Thursday, October 01, 2009

DORMIR, SOÑAR...


Festejar porque ganamos la lotería, comandar un barco en el siglo XV, escuchar el canto de las sirenas, apretar la mano de alguien que no hemos visto desde la infancia, la secundaria o el empleo anterior, o desde que le arrojaban claveles entre paletadas, rezos y pañuelos negros, todo ello mientras tenemos los ojos cerrados y el despertador está a uno o dos segundos de hacernos brincar… Actos que caben dentro del amplio país de los sueños.
De este territorio se han trazado varios mapas: desde el psicoanálisis, desde libros de dudosas interpretaciones llamados diccionarios de los sueños. Desde la literatura, la narrativa, como lo hace Alejandro Badillo en su primer libro, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro. El autor nacido en la ciudad de México tiende sus coordenadas entre dos ejes: la atmósfera y el lenguaje.
En Ella sigue dormida, Alejandro fija ocho puntos en el plano, ocho cuentos donde el personaje central es la atmósfera.
Desde la portada, trazos que forman un rostro verde azuloso y rosa, hechos con óleo y espátula, nos invitan a pasar de puntillas, buscando con los pies el sitio donde el tablón no cruja. El dedo en mitad de los labios, clausurándolos, es una petición de silencio, casi una orden, porque más allá flota un aliento acompasado que podría alterarse con nuestra presencia. Porque allá, entre inciertas sábanas y almohadas de plumas, alguien duerme.
Y entonces entramos. Las páginas susurran. Primera, segunda, tercera persona. A veces no sabemos de qué lado de la frontera estamos, como en el cuento Cortometraje, donde el sueño se proyecta en una pantalla cinematográfica y la segunda persona nos habla como si de una conciencia se tratara. En él volvemos a ver a una persona muerta hace casi cinco años, ya que este texto es uno de los ejercicios que a manera de tarea dejaba el escritor tlaxcalteca–poblano Alejandro Meneses en los primeros tiempos de la SOGEM en la Casa del Escritor.
Las imágenes vertidas en los sueños no pueden controlarse. En ellas mezclamos deseos con lo que nos pasó ayer en el trabajo, por ejemplo, y se lo contamos a un antepasado, a un amigo de la adolescencia que se hace más joven mientras nosotros envejecemos. Y Alejandro lleva este aspecto al extremo opuesto en la Historia del durmiente despierto. En torno al personaje, el autor levanta una casa, una especie de prisión en la que las posibles entradas–salidas parecen cambiar de sitio y permiten el tránsito de otros soñantes, quienes se encuentran allí de paso. Aquí, el sueño ha controlado a Abou–Hassán, constituyéndose en algo parecido al Palacio de los sueños, del albanés Ismail Kadaré. Pero a diferencia de la novela publicada en 1980, este Tabir Saray no es un edificio que se pueda encontrar en la calle, al que se lleven documentos con el sueño y el soñante escritos, sino que está inserto dentro del personaje y se construye a sí mismo.
Así, al avanzar páginas, nos encontraremos con dobles que atraviesan el espejo, en un hotel, para luego desaparecer del centro comercial antes de su apertura, con el sueño en traje azul, vuelto sombra que deambula en los pasillos de un hospital y traga cápsulas para no recordar cómo mató a su madre, con el Gran Último Sueño –la muerte– vestido de bruma que vigila desde un nosotros cada paso del náufrago en una isla, guardando al mismo tiempo su posible pasado y su seguro porvenir. Tropezaremos con atmósferas de aguas turbias, como en las que nada Tony Curtis, el pez del reconocimiento en el consultorio, con imágenes que tal vez se entretejan en nuestra almohada, por la noche, para que soñemos que alguien nos observa desde un árbol del jardín que compartimos con los vecinos, muy cerca de nuestra ventana, mientras seguimos dormidos.

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