Estuvo dentro de cada mujer de piernas grises. Aventó zapatillas de plástico, rojas, con el talón descubierto, sin hebilla, botas a la altura del muslo. Se quitó pelucas negras, rizadas. Sus ojos claros saltaron de unos párpados turquesa a otros verde agua, azul ultramar. La busqué en esquinas con olor a margaritas marchitas y perro. Tuvimos vecinos de unas horas por la noche, de madrugada. Siempre los dos. Lo sé porque también fui el mismo: el hombre de cabellos castaños y venda en los ojos, el que pedía habitaciones sin corriente eléctrica ni vista a las escaleras de incendio en el callejón. Quien besó sus pies entre cortinas tan gruesas que la luz se marchaba como un vendedor después de llamar diez veces a una casa sola.
Aparecía ante hoteles de muros sin pintar, debajo de la frase: “Cupo completo” escrita con luces fundidas, aspiraba el perfume de las flores de plástico verde en la recepción hasta sentir mi mano en el hombro. Entonces subíamos. Antes de abrir la puerta le rogaba llamarse Ángela.
–Qué casualidad, ese nombre está en mi fe de bautismo y en el acta de nacimiento–. Unos billetes extra entre los senos.
La detenía antes de que tocara la cortina. Un vistazo a la avenida. Ambulancias más allá de los semáforos en rojo. Arriba, la luna era una hamaca de urdimbre apretada. Ángela se desvestía dándome la espalda. En ocasiones, un espejo delante de ella me regresaba el vello negrísimo entre sus muslos, la redondez en el vientre, el vestido de encaje descendiendo hasta los tobillos. No me gustaba ver cómo la gravedad mordía su pecho. Antes de que se volviera una venda rodeaba mis ojos.
–No te muevas, quiero encontrarte–. Extendía los brazos, apartaba las capas de aire con los dedos. Ella, en silencio, esperaba en algún rincón de la oscuridad. De pronto una lanza amarilla en los ojos, la lámpara encendida, la venda en el suelo y Ángela delante de mí. Un trozo de palabra en los dientes, el otro fuera de aquella prisión. Callábamos. Lo sabía: el ángel había roto su piel, ahora estaba muy lejos, buscando otro cuerpo. Ni siquiera el resplandor de su aureola sobrevivía, sólo una extraña de brazos flácidos y grietas en torno a los ojos.
–Eres un pendejo.
Salía dejando la puerta abierta. Su sombra acariciaba las paredes. La escalera, el tufo a orines a lo largo del pasillo. Quizá corría con el vestido sobre el hombro, una modelo que portaba el traje más transparente y delgado del planeta, a juego con la chaqueta de encaje, caminando sobre una pasarela de concreto estriado. Flashazos desde las dos orillas de la noche. Un maestro de modelaje le exigiría sonrisas y el cuello erguido.
Nunca la seguí. Prefería pegar el oído a los muebles, caminar de puntillas por el baño, cerca del balcón. Quería escuchar el aleteo, encontrarme plumas pegadas a las suelas, ver un resplandor, unos rizos rubios, la blancura de la piel debajo de las pecas. Me sentaba en la orilla de la cama, un suspiro y a la calle, a la tienda, por una botella de vodka. El ángel había volado y no pensaba regresar a la piel vieja. Ni modo, ahora debía empezar de nuevo: los ojos claros estarían en otro rostro, las pecas, las uñas cortas. La encontraría aunque los días tuvieran sólo dos horas.
Fueron incontables búsquedas, los rostros empezaron a repetirse, las pecas no aparecían por ningún lado. Seguro el ángel se había cansado de los mismos cuerpos, de mí, el hombre que le seguía los pasos, de permanecer al otro lado de una venda, como en el juego de la gallina ciega. Recogió sus plumas y cambió de piel.
Aparecía ante hoteles de muros sin pintar, debajo de la frase: “Cupo completo” escrita con luces fundidas, aspiraba el perfume de las flores de plástico verde en la recepción hasta sentir mi mano en el hombro. Entonces subíamos. Antes de abrir la puerta le rogaba llamarse Ángela.
–Qué casualidad, ese nombre está en mi fe de bautismo y en el acta de nacimiento–. Unos billetes extra entre los senos.
La detenía antes de que tocara la cortina. Un vistazo a la avenida. Ambulancias más allá de los semáforos en rojo. Arriba, la luna era una hamaca de urdimbre apretada. Ángela se desvestía dándome la espalda. En ocasiones, un espejo delante de ella me regresaba el vello negrísimo entre sus muslos, la redondez en el vientre, el vestido de encaje descendiendo hasta los tobillos. No me gustaba ver cómo la gravedad mordía su pecho. Antes de que se volviera una venda rodeaba mis ojos.
–No te muevas, quiero encontrarte–. Extendía los brazos, apartaba las capas de aire con los dedos. Ella, en silencio, esperaba en algún rincón de la oscuridad. De pronto una lanza amarilla en los ojos, la lámpara encendida, la venda en el suelo y Ángela delante de mí. Un trozo de palabra en los dientes, el otro fuera de aquella prisión. Callábamos. Lo sabía: el ángel había roto su piel, ahora estaba muy lejos, buscando otro cuerpo. Ni siquiera el resplandor de su aureola sobrevivía, sólo una extraña de brazos flácidos y grietas en torno a los ojos.
–Eres un pendejo.
Salía dejando la puerta abierta. Su sombra acariciaba las paredes. La escalera, el tufo a orines a lo largo del pasillo. Quizá corría con el vestido sobre el hombro, una modelo que portaba el traje más transparente y delgado del planeta, a juego con la chaqueta de encaje, caminando sobre una pasarela de concreto estriado. Flashazos desde las dos orillas de la noche. Un maestro de modelaje le exigiría sonrisas y el cuello erguido.
Nunca la seguí. Prefería pegar el oído a los muebles, caminar de puntillas por el baño, cerca del balcón. Quería escuchar el aleteo, encontrarme plumas pegadas a las suelas, ver un resplandor, unos rizos rubios, la blancura de la piel debajo de las pecas. Me sentaba en la orilla de la cama, un suspiro y a la calle, a la tienda, por una botella de vodka. El ángel había volado y no pensaba regresar a la piel vieja. Ni modo, ahora debía empezar de nuevo: los ojos claros estarían en otro rostro, las pecas, las uñas cortas. La encontraría aunque los días tuvieran sólo dos horas.
Fueron incontables búsquedas, los rostros empezaron a repetirse, las pecas no aparecían por ningún lado. Seguro el ángel se había cansado de los mismos cuerpos, de mí, el hombre que le seguía los pasos, de permanecer al otro lado de una venda, como en el juego de la gallina ciega. Recogió sus plumas y cambió de piel.
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