por la cosecha, por el hijo enfermo: “Si señala hacia el cielo, si me ve, el sol de mañana calentará a mi niño”. Evito sus ojos, las súplicas son de humo, ni siquiera agitan las hojas de los eucaliptos.
De pronto un jalón. El ardor me hace voltear. Un hombre tiene una mecha pequeña, gris, entre los dedos, y la pone en la mano de un espectro de mujer.
–Perdone usted, tata, dicen que las reliquias son buen remedio para los males incurables.
–Mi niña suda gotas como de hielo, habla cuando está sola en el jacal. No pude traerla, ahora tendré que esperar hasta el otro año para bautizarla.
Quedo un momento ante las dos miradas negras, me froto la coronilla y vuelvo a caminar. La iglesia. Llego al altar sin ver la explosión de blancos, vuelta a la derecha, sigue la capilla dedicada al más antiguo de mis abuelos, la banca recién barnizada, sólo para mí. Podría recorrer la ruta aun estando ciego. Un mechón, pienso con la barbilla enterrada en el pecho, antes fue recoger la tierra debajo de mis pasos, rasgarme la camisa y acariciar el bastón; seguro después querrán un ojo o mi último latido.
Me siento ante un espejo de madera: mi antepasado cubierto con pliegues blancos y azules, de rodillas, junto al índice levantado de Jesús. Los pómulos huesudos de cuando yo era joven. Atrás, el enorme Cristo, mural de plumas. Volteo. Las tres bancas detrás de mí están vacías. Más allá, la gente que colmaba el atrio llena los asientos, el pasillo, se pone de puntitas para ver la imagen de mi abuelo, al sacristán, que toca las baldosas con una rodilla antes de encender las dos velas del altar.
La gente le abre paso al nuevo sacerdote, a una fila de mujeres con envoltorios blancos entre los brazos. El hombre sigue hasta el retablo color oro, ellas se reparten en las bancas reservadas. La ceremonia anual del bautismo.
El sacerdote no nació aquí, llegó al pueblo a principios de semana. Su primera ceremonia fue el entierro del viejo padre José. El sacristán lo mira con el entrecejo fruncido, el hombre de casulla verde levanta los brazos y tropieza a lo largo del sermón tantas veces pronunciado por el padre José. Habla hacia la cúpula de mosaicos turquesa y ultramar, lleno de espacios en blanco, amarillo y negro –ángeles alrededor de la aureola de mi abuelo–. Cierra los ojos, se queda en silencio. Sonrío, de seguro olvidó la siguiente palabra.
Esto no va a durar mucho; después de misa, entre bocado y bocado, las mujeres se encargarán de tejer la historia de mi familia, que se limita a la del beato considerado santo. Y el sacerdote joven, de cabellos escasos, me llamará a la sacristía al terminar el desayuno, preguntará si es cierto, si en verdad Jesucristo bajó de entre las plumas para bautizar a mi antiguo pariente, cuántos milagros se le atribuyen y en qué situación está la causa para canonizarlo. Yo asentiré. Y de nuevo perderé mi nombre para ser el último pariente del santo, el tata".
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