Wednesday, November 16, 2005

AL FINALIZAR LA TORMENTA.




No tengo idea de cómo llegué a esta colonia de obreros que viajan en bicicleta desde antes que amanezca. Abandono el refugio que fue la portería de la vecindad y me alejo. Aire frío en la nariz. Junto al camino, senderos de hojas color ocre que la lluvia arrancó. Arriba, techo de nubes anaranjadas del amanecer, cercano a los de madera y lámina.
Ayer salí de nuestro departamento con lo puesto. No quise traer nada que me lo recordara. Esperé en la esquina un taxi que llegó después de media hora. El que volvió a empapar mis zapatos con el lodo de un bache, que me llevaría a casa de Fabiola –no pensaba regresar con mi tía y sus “no quería decir te lo dije, pero te lo dije” que entre sonrisas, muestran su placa de dientes perfectos–. Bajé frente al zaguán plateado lleno de grafittis negros. Dos billetes en la mano del conductor, “quédese con el cambio”. Sacó el brazo antes de dar vuelta en la esquina. Toqué el timbre una, cinco veces. Me cansé de llamar, mi amiga no vive donde recordaba.
Caminé hasta esta vecindad. Me senté junto al portón. Del interior salieron varios hombres con bufandas cubriéndoles la nariz. Subieron a sus bicicletas sin detenerse. Había dejado de llover. Venus se encendió junto a la luna. En la acera, dos sombras cosidas a mis pies; el alumbrado público. Miré mi reloj, faltaba muy poco para las once. A las once sonó la alarma de una fábrica lejana. Varios hombres regresaron pedaleando sin prisa.
Pies que golpeaban las baldosas del patio. Escapó un grito. Otro. Madera azotada. Cerré los ojos. Dientes apretados. Tapé mis oídos. No podía soportar, tampoco moverme. La cabeza me estallaba, giraba sobre mis hombros. Voces y pasos mezclados. Pulsaciones a cada lado de la frente. Los portazos rompían mis tímpanos. Cada ruido se entrelazaba con su doble. Las imágenes frente a un espejo de tiempo.
Una niña corre. Se detiene antes de llegar al portón donde la observo. Tiene las piernas llenas de lodo. Los zapatos mojados, sus pies nadan dentro de ellos. El vestido rosa no la protege de los golpes del viento. Rostro sucio de nueve años, cabello largo en desorden, lágrimas bajo sus ojos negros. Ella soy yo. Soy yo. Soy ella...
Una voz dentro de mi mente... “¿Qué tienes nena?”
No es nada, sólo que papá ha vuelto a pegarle a mamá. “¿Y qué vas a hacer?” Quisiera defenderla, pero soy muy pequeña. Él le pidió dinero para comprar caguamas. Se ha tomado cinco desde ayer, quién sabe dónde le caben tantas. Mami trabajó toda la semana hasta tarde para juntar lo de la renta.
La niña solloza. Espalda contra la pared descascarada. Un abrazo. Intenta callar ante la portera (reprimo lágrimas en el pecho de señorita del DIF). No puede. No encuentra refugio en el estambre olivo del chal. Los vecinos entran derribando la endeble puerta de lámina. Dentro se oyen gritos, forcejeos: “Pa’qué se meten, ¿quién chingaos los llamó?... ¡Fuiste tú pendeja!... ¡Suéltenme cabrones!...” El público fuera del portón es cada vez más numeroso. Únicamente yo permanezco con los ojos cerrados, aunque no ajena como quisiera.
Entre dos hombres sacan a su papá. A mi papá lo llevan a la delegación. Los cargan de los brazos. Sus pies abren surcos en el lodo. Tras ellos, una mujer intenta esconder su cara amoratada con las mangas sucias del suéter. Las ojeras de mamá entre mechones pajizos de cabello. Lo defiende. Llora. Toma de los hombros a los policías y los jala del uniforme, “nomás era un susto, ¿verdad que sí?”, sonríe nerviosa, observa a los vecinos.
