Entonces fui el varón que mi padre quería como primer hijo. No me arrodillé ni tiré orquídeas junto a la caída de agua. Esperé la muerte del día bajo el golpe de la cascada, sin comer, desnuda, adormecida por el crujir de la ayahuasca entre los dientes.
Mis ojos avanzaron hasta perderse entre los arbustos. Y descubrí al poseedor de los rugidos que los mantenían de par en par. Dos jaguares blanco y azul. Las garras eran astillas de luna; la piel, un lago donde se asomaban las estrellas. Los cuerpos más cercanos con cada nuevo rugido. Pude ver cómo el más pequeño hundía la pata en el costado del mayor, cómo brotaban lamentos y polvo índigo de la herida.
Al principio pensé huir, pero me acerqué y lo acaricié. Su lengua raspó mis mejillas. El otro jaguar saltó sobre mí. Entonces la brisa los metió en mis dedos. Vi a mi padre a través de sus ojos amarillos. Sus cabellos se teñían de negro. El itipi de cada día atado a la cintura. Sonrió. Un dardo que luego depositó en mi mano partió sus labios en dos. Entró en mi pecho antes de poder responder a su sonrisa. Un nuevo templo le pertenecía.
Regresé a la aldea contando los pasos. Miré mis huellas, no habían aumentado de tamaño. Tampoco tenía dos sombras. Antes de llegar a la choza, mi madre me dio un abrazo. Nunca vuelvas a irte, dijo y se metió como si escuchara la voz de papá. Yo detrás de ella. Arrojó un leño a la fogata. Afuera, gritos, aullidos exigiendo la cabeza de un guerrero, un kakaram.
Salí. Le cerré el paso a los hombres.
–Quiero ir–. Vieron la pequeñez de mis puños, el cielo asomado al techo de hojas enormes, sus rostros con líneas negras; nunca la mirada delante de ellos. La de una mujer. Silencio, debí repetir mi petición.
–No hables con la voz de un kakaram–. Desviaron su avance y se alejaron sin voltear, con la cabeza baja.
Mis ojos avanzaron hasta perderse entre los arbustos. Y descubrí al poseedor de los rugidos que los mantenían de par en par. Dos jaguares blanco y azul. Las garras eran astillas de luna; la piel, un lago donde se asomaban las estrellas. Los cuerpos más cercanos con cada nuevo rugido. Pude ver cómo el más pequeño hundía la pata en el costado del mayor, cómo brotaban lamentos y polvo índigo de la herida.
Al principio pensé huir, pero me acerqué y lo acaricié. Su lengua raspó mis mejillas. El otro jaguar saltó sobre mí. Entonces la brisa los metió en mis dedos. Vi a mi padre a través de sus ojos amarillos. Sus cabellos se teñían de negro. El itipi de cada día atado a la cintura. Sonrió. Un dardo que luego depositó en mi mano partió sus labios en dos. Entró en mi pecho antes de poder responder a su sonrisa. Un nuevo templo le pertenecía.
Regresé a la aldea contando los pasos. Miré mis huellas, no habían aumentado de tamaño. Tampoco tenía dos sombras. Antes de llegar a la choza, mi madre me dio un abrazo. Nunca vuelvas a irte, dijo y se metió como si escuchara la voz de papá. Yo detrás de ella. Arrojó un leño a la fogata. Afuera, gritos, aullidos exigiendo la cabeza de un guerrero, un kakaram.
Salí. Le cerré el paso a los hombres.
–Quiero ir–. Vieron la pequeñez de mis puños, el cielo asomado al techo de hojas enormes, sus rostros con líneas negras; nunca la mirada delante de ellos. La de una mujer. Silencio, debí repetir mi petición.
–No hables con la voz de un kakaram–. Desviaron su avance y se alejaron sin voltear, con la cabeza baja.
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