Tuesday, November 04, 2008

NOCHE AL FILO DE OBSIDIANA


La noche del domingo convocó voces sumergidas en el Mictlán, en el Tlalocan. Junto a la catedral en tinieblas, luces de cielo anocheciendo, de hierba, de sol al finalizar la tarde, pintaron vestuarios inmensos, teas, el humo y el copal que borraban el escenario puesto en la esquina de la 16 de septiembre y la 3 oriente–poniente. Y allí, arriba, flautas, collares de caracoles sobre la piel tensa del tambor, una computadora con sonidos presos; el talento de Jorge Reyes manipulándolos, liberándolos para que saturaran las bocinas y el cuerpo de cada asistente.
Junto a ángeles colocados sobre las rejas de una catedral en penumbras, fragmentos de la poesía de Nezahualcótl, el Señor de Texcoco, regresaron sin ser necesaria la resurrección que espera al cumplirse los tiempos, en la voz de una Arianne Pellicer vestida de negro y plumas, sacerdotisa de la palabra. Y no es que se hayan ido, pues el lugar de los descarnados, la interrogación, estaca al final de la vida, acompañan tanto al antiguo emperador como a los hombres nacidos y por nacer. Lo que pasa es que se intenta no pensar con frecuencia en ellos, en el cuchillo a punto de abrir el pecho, a punto de la ofrenda: “Como una pintura nos iremos borrando”, “No para siempre en la tierra”, “Aunque sea de jade se quiebra”.
Por espacio de aproximadamente hora y media, las baldosas de la calle sintieron la danza a veces calma, a veces frenética, de guerreros aztecas hechos con negro y gritos, prestos a la batalla, a morir y acompañar al sol en su camino al mediodía, de sacerdotes arrancados a una noche anterior a la conquista, al hombre de los brazos abiertos, combinada con sonidos electrónicos y de helicópteros sobrevolando, vehículos para las almas que nos visitan en dos de noviembre.
El fuego también acudió a la cita, diferente a la de cada cincuenta y dos años, pero también con una encomienda, la de acompañar al ritual, como antes, la de recorrer un camino de gasolina y tierra –previo extintor tras bambalinas–, la de acosar al venado en la punta de dos teas. Y el animal se revuelve, corre hacia el tambor, hacia los ángeles de la reja, levanta las piernas como si esas llamas cubrieran la tarima por completo.
La diosa Cioacóatl, de igual modo, paseó su blancura, navegando en ese río de madera y metal y luces. No preguntó a dónde podría llevar a sus hijos, simplemente cuidó el fuego de una copa de barro, lo elevó, lo tomó entre las manos, lo depositó en la tierra nuevamente, con cuidado, como si fuera una piedra jade a punto del quiebre, estuvo, como la muerte, que avanza junto a nuestros pasos y nos toca con su vestido blanco. Además no es necesaria la pregunta, el lamento largo, sus hijos ya estamos muy lejos de ella –a quinientos años, a generaciones de mestizaje–; sólo por un breve tiempo es posible verla, asombrarnos por su apariencia de gigante, antes de regresar a la llama que corona la cera delante de una figura con ojos azules y una piel que parece no conocer el toque del sol. Al anhelo de Paraísos, al temor de Infiernos.
Después de este soplo de tiempo, capturado en los intermitentes flashazos de cámaras fotográficas, en las pantallas de los celulares en alto, dentro de los ojos y las vibraciones que erizan la piel, de transitar por el filo del cuchillo ceremonial, fueron unas paredes de lona blanca puestas detrás del escenario, la entrevista para los medios, las palabras de alguien que no ve televisión desde que tenía diecisiete años, el hombre con la mitad de la muerte pintada en el rostro –la dualidad–, con el vestuario azul y amarillo y blanco, de jaguar, azteca contemporáneo y beneficiario de los sonidos electrónicos, la gente en espera de un autógrafo en el disco, de una instantánea junto a Arianne Pellicer y a Jorge Reyes, el antiguo integrante del grupo de rock mexicano Chac Mool. Y aún, siempre, la obsidiana junto al corazón: la sombra de la muerte, la Flaca, presente mucho más que otras fechas durante los días dos de noviembre.

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