Había una vez, en un reino muy, muy lejano, una bruja que hechizó una pluma. La bruja quería conocer los cuentos de la princesa al momento de ser escritos. Quería cantarlos antes que los pliegos llegaran a manos del bufón de la corte. Y entonces hizo aparecer la pluma en el castillo, cerca de la fuente del jardín principal, en la banca donde la princesa pensaba que los bucles de su próximo príncipe debían ser de nuevo rubios.
La princesa tocó la pluma. Era muy larga y negra, parecía venir de las alas de un cuervo tan alto como los arbustos del jardín. O más. El hada madrina de la princesa presintió tinta de sangre, herederas al trono reposando en féretros de cristal o entre doseles tornasolados en un sueño de todo el reino. Sacudió la cabeza, olvidó la tragedia de castillos vecinos, y tocó la pluma con su varita. La bruja no tendría ni los cuentos ni la sangre de la princesa.
Y entonces los cuentos de la princesa fueron otros. Le quitó las alas a las hadas, no volvió a imaginar bucles en la cabeza de sus príncipes –ni dorados ni de otro color–, llevó a sus heroínas a buscar lo que seguía a la frase “y vivieron felices por siempre”.
Los nuevos cuentos de esta princesa podrían dar como resultado el más reciente libro de Eve Gil, La reina baila hasta morir, editado por Ediciones Fósforo, donde la Cenicienta deja a su príncipe azul en el castillo, sale para tener sexo con desconocidos, y Blanca Nieves abre con un autógrafo de Reina Cardoso la posibilidad de trabajar en su periódico, de tener una relación diferente a la de directora–jefa de información.
Eve Gil lleva historias infantiles como Alicia en el País de las Maravillas, La Cenicienta o Blancanieves por el camino del erotismo y el humor, hace que sus personajes nos transmitan el afecto por la abuela a través de algo diferente a una canasta y un paseo en medio del bosque.
Son siete narraciones en las que voces en primera persona y omniscientes, a veces trenzadas con la de los personajes, nos llevan más allá del final feliz de los cuentos de hadas.
Con epígrafe de Anne Sexton, escritora estadounidense que se suicidó en 1974, el lector adivina la temática del libro. Es un poema donde Blancanieves, con ojos azules de muñeca, recurre a su espejo “como suelen hacerlo las mujeres”. En estas líneas se saca de contexto al personaje de cuento de hadas por excelencia.
Eve Gil repite este ejercicio desde el primer cuento, “Alicia o el diablo”, donde Alice o Lieselotte, la “tonta niña rubia, que quién sabe a quién habría salido en una familia de trigueños”, aparece después de años de haber sido secuestrada. De la niña con el cabello estirado hasta el dolor, la de bucles dorados, sólo queda el cubo de Rubik y una manía infantil de chuparse un mechón. Con humor hasta la última línea, asistimos a una historia en tercera persona, donde el narrador irrumpe constantemente, como un personaje más, aludiendo a la vergüenza de encontrar a una hija en condiciones desastrosas, muy lejanas a la heroína, a la princesa del cuento de hadas –“Cuando la pequeña Lieselotte reapareció ya no era pequeña. Era, de hecho, una mujer de inmensas ubres”–: “¡En el infierno se pudra el que inventó las pruebas de ADN!”
En “Cenicienta Hardcore”, el hada madrina se llama cirugía estética y tintes rubios, Cenicienta cambia su nombre por el de Lorna Villagrán, y la ocupación de los personajes femeninos de cuento de hadas –princesa–, cambia a su sinónimo de la actualidad: actriz de telenovelas. Aquí, la magia conecta miles de computadoras alrededor del mundo, de la ciudad, y le da a Cenicienta no un carruaje, tampoco zapatillas de cristal o un corcel y cochero. A través del internet consigue sexo con desconocidos. Asistimos a un encuentro que comienza desde el elevador, en primera persona. Y es, al final, en el elevador, donde la protagonista–narradora encuentra su zapatilla de cristal: un botón del uniforme del elevadorista, el empleado de Cordero –DosAmigos–, quien la dejó al final de la ruta del elevador “mareada y mojada como si sus palabras hubieran tocado su punto G”.
