Las sombras, espacios grises, cónicos, creados en la frontera de una lámpara, a la vuelta de la esquina, a veces tan densos que parecen hechos de piedra. Ellas guardan un vientre en el que caben desde los monstruos de las pesadillas infantiles hasta nuestro propio cuerpo, quienes éramos y los que seremos –o los que deseamos ser, lo que queremos lograr–. La sombra del cuerpo es el cuerpo del alma, escribió Oscar Wilde en el cuento “El pescador y su alma”.
El escritor chileno Luis Sepúlveda hace lo propio buscando la memoria de su lugar dentro de las sombras. El país de hace años, cuando decir sombra era convocar prisiones con cara de fábrica en quiebra, torturas hasta la madrugada, personas sin nombre y nombres sin un espacio sólido al cual amoldarse, tumbas sin señalamiento alguno, lejos de las otras, las de mármol y enrejados y flores junto a la cruz. El autor de Un viejo que leía novelas de amor saca una punta del pasado de entre la oscuridad y la extiende en un libro. En su novela más reciente.
La sombra de lo que fuimos, merecedora del Premio Primavera de Novela 2009, convocado por la editorial Espasa Escalpe y Ámbito Cultural de El Corte Inglés, narra el encuentro de cuatro amigos antiguos y su plan para robar un dinero oculto en una cafetería. Tres de ellos –Cacho Salinas, Lolo Garmendia y Lucho Arencibia–, reunidos en una vieja refaccionaria, esperan al especialista, Pedro Nolasco, apodado “La sombra”. Mientras llega, los tres barajan recuerdos de cuando la dictadura, de los hermanos muertos y Europa, de la nostalgia del país que fue. Comen pollos –Cacho Salinas los odia, “por estúpidos”– y entonces aparece en el portón un viejo conocido: Coco Aravena. ¿Y el especialista?, ¿y Nolasco? No podrá llegar a la cita: la mujer de Aravena, Concepción García, lo mató con un tocadiscos, accidentalmente y desde su departamento en el segundo piso, en medio de una pelea con su marido.
Frente a ellos, el inspector Crespo y la detective Adelita Bobadilla son meros testigos de una aventura con la que se recrea el pasado. Los dejan hacer. El éxito o el fracaso del robo, al final, es lo de menos. Esta novela trata sobre el recuerdo, sobre las sombras proyectadas por estos personajes, que son las mismas de otros tantos sobrevivientes de los setenta. Hacia el pasado –el 16 de julio como fecha simbólica para el robo, una “efeméride personal” de Nolasco–, hacia el futuro –la duda ante la muerte del especialista, el “¿qué, nos la jugamos?”–, hacia el país que recuerdan y hacia el que volvieron –con los nombres de las calles cambiados y lugares vacíos donde recordaban una casa, un comercio–. Cada sombra intenta tocar esos cuatro puntos.
Y el autor lo logra con su característico sentido del humor, con amenidad, construyendo personajes demasiado aficionados a las películas, que crean cómicos y poco creíbles guiones para justificar el encuentro con el muerto accidental, o el recuerdo de ese muerto, acompañante de los hombres hasta el final de la misión, a la esquina del café a las seis de la mañana. Luis Sepúlveda arroja una brizna de luz sobre la historia del golpe militar en Chile, y bajo esa lámpara, cuatro exiliados eternos ponen la sombra de lo que fueron sobre la mesa.
El escritor chileno Luis Sepúlveda hace lo propio buscando la memoria de su lugar dentro de las sombras. El país de hace años, cuando decir sombra era convocar prisiones con cara de fábrica en quiebra, torturas hasta la madrugada, personas sin nombre y nombres sin un espacio sólido al cual amoldarse, tumbas sin señalamiento alguno, lejos de las otras, las de mármol y enrejados y flores junto a la cruz. El autor de Un viejo que leía novelas de amor saca una punta del pasado de entre la oscuridad y la extiende en un libro. En su novela más reciente.
La sombra de lo que fuimos, merecedora del Premio Primavera de Novela 2009, convocado por la editorial Espasa Escalpe y Ámbito Cultural de El Corte Inglés, narra el encuentro de cuatro amigos antiguos y su plan para robar un dinero oculto en una cafetería. Tres de ellos –Cacho Salinas, Lolo Garmendia y Lucho Arencibia–, reunidos en una vieja refaccionaria, esperan al especialista, Pedro Nolasco, apodado “La sombra”. Mientras llega, los tres barajan recuerdos de cuando la dictadura, de los hermanos muertos y Europa, de la nostalgia del país que fue. Comen pollos –Cacho Salinas los odia, “por estúpidos”– y entonces aparece en el portón un viejo conocido: Coco Aravena. ¿Y el especialista?, ¿y Nolasco? No podrá llegar a la cita: la mujer de Aravena, Concepción García, lo mató con un tocadiscos, accidentalmente y desde su departamento en el segundo piso, en medio de una pelea con su marido.
Frente a ellos, el inspector Crespo y la detective Adelita Bobadilla son meros testigos de una aventura con la que se recrea el pasado. Los dejan hacer. El éxito o el fracaso del robo, al final, es lo de menos. Esta novela trata sobre el recuerdo, sobre las sombras proyectadas por estos personajes, que son las mismas de otros tantos sobrevivientes de los setenta. Hacia el pasado –el 16 de julio como fecha simbólica para el robo, una “efeméride personal” de Nolasco–, hacia el futuro –la duda ante la muerte del especialista, el “¿qué, nos la jugamos?”–, hacia el país que recuerdan y hacia el que volvieron –con los nombres de las calles cambiados y lugares vacíos donde recordaban una casa, un comercio–. Cada sombra intenta tocar esos cuatro puntos.
Y el autor lo logra con su característico sentido del humor, con amenidad, construyendo personajes demasiado aficionados a las películas, que crean cómicos y poco creíbles guiones para justificar el encuentro con el muerto accidental, o el recuerdo de ese muerto, acompañante de los hombres hasta el final de la misión, a la esquina del café a las seis de la mañana. Luis Sepúlveda arroja una brizna de luz sobre la historia del golpe militar en Chile, y bajo esa lámpara, cuatro exiliados eternos ponen la sombra de lo que fueron sobre la mesa.
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