Tuesday, July 14, 2009

DIOS DE ARENA EN INTOLERANCIA DIARIO...


(Tomado de la columna semanal El devorador de libros, Alejandro Badillo, diario Intolerancia)


Dios de arena reúne nueve cuentos que reflejan el doloroso proceso que significó para los indígenas mexicanos la Conquista de México y la imposición de nuevas costumbres y un nuevo dios. Este tema ha sido abordado —muchas veces con mala fortuna— por escritores mexicanos y extranjeros. A pesar de la importancia y, sobre todo, de las posibilidades que ofrece la Conquista, algunos han cedido a la idealización barata del indígena, veta aprovechada muchas veces por el cine de oro mexicano; también está el panfleto político comprometido pero insulso; incluso el humor involuntario de autores extranjeros que buscan en la Conquista un escenario exótico para desarrollar tramas hollywoodenses de heroínas sin mácula y guerreros aztecas, fornidos, dignos de afiche o de estampa escolar. Para una muestra de estas tropelías recomiendo la lectura del espléndido Anecdotario de viajeros extranjeros en México de José Iturriaga de la Fuente editado por el Fondo de Cultura Económica.
Judith Castañeda se enfrentó a la Conquista desde dos puntos de vista, más enriquecedores: el lenguaje y la imaginación. Los cuentos no tienen el asidero de fechas exactas, ni un ánimo totalizador o, peor aún, didáctico. Para eso están los libros de historia. La narradora, como en toda su obra cuentística, se apoya en la ficción y en su talento para crear atmósferas y estados de ánimo que otorgan profundidad a los personajes y a sus historias. En Dios de arena podemos encontrar una constante de la narrativa de Judith Castañeda: una voz que narra desde la incertidumbre, que no pontifica, ni se pierde en elaborados discursos, ni lleva por caminos seguros, previamente delineados. La voz de los personajes que se mueven en Dios de arena es desvalida, siempre refleja alguna pérdida, la muerte que se rememora, que pesa en el cuerpo y que se contempla en todos lados.

Wednesday, July 08, 2009

A CAZAR OSOS EN LA MATRACA


Felicidades, Alejandro Badillo por la aparición del primero de "los trillizos", y me refiero al libro Ella sigue dormida editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro.
"...Las imágenes que Alejandro Badillo pone sobre la mesa en estos cuentos logran una peculiar reproducción de los sueños, el miedo, la paradoja y otras sensaciones que la soledad crea en el ser humano. Los personajes de Ella sigue dormida nos cuentan sus experiencias siempre sensoriales, que nos permiten descubrir ya sea a un hombre solitario que asiste al cine sólo para darse cuenta de una realidad alterada..."

Friday, July 03, 2009

¿ESTO ES LA MUERTE?

En la fotografía que se arrincona en esta página se ve a tres hombres en el borde -auténtico, violento- de la muerte. Otros hombres, también desamparados, apuntan sobre ellos sus pobres armas. Todos parecen ajenos, lejanos, tristísimos en su condición de hombres que matan y que mueren. Los que disparan, con seguridad, también ya han muerto. La imagen detiene, indefinidamente, el instante de la nada.

Ante la muerte sólo hay preguntas. El "empujón brutal" (Miguel Hernández) siempre será sorpresivo y uno deseará, siempre, ser el hortelano que llora, no el que muere. Pero en la muerte no hay deseos, supongo.


La enfermedad y el accidente son absurdos. No hay razón en ellos. El cabello se eriza y se rebela ante tales posibilidades. ¿Quién puede imaginar su muerte? Hay opciones: la cama, el cáncer, el paredón, el asalto, la mala vida, el mismísimo corazón, una caída -como la de mi padre- desde veinte metros de altura, la soga, la comida, el alcohol, los barbitúricos, el golpe, la bala, la vida vivida, una bala. Todo mata.


La muerte tiene aliento y huele a flores. Es de noche.