Intento hablarle. Preguntar algo que nunca me quedó claro: pero mamá, si te pegó. Tú dices que te caíste siempre que te pega, ¿por qué lo defiendes? Tengo nueve años y estoy llorando. Nadie hace caso de mi voz.
Intenté consolar a la mujer del rostro amoratado. Puse mi mano sobre su cabeza entrecana. Ella se volvió intentando sonreír y yo regresé a sentarme fuera del portón. No era mamá.
–No debes quedarte aquí. Ven conmigo, estarás mejor.
La niña siguió a la mujer que la llevaba de la mano. Se perdieron detrás de una puerta. De nuevo todo quedó atrás. La noche cubrió voces, pasos. Al fin pude abrir los ojos y respirar tranquila. El dolor en las sienes se diluyó. Unas gotas finísimas volvieron a resbalar por paredes y techos, sobre la tela roja de mi impermeable. Sentí algo de calor entre el frío. Zapatos marrón con la plantilla asomándose por la punta, junto a mí. Levanté los ojos, una mujer de cabello desaliñado. Era la portera, me ofreció un rincón para pasar la noche, té de tila.
–Gracias señora, pero tengo que irme.
Dijo que la siguiera.
–Por la mañana podrá irse, señorita. Ahora es peligroso–. Unas risas y el ruido de botellas descorchándose me hicieron entrar en su cuarto, detrás de ella.
Tomé el líquido humeante. Se alejó con el pozuelo vacío y la espalda cubierta con el chal. Me acomodé en un sillón. El impermeable rojo de cobija. Las rodillas dobladas. La niña del vestido rosa estaba sentada a la mesa, sus pies sin alcanzar el suelo. Remojaba un pan dentro de un pozuelo igual al mío. Intenté sonreírle, pero no tuve valor para encontrame con sus ojos. Me miró, había dejado de llorar. Sus párpados estaban enrojecidos, hinchados. Al acercarme, liberó las lágrimas que retenía. Su rostro se deshizo entre mis brazos. Voy a cuidar a mi mamá, dijo sin que el llanto le impidiera tejer la frase completa, mientras crecía hasta convertirse en una mujer de veintisiete años, egresada de ingeniería química. Yo volví a ser esa niña de nueve años que aparenta ser más pequeña, que aunque intenta ser fuerte al ahogar sus sollozos sobre el pecho de la universitaria, le moja el saco negro con sus lágrimas.
Regresé al sillón y dormité durante toda la noche. Un hormigueo constante recorría mis piernas desde los tobillos. Abría los ojos con cada tic-tac del pequeño reloj de pilas colocado sobre una cómoda. Los cerraba queriendo eliminar cada recuerdo que asaltó mi mente.
No pude.
Ayer llegué tarde de trabajar. El día fue fatal. Los resultados del análisis del lote de ácido se perdieron. Mi jefe gritaba, perdió el avión a Estados Unidos. Las diez horas en el laboratorio se convirtieron en años. La salida no fue mejor. Gruesas gotas de agua se estrellaron en el parabrisas. Fuera del estacionamiento ningún auto se movía. Los cláxones no paraban de sonar. Me uní a ellos en su intento por acelerar el tiempo.
Encendí el radio. Tenemos información de que hubo un accidente en el boulevard Hermanos Serdán. Al parecer un autobús se estrelló contra la reja de la Normal. Todavía no sabemos si hubo lesionados. La lluvia también provocó una carambola. Elementos de vialidad ya están en el lugar de los hechos. A los automovilistas que se encuentran en la zona les recomendamos tener precaución y paciencia, escuché entre estática en el noticiario. Así que un accidente convirtió la calle en una sala de conciertos. Cambié de estación. Tropicales, inglés, radio hablada... Preferí apagarlo.
