López alzó la vista para evaluar a través de las ventanas la decoración del bar, los asientos pequeños, de colores tristes, abandonados a la promesa de algún cliente. Una cerveza en la barra acompañaba la soledad de un cenicero libre de colillas. Comprobó una vez más el ligero temblor de la puerta, el letrero rojo de “Open” que se movía como péndulo, indicando la reciente salida de una persona. Haciendo sombra con la mano, aguzó la vista para tratar de distinguir a alguien y, al encontrar asientos vacíos, penumbras al fondo, removidas apenas por la silueta del barman, sintió malestar, como si el bar hubiera estado abarrotado minutos antes y los clientes, prevenidos de su llegada, acabaran tragos con rapidez, pagaran cuentas entre manoteos para salir al mediodía y evaporarse con displicencia en las calles. Pensó en las formas vagas de ese domingo, en la noche que le había regalado un insomnio presentido en los destellos del televisor sobre su rostro, justo al final de la película para desvelados. Asomado en la ventana, había acompañado en silencio los últimos restos de la noche como fantasma, testigo de la claridad que avanzaba sobre el horizonte de techos y antenas, que luego iba a fundirse en la humedad de la madrugada. Resignado, se metió en la regadera con la cabeza pesada y los ojos vueltos rendijas. Se vistió, preparó un café mientras a su alrededor los ruidos provenientes de los otros departamentos echaban a andar el sutil mecanismo de los domingos. Bajó las escaleras. En la esquina compró el periódico. Leyendo el pie de foto de un edificio coronado en llamas, recordó que ese día el Café Bagdad cerraba sus puertas. Se había enterado el viernes por la tarde, cuando en una visita a la farmacia de al lado, vio un cartel en la puerta: “Cerramos el domingo por remodelación”. Las palabras en el periódico perdieron sentido. Inmóvil, en medio de la banqueta, enfrentó la tarea de decidir el rumbo de la mañana. Le pareció absurdo regresar al departamento, no podía hacerlo porque volver ahí significaría ir a la cama en busca del sueño perdido y, al no encontrarlo, completaría sin querer el círculo de la derrota. Compró un sándwich para burlar el hambre y vagó por el centro de la ciudad. Rodeado de edificios antiguos, abandonó la idea de una ruta precisa y caminó confiado a la sorpresa de una esquina inesperada, echar la suerte a callejones deshabitados, jugar a seguir los pasos de alguna persona. Así, encontró varias tortugas amontonadas en una tienda de mascotas, dejó que un ave amaestrada le revelara el futuro y finalmente —más por inercia del recorrido que por un interés genuino— fue a unirse al escaso público de un mago ambulante. Más tarde, sentado en el parque a donde su madre lo llevaba cuando era niño, se sintió extraño ante la gente que lo veía columpiar los pies, como si de esa forma buscara una alternativa a su vida en el departamento. Observó las puntas polvosas de sus zapatos: había agotado las sorpresas del día y era hora de regresar al departamento. Fue en el camino de vuelta, cuando esperaba junto a una línea de gente el rojo del semáforo, que reparó en ese bar pequeño, con apariencia de haber sido metido a fuerza entre la enorme zapatería y la tienda de electrodomésticos. Pasaba por esa calle todos los días y le sorprendió darse cuenta de que el bar había estado siempre ahí, de que víctima de su propia cotidianeidad se había estado disolviendo en su mirada hasta volverse invisible. Estuvo indeciso frente al “Bar 10”. El letrero de “open” —ya inmóvil— esperaba cualquier empujón para volver a su vaivén.
Para leer más de este excelente cuento: www.letralia.com
Un saludo a todos, y que el Año Nuevo nos traiga mucha inspiración, lecturas, cuentos, cerveza, y lo que quiera cada quien!!!!!
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