“Ataraxia” es una parodia del cuento de los hermanos Grimm, que aparecio en 1822 en sus Cuentos para la infancia y el hogar, y muestra una Reina que muere de envidia por la juventud de Nieves, su veinticuatroañera y reciente jefa de información, cuyos ojos siguen “ávidamente la trayectoria de los dedos de la jefa” mientras se abotona la blusa luego de un bochorno que venía “reptando desde la tersura de sus talones”.
Reina Cardoso no tiene complejos al enviar a su flamante reportera a morir en la guerra de Irak, de la que regresa como heroína. Y además candidata a un reconocimiento, para aumentar el odio de Reina. Provoca un accidente del que la jefa de información sale apenas viva. En estado de coma. Al final, la muerte de la directora del periódico El metropolitano, Nieves cabalga con el príncipe azul de consolación y deja una última frase en el aire de la cabaña. Dedicada a Reina: “Pudimos... haber... sido... tan... felices... Te... amaba, Reina...”
La escena final de “Ataraxia” retoma el título del libro, una línea de la epígrafe de Anne Sexton –“y bailó hasta morir”–. Reina Cardoso tropieza y cae sobre la fogata, arde su vestido “del material de sus flamantes senos”, se revuelca sobre la tierra para “aplacar a la bestia que la devoraba”.
Los cuentos “Las abuelas”, “Cerridwen y las sirenas”, “Claveles salvajes” y “La culpa es de los bolcheviques” completan la publicación. Con La reina baila hasta morir, de Ediciones Fósforo, Eve Gil nos acerca a historias anidadas en la infancia, al tiempo de llevar a éstos muy lejos de los brazos de sus príncipes azules, de la posibilidad de morir con manzanas envenenadas, de las hadas que aparecen vestidos con el toque de una varita, de los bailes que terminan a las doce de la noche.
Y la princesa, dicen, vivió feliz y escribiendo, siempre, con la pluma del cuervo.
La princesa tocó la pluma. Era muy larga y negra, parecía venir de las alas de un cuervo tan alto como los arbustos del jardín. O más. El hada madrina de la princesa presintió tinta de sangre, herederas al trono reposando en féretros de cristal o entre doseles tornasolados en un sueño de todo el reino. Sacudió la cabeza, olvidó la tragedia de castillos vecinos, y tocó la pluma con su varita. La bruja no tendría ni los cuentos ni la sangre de la princesa.
Y entonces los cuentos de la princesa fueron otros. Le quitó las alas a las hadas, no volvió a imaginar bucles en la cabeza de sus príncipes –ni dorados ni de otro color–, llevó a sus heroínas a buscar lo que seguía a la frase “y vivieron felices por siempre”.
Los nuevos cuentos de esta princesa podrían dar como resultado el más reciente libro de Eve Gil, La reina baila hasta morir, editado por Ediciones Fósforo, donde la Cenicienta deja a su príncipe azul en el castillo, sale para tener sexo con desconocidos, y Blanca Nieves abre con un autógrafo de Reina Cardoso la posibilidad de trabajar en su periódico, de tener una relación diferente a la de directora–jefa de información.
Eve Gil lleva historias infantiles como Alicia en el País de las Maravillas, La Cenicienta o Blancanieves por el camino del erotismo y el humor, hace que sus personajes nos transmitan el afecto por la abuela a través de algo diferente a una canasta y un paseo en medio del bosque.
Son siete narraciones en las que voces en primera persona y omniscientes, a veces trenzadas con la de los personajes, nos llevan más allá del final feliz de los cuentos de hadas.