Mis abuelas muertas eran jóvenes vivaces, conocían todo sobre el comino, la albahaca, los guisos ancestrales, las sábanas blancas. Me conocieron a mí, que he de morir. Cuando vemos a alguien, vemos su muerte. En el recuerdo sólo hay lluvia.


Es conocida la historia que Borges recuenta: un jardinero pide permiso a su patrón para irse de la ciudad porque ha visto a la Muerte. En realidad, la Muerte quedó sorprendida al verlo, porque esa noche lo tomaría en el lugar al que huyó. Así, la vida: uno va al encuentro de su muerte.


La muerte rejuvenece: ahora, mi padre, López Velarde, Jesucristo, José Carlos Becerra, James Dean, Jim Morrison, muchos más, siempre serán más jóvenes que yo.


En el espacio confuso de los sueños, en la madrugada, alguien susurra: es la muerte fiel. Sobre las huellas que dejamos en los objetos, la muerte sopla. Va y viene, Ella, por nuestra vida.


Asustado, el recién muerto pregunta: "¿Dónde estoy?"


Sobre la mesa -cubierta de papel de China morado-, hay velas, panes, licores, complejas viandas, sencillas flores. En el claroscuro de la habitación, hombres y mujeres rezan por sus muertos. Los niños juegan con sus calaveritas.


¿Cómo seré cuando no sea? En las fotografías que permanezcan alguien verá mi rostro, mis ropas, mi antigüedad, el cielo de un noviembre irrecuperable. Verá a mi hija junto a mí, a mi mujer que me toma la mano para siempre, a los niños de la tarde de ese parque. Además, un personaje siniestro, a quien nadie reconoce, que se coló a la fiesta y aparece a mis espaldas.




Alejandro Meneses.
Tomado de la revista Erinias, No. 4, invierno 2005-2006, pág. 23. Escuela Libre de Psicología.

ALEJANDRO MENESES, A CUATRO AÑOS DE SU MUERTE


Me acuerdo (cuatro)
Judith Castañeda Suarí.

Hoy necesito un vodka y ¡maldición!, hay ley seca. Necesito una mesa en el rincón, junto a la barra, a una ventana clausurada, con barrotes, necesito el muro con las fotografías del antes y después por donde caminabas, la fuente adosada a la pared. Te necesito a ti. Al gurú, al Meneses, a mi profe de los jueves y los martes y los miércoles del taller, de la oficina.

Hoy sólo puedo imaginar que todavía andas por el centro, que sigues diseñando el suplemento cultural de los sábados, y siempre, acordarme de ti, verte de papel, a través del agua y la sal, sonriendo, en la escalera y con tu Casa vacía entre las manos. Un día de hace más de cuatro años, cuando me tomé la única fotografía contigo.

Y me acuerdo. Otra vez. Casi medianoche, carnes después de los vodkas, las cervezas y el refresco (yo), después de bailar a ritmo de una canción de los ochenta, de un grupo para adolescentes, de cuando la preparatoria o la secundaria. Caminamos hasta encontrar un taxi, luego de la lluvia. Cuatro alumnos y el maestro. Nos graduaste. Por supuesto a la siguiente semana llegué al taller puntual. Y me recibiste.

También recuerdo los talleres fuera del taller. Los ejercicios (las tareas). Que se muere el Papa, qué pena (yo), tu risa detrás del vaso. Y la última tarea, la que no alcanzaste a revisar, alguien planea un crimen mientras cocina. Como aquel día, oprimo teclas pensando en ti. Una diferencia: hoy sé que eres de aire y que estás alrededor y arriba y lejos y cerca y en tus cuentos –en Altzayanca, en Huamantla, en Ángela y la sequía, en las canciones de los Doors– y en los nuestros, los escritos y los por escribir. Ese martes me asaltó la noticia por teléfono. Todavía incrédula, todavía intentando el parece, el ojalá que no sea cierto, todavía una frase sin las pesas que le puso tu fotografía blanco y negro entre flores, más noche, en el centro, por donde me gustaría verte pasar de nuevo.