Tuesday, October 31, 2006

Yo...


Cavo hasta las profundidades. Montañas de piel roja y venas desinfladas a mis pies, en una playa blanca, donde los agujeros se hacen con dagas y trozos de plomo y pólvora. Mis manos se hunden hasta encontrarme, hasta sacarme por los hombros, como a alguien que estuvo a punto de secar el mar con sólo abrir la boca. Allí está. Aún los quince, los dieciséis, los ojos enrojecidos, la cabeza baja, siempre buscándose la sombra con los párpados entornados, siempre evitando ojos ajenos, sorda a voces que no son la propia. Todavía respira. Y pensé que me toparía con los labios grises y las uñas convertidas en las raíces de un pirul sin ramas. Su corazón sigue bombeando sangre aunque le haya prestado las arterias a otro cuerpo, también suyo; un cuerpo plantado en el tiempo venidero. Despierta, al fin. Me observa sin verme, la mirada detrás de mi hombro, las comisuras casi tocándole la barbilla. Allí siguen los fantasmas.
Y vuelvo a sentir ese anudarse de las cuerdas vocales, esa cuerda aprisionando la pared interior del cuello al instante de la caída. Ella sonríe. Ahora está sana; está sana porque me ha contagiado. Prefiero aprisionar su garganta, volver a hundirla en las profundidades rojas, enredarla entre aquellas lianas sin aire que saqué para buscarla. Dejar que se ahogue.
El hoyo está suturado. Hilo casi transparente, tan fino como las huellas que deja la araña entre dos ramas vecinas. Lo toco sin sentirlo, pronto su color se pierde. Intento imitarla, sonreír, sonreírme en las marismas. No puedo. El espejo me devuelve el rostro de cuando tenía quince años. He terminado por desenterrarme.

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