Con epígrafe de Anne Sexton, escritora estadounidense que se suicidó en 1974, el lector adivina la temática del libro. Es un poema donde Blancanieves, con ojos azules de muñeca, recurre a su espejo “como suelen hacerlo las mujeres”. En estas líneas se saca de contexto al personaje de cuento de hadas por excelencia.
Eve Gil repite este ejercicio desde el primer cuento, “Alicia o el diablo”, donde Alice o Lieselotte, la “tonta niña rubia, que quién sabe a quién habría salido en una familia de trigueños”, aparece después de años de haber sido secuestrada. De la niña con el cabello estirado hasta el dolor, la de bucles dorados, sólo queda el cubo de Rubik y una manía infantil de chuparse un mechón. Con humor hasta la última línea, asistimos a una historia en tercera persona, donde el narrador irrumpe constantemente, como un personaje más, aludiendo a la vergüenza de encontrar a una hija en condiciones desastrosas, muy lejanas a la heroína, a la princesa del cuento de hadas –“Cuando la pequeña Lieselotte reapareció ya no era pequeña. Era, de hecho, una mujer de inmensas ubres”–: “¡En el infierno se pudra el que inventó las pruebas de ADN!”
En “Cenicienta Hardcore”, el hada madrina se llama cirugía estética y tintes rubios, Cenicienta cambia su nombre por el de Lorna Villagrán, y la ocupación de los personajes femeninos de cuento de hadas –princesa–, cambia a su sinónimo de la actualidad: actriz de telenovelas. Aquí, la magia conecta miles de computadoras alrededor del mundo, de la ciudad, y le da a Cenicienta no un carruaje, tampoco zapatillas de cristal o un corcel y cochero. A través del internet consigue sexo con desconocidos. Asistimos a un encuentro que comienza desde el elevador, en primera persona. Y es, al final, en el elevador, donde la protagonista–narradora encuentra su zapatilla de cristal: un botón del uniforme del elevadorista, el empleado de Cordero –DosAmigos–, quien la dejó al final de la ruta del elevador “mareada y mojada como si sus palabras hubieran tocado su punto G”.
“Ataraxia” es una parodia del cuento de los hermanos Grimm, que aparecio en 1822 en sus Cuentos para la infancia y el hogar, y muestra una Reina que muere de envidia por la juventud de Nieves, su veinticuatroañera y reciente jefa de información, cuyos ojos siguen “ávidamente la trayectoria de los dedos de la jefa” mientras se abotona la blusa luego de un bochorno que venía “reptando desde la tersura de sus talones”.
Reina Cardoso no tiene complejos al enviar a su flamante reportera a morir en la guerra de Irak, de la que regresa como heroína. Y además candidata a un reconocimiento, para aumentar el odio de Reina. Provoca un accidente del que la jefa de información sale apenas viva. En estado de coma. Al final, la muerte de la directora del periódico El metropolitano, Nieves cabalga con el príncipe azul de consolación y deja una última frase en el aire de la cabaña. Dedicada a Reina: “Pudimos... haber... sido... tan... felices... Te... amaba, Reina...”
La escena final de “Ataraxia” retoma el título del libro, una línea de la epígrafe de Anne Sexton –“y bailó hasta morir”–. Reina Cardoso tropieza y cae sobre la fogata, arde su vestido “del material de sus flamantes senos”, se revuelca sobre la tierra para “aplacar a la bestia que la devoraba”.
Los cuentos “Las abuelas”, “Cerridwen y las sirenas”, “Claveles salvajes” y “La culpa es de los bolcheviques” completan la publicación. Con La reina baila hasta morir, de Ediciones Fósforo, Eve Gil nos acerca a historias anidadas en la infancia, al tiempo de llevar a éstos muy lejos de los brazos de sus príncipes azules, de la posibilidad de morir con manzanas envenenadas, de las hadas que aparecen vestidos con el toque de una varita, de los bailes que terminan a las doce de la noche.
Y la princesa, dicen, vivió feliz y escribiendo, siempre, con la pluma del cuervo.
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