Mis dedos tamborileando en el volante. Un claxon. Gotas frente a los triángulos de luz. La fila no podía avanzar. Me estaba poniendo nerviosa. Hace dos meses que intento dejar de fumar. Cuando empezó mi afición por el cigarro, mi tía me decía: ¿por qué no lees las letras chiquitas hija?, dicen que es causa de cáncer y enfisema pulmonar. Como si no lo supieras. Aun así fue imposible dejar de pensar en el humo fabricando entramados que ascienden y se deshilachan con el viento. No pude evitarlo. Mi mano abrió la guantera esperando encotrar la cajetilla que había dejado hace una semana. Copia de las llaves del zaguán. Papeles del laboratorio. Una botellita de vodka de doscientos mililitros semivacía. Abrí la ventana y la arrojé, golpeó el cofre de un auto antes de romperse en el asfalto. El conductor gritó algo que no pude entender (otra vez una méndiga botella). Nunca encontré los cigarros. ¡Diablos! El semáforo en verde. Con una linterna, el de tránsito me indicó que podía avanzar. Estaba cerca del departamento. Hundí el acelerador al tener frente a mí la calle despejada.
Observé la ventana casi oscura, las cortinas sin cerrar. Un resplandor temblaba. Me costó trabajo abrir, la lluvia había apretado la chapa. El pasillo vacío. Por debajo de las puertas escapaba luz. Subí las escaleras hasta el tercer piso arrastrando los pies. En el último descanso me quité los zapatos.
Abrí la puerta y encendí la luz.
Entonces algo conocido, remoto, volvió. De cada rincón se desprendía el olor a alcohol, a tabaco. La televisión al máximo volumen. Envolturas metálicas tapizando la alfombra. Ceniceros cundidos. Botellas sobre la mesa de centro y entre mis manuales del laboratorio manchados de grasa. Vidrio ámbar y verde con bordes puntiagudos. Largas. Cúbicas. Aunque no quisiera me sé casi todas las bebidas que contuvieron. Tequila, vodka, ron. Los disparos en la película no cesaban. Y desparramado en el sofá, él. Zapatos mal puestos. Camisa de fuera. Cabellos en desorden. Me miraba con los ojos todavía enrojecidos. “Lily... sho...” Las palabras enredándosele en la lengua. Di un portazo.
Entré en la recámara. Otra vez azoté la puerta. Él no tardaría en aparecer, lo conozco. Cada fin de semana que lo sorprendo ebrio se repite la misma escena. Seguí mi rutina de cuando llego del trabajo: guardé mi bolsa, sentada frente al tocador, comencé a desmaquillarme. Miré el fondo del espejo, que me devolvió mi habitación invertida y su figura apoyándose en el umbral.
–¿Qué tienes?
–Nada... Hombres. Se creen que con diez litros de etanol en la cabezota son más hombres... Imbécil.
–¿Qué dijiste?
–Lo que oíste.
Silencio. Se acercó trastabillando, con las manos crispadas. Me empujó a la cama, la colcha roja de estampado escocés revuelta. Desabrochó su camisa. Busqué con la mirada algo con qué defenderme. Rodé hasta llegar junto al buró. Tiré la lámpara. Un bolígrafo, libreta de direcciones. Allí estaba, en el suelo. Una botella de cristal verde que terminó hecha añicos sobre los grabados de la cabecera. La empuñé con ambas manos. Temblaban. Las astillas lo apuntaban. Parecían trozos de metal atraídos por el campo magnético de su cuello. Cada vez más cerca. Rozaban las venas saltadas. Era el grueso cuello de papá. Era su cuerpo de enorme barriga, sus barbas crecidas durante las tres noches de juerga. Con la actitud de siempre que regresaba: quiero el dinero, dámelo o lo busco. Pero yo no era mamá. No permanecería a su lado. Yo no abandonaría a la niña. No iba a permitir que cada noche me hablara a golpes. Yo me defendería. Si era necesario lo degollaría. Un poco más cerca. Sólo un poco más cerca...
