Wednesday, June 20, 2007

PIERNA A LA CACEROLA (Fragmento)

En esta ocasión arranco la página y la pego en la pared. Debajo de los párrafos, dos manos y un cuchillo posan con un plato de carne cruda. El pesado recetario de tapas brillantes es el guardián de las otras fotografías, la misma carne en dos momentos: atada como si envolviera un regalo, junto a cebollas rojizas y frascos disfrazando de laboratorio una cocina; y dorada, transpirando jugo, dentro de una cacerola. Son filetes que custodian un relleno aderezado con laurel y coñac.
Como en el primer intento, no me importa comprobar si ese color pálido, casi enfermizo, es el de los filetes de cerdo; de cualquier manera nunca sigo las recetas como si se trataran de una fórmula para analizar químicos. Me agrada el juego de inventar sabores, un poco de vino o cerveza en lugar de jugo de naranja, carne de ternera cuando no tengo filete a la mano. La cocina es mi centro de operaciones, un aromatizante cuyas manos inyectan a la casa la esencia del café o los chipotles. Ni por la noche, cuando me recostaba junto a la espalda de Sergio, abría el cortinaje de terciopelo vino o las ventanas; el perfume debía dormir acariciándome el cuello, metido en mi abrazo aún al despertarme.
Cuando Sergio volvía de la oficina, sosteniéndose de su sombra, no era el atardecer el que entraba por el pasillo y subía las escaleras colgado de sus zapatos, sino la noche. No me visitó en la cocina ni una vez, siempre fue derecho a nuestra habitación. La voz de alguna soprano, el ruido de lluvia y el vapor, me indicaban el religioso cumplimiento de su rutina: la ducha, la televisión, el sueño. Nunca me imaginé entrando al baño, abrazándolo sumergidos en la tina o bajo la tormenta de gotas tibias, vestida con su aliento. Bañarse, leer, dormir, cocinar, hay actividades que no requieren de más de una persona. Quizás él también era consciente, por eso tampoco me interrumpía.
Mi rutina, como la suya, se completaba. Un veintiuno y dos ceros parpadeando en el horno de microondas y le subía una charola. Café con un chorrito de licor de naranja, pastas aún palpitantes por el calor. Él, con los brazos sirviéndole de almohada, mirando en la televisión al hombre que imita al presidente, serio ante las risas de utilería, apenas si curveaba los labios para dedicarme una sonrisa.
–No cenaste.
–Sí; compré algo antes de venir–, le respondía al comediante de las manos enormes y el mechón de la coronilla levantado. Cambiaba de canal, un salto de tres metros en la pantalla y el enceste con el reloj en ceros.
Siempre intenté llegar hasta él. Inclinarme para sisear en su oído, dejar un camino de azúcar y canela sobre su rostro, besarlo en la comisura de los labios, fueron recetas fallidas. Él me imponía distancia con palabras y bostezos: “¿Por qué no vas a lavarte el cabello?, hueles a ajo”. De nuevo la palidez de su espalda, los ronquidos. Las razones para alejarme: tengo sueño, hoy estuve muy ocupado, mañana debo llegar antes, ¡cuánto te tardas!, hueles a cebolla...
Entonces me metía debajo de la sábana y por la mañana, la cena recalentada lo esperaba en el comedor. Sergio salía de la habitación acomodándose la corbata, los cabellos oscuros. Apuraba de un solo sorbo el café y se iba sin siquiera mirar las galletas. Un beso en la frente, labios que no acaban de posarse, y un portazo. Mi memoria lo guarda ante los partidos de basketbol, roncando, detrás de la puerta o en la oficina. Nunca sueño su piel de azúcar quemada bajo la ducha, o a mí misma, en la cocina, custodiada por su abrazo mientras pequeñas llamas hacen hervir la salsa de jitomate que acompañará al spaguetti.

1 comment:

Nika said...

Hola Judith
Me llamo Verónica y estudio letras. He leído tu cuento completo
-afortunadamente- porque la Mtra. Raquel Gutiérrez nos los llevó para una clase de escritoras contemporáneas. Me ha gustado mucho: la manera en que aportas guiños al lector, la forma de introducir el tema del canibalismo, las elipsis, los rasgos humorísticos y la capacidad de reacciòn femenina ante una infidelidad, han constituído una lectura muy agradable para mí...
Gracias por el texto.
La lectora