De pronto se evaporó. Apareció mi novio en su sitio, en su tiempo. Delgado, la camisa abierta. Temeroso e inmóvil. La espalda contra el espejo del tocador, queriendo zambullirse. Ojos desmesuradamente abiertos. Los efectos del alcohol se evaporaron. Vi que al otro lado del tocador mi arma cortaba las venas de su cuello. Su cuerpo de enorme barriga caía, enrojeciendo con su sangre la alfombra de la otra habitación, también mía. Yo jadeaba. Mi mano rompía sobre su rostro todas las botellas que encontraba. No quería que en ese montón de carne deforme reconocieran a mi padre. Después de llorar ante su rostro desfigurado, destendía la cama y lo cubría con la colcha. Me alejaba dejando la puerta abierta y una veladora encendida.
Pero de este lado no era papá. No... Dudé.
Sólo se escuchaba nuestra respiración agitada y en el pasillo, una llave entrando en una cerradura anónima.
–Lily, bájala por favor. Tenemos que hablar–, se defendía extendiendo un brazo frente a su rostro.
Lo imaginé junto a sus amigos de la universidad como en otras reuniones en las que estuve presente. En lugar de terminar la tesis, necesaria para un ascenso en la farmaceútica, hablaban de sus experiencias después de concluir las prácticas profesionales. Arrasaban con el licor y las frituras del OXXO de la esquina. Seguramente salieron del departamento arrastrándose como si no tuvieran piernas, dejando detrás una huella continua de alcohol.
Para mí no había nada de qué hablar. Solté la botella rota y salí de la recámara. Dijo algo pero no le entendí. Tampoco me interesaba. Un nuevo portazo.
Desde la esquina, vi su sombra alejarse y volver junto a la ventana más de tres veces. Correr las cortinas, asomarse. Una canción que no pude reconocer en el radio. ¿Qué estaría haciendo? Sonreí, creo que de veras lo asusté. No sería capaz de seguirme. Hasta que varios mechones revueltos cubrieron mis ojos, me di cuenta que estaba empapada. Me puse el impermeable que llevaba bajo el brazo.
Lo conocí en la facultad de ciencias químicas. Yo, en la fila que esperaba ante una de las ventanillas. Iba a inscribirme. Él caminaba hacia la salida. Me apartaron mi lugar desde las seis de la mañana, si no, escuché que decía. Volteamos al mismo tiempo. Le sonreí abrazada a la documentación.
Después de mi examen profesional, de la deliberación, asomaba los ojos entre los hombros de los miembros del jurado. Observaba mi traje azul marino y beige, usado por primera vez. El rostro expectante. Aprobada por unanimidad. Me abrazó junto a mi tía, también emocionada. Ella lloraba, besaba su medalla de la Virgen de Guadalupe. “Gracias, gracias Dios mío...” Apretaba la cadena plateada. La celebración, música y comida para tres en el departamento.
Ocho de la noche. Habíamos apagado el radio, era hora de la telenovela de mi tía. Los platos untados de salsa en el fregadero. Siete cervezas habían sido suficientes para hacerlo reír sin parar. Su rostro junto a mis labios. Su aliento golpeándome los pómulos, las rodillas temblando. Dimos vueltas y se derrumbó sobre una silla. Felicidades nena. ¿Sabes?, yo también quiero titularme pronto. Haré mi tesis, dijo. No le contesté, tampoco dibujé una sonrisa que festejara el título de ingeniero químico. Mi tía roncaba frente al televisor encendido, con las manos en el regazo y la cabeza reposando en su hombro derecho. Yo sólo tenía nariz para el aliento etílico, ojos para su posición: chueco, piernas abiertas y brazos caídos. Casi dormido, pese a los gritos de la protagonista de la telenovela, que no quería ver de nuevo a su galán, quien capítulos antes la engañó. El mío bostezó. Un beso robado dentro de la pantalla. Mi tía se acomodó en el sillón. La cubrí con su abrigo.
Salí al patio. Un ruido, no supe si en la telenovela o producto del golpe de un cuerpo contra el piso. Quería ver la luna, era el día en que estaba más cerca de la Tierra. Sentada al pie de las escaleras, pensé en mamá. Aunque me negué, en papá. Sentí que él me había acompañado. Que estaba presente en el aliento de mi novio. ¿Por qué? Volteé. Casi podía alcanzar un cráter con la mano. La luna, agujero blanco incrustado en lo negro del cielo sin estrellas. Luminosidad lechosa: nubes. En el departamento, la televisión enmudeció. Una voz ranchera cantaba, otra le hacía los coros más desafinados que he oído. Sentí sus vibraciones viajando por el barandal.
Cuando acepté vivir juntos un tiempo antes de casarnos, sin querer, me convertí en mamá. Él en papá.
El aire difumina las nubes, ahora blancas y de contorno amarillo. El sol calienta, evapora el agua de lluvia. Empiezo a sentir calor, la falta de alimento en el estómago. Preguntando a las mujeres que llevan niños de la mano, llego a la avenida principal. Aquí sí conozco, los camiones que van al centro no paran hasta la gasolinería. Todavía debo caminar diez calles y no hay una tienda abierta. Me gustaría tener un cigarro. Las copas de los árboles son trinos de aves despertando. Del asfalto húmedo asciende vapor. Volteo, no se ve un solo autobús.
Llego. Compro unas galletas en el OXXO.
–¿Algo más? –El dependiente me mira detrás del mostrador, tamborilea los dedos.
Volteo a ver las cajetillas de cigarros. Humedezco mis labios. Cuando voy a contestarle recuerdo que intento dejar de fumar.
–No, gracias.
Los empleados de la gasolinería, uniformes kaki, llenan tanques. Aparece el transporte que me regresará al departamento de mi tía –a sus acostumbrados “te lo dije, Liliana. Te advertí que él no sería capaz de olvidar su vicio por ti. No quisiste escucharme, allá tú”. Ni hablar, le concedo la razón.
Subo con las cuatro monedas para el conductor en la mano y mi desayuno en la bolsa del impermeable. El autobús no avanza, espera que del cielo le caigan pasajeros que lo conviertan en una lata de sardinas. Al fin, después de que los autos en la gasolinería desaparecieron y que piernas, brazos y dedos se rozan en el pasillo, nos vamos.
Calles conocidas empiezan su desfile detrás de la ventanilla abierta. Un hombre duerme con la cabeza junto a la mía. Lo empujo e intento cerrar. Nos detenemos. El semáforo de la esquina de mi departamento. El camellón con el árbol donde grabé su nombre para celebrar el inicio de una relación seria, de algo que tal vez culminaría en matrimonio.
No sé si seguir hasta la casa de mi tía. Me asomo. La sombra que estaba junto a la ventana anoche desapareció. Cuando voy a decidir si bajo, la luz verde nos indica el turno de avanzar. Al levantarme, empujo al hombre que dormitaba. Alguien toca el timbre para mí. “¡Bajan!”, gritan los pasajeros que se apiñan en la puerta trasera. El chofer disminuye el volumen de su radio, “¿van a bajar?”, pregunta y abre. Al poner un pie en la acera, el camión arranca. Camino esquivando los charcos que quedaron de la tormenta de ayer. La alcantarilla está destapada. Huele a amoniaco. Atravieso la calle y acaricio su nombre tallado en el árbol. Todavía no sé si degollarlo o echarle los brazos al cuello.
El zaguán frente a mis ojos. Un jetta rojo se acerca. Reconozco sus placas. Se abre la portezuela. Pude comprar cigarros, pero ya no tengo ganas de fumar. Quiero dejarlo. Pantalón de mezclilla con una mancha roja. Tomó de nuevo, cada fin de semana lo tengo que soportar. Que perdonar. Baja con una bolsa de plástico en la mano. Tensa, en forma de cubo. “¿Y qué vas a hacer?”, una pregunta para una época diferente. Para una situación parecida. Es tequila. Se repite el cuestionamiento: ¿qué vas a hacer? No lo sé, no me preguntes lo que todavía no sé...
Trato de esconderme entre los árboles del camellón, pero él me descubre. Deja su bolsa en el suelo. Nuestros ojos se encuentran. Él sonríe. Levanto la mano.

1 comment:

Judith Castañeda said...

Este cuento será parte de mi libro, y espero que les guste.