Monday, September 27, 2010

LOS DAMNIFICADOS DEL LUNES


Ocho pesos podría no significar una cantidad grande. Podría. También es cierto que tanto refacciones automotrices como combustibles aumentan su precio –la gasolina cada mes–. Pero esto aplicado al transporte público se anula. Ocho pesos el pasaje porque los gastos de operación han aumentado y se hace necesario el aumento. No, no y no.

Una subida de tres pesos significan, por lo menos, seis pesos a diario (todos los que vamos a algún lado tenemos que regresar, ¿o no?); para una familia en la que más de dos van a la escuela haciendo uso del transporte público, ya es otra cosa. Y ni se diga si se utiliza más de una ruta para dicho traslado.

Tres pesos es un aumento del sesenta por ciento en base a la tarifa actual.

Y el argumento de tanto gasto, pobres mártires que pagan un aumento mensual de gasolina sin percibir mayores ingresos, sacrificando sus raquíticas ganancias en bien de los usuarios (hay que hacer un altar al concesionario, tan bueno, él, tan santo), de igual modo se va por el caño: quien asume dichos gastos, así como las famosas mordidas, son los choferes. El dueño de la ruta extiende la manita y a cambio recibe una cuenta de mil pesitos, o dos mil, dependerá de la ruta, por unidad, por turno. Así que las cuentas, pues nada más no salen.

Tanto choferes como usuarios en general, estamos debajo de la bota, perdón, de la pezuña de un asno que sólo sabe extender la mano y contar billetes. Por causa de ellos es el mal servicio del transporte público: las corretizas entre unidades, el que en cuanto pones medio pie fuera del estribo arrancan, el ir más apretados que en una lata de sardinas con una etiqueta de 50% más producto gratis. Para los hombres –y algunas mujeres– al volante son los insultos que deberían dirigirse a los contadores de dinero que, seguro, viven como mínimo en la Vista y ni por asomo harían uso de sus propias unidades. Se les ensucia el Armani.

Hoy, gracias a estos burros, a quienes ya se les hizo imposible, según ellos, sostener la misma tarifa ante al alza de combustibles y refacciones, se pudo ver en las calles de Puebla paradas atiborradas. Hombres, mujeres, mirando hacia el final de la calle, el reloj, caminando y volviendo a regresar. Los damnificados del lunes. Y se dijera que es una causa justa; no lo es. Aumentar de una manera tan abusiva, por decir lo menos, un servicio básico para la gran mayoría de la gente, ni por asomo es una causa que justifique hacer marchas y paros que trastoquen a terceros. Son millonarios queriendo aumentar su cuenta en el banco o queriendo cambiar el modelo del año pasado. Y esos no tienen ningún derecho de hacer paros.

También gracias a estos casi mártires de los gasolinazos es que mucha gente tuvo que hacer un gasto que no estaba previsto: taxi (y me incluyo en este grupo). Cincuenta pesos, por ejemplo, que tal vez no se tienen o que se asignaron a otro gasto. Es eso o llegar con retardo a los centros de trabajo (si es que se tiene ese privilegio, tan escaso en este sexenio del mini presidente de la nariz de Pinocho), o faltar porque el reglamento dice que después de cierto tiempo de tolerancia lo que procede es regresar al trabajador a su casa, pues llegó tarde.

¿Qué hacer en el país de no pasa nada? Seguro la gente rascará un poco de aquí y de allá –en donde haya grasita, como lo dijo hace tiempo alguna insigne legisladora panista, de cuyo nombre no me quiero acordar, pero que es lo mismo, pues para el caso, políticos son (María Teresa Ortuño es el nombre con la que la bautizaron, crédito a San Google)–, y afrontar el gasto. Como siempre. El castigo es para la base de la pirámide; también como siempre. A ver hasta cuándo.

Friday, September 03, 2010

EXPOSICIÓN "VOLCANES: EXPLOSIONES DE POBLANIDAD"


Gracias al Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla, por la invitación, y felicitaciones por la idea de juntar letras y pintura en un solo espacio. Esta es mi participación. La exposición estará en las Galerías del Palacio Municipal hasta el 26 de septiembre.




El latido del volcán
Judith Castañeda Suarí

I
Es suyo el sueño del volcán. Hoy quiere aguardiente y chiles; el tiempero lo lee, no necesita reportes meteorológicos ni sísmicos. Pasa las páginas rojas, interpreta y luego sube a la caverna.
Pero no encabeza la procesión; camina delante de él una voz como de magma –la de tiemperos viejos, la propia–: ojalá no haya pedido también un traje nuevo, dice, con grietas, o en vez de agua lloverá fuego sobre el maizal.

II
El tiempero no puede irse. ¿Luego quién va a traducir las palabras de Don Gregorio?; viene mayo, hay que darle semillas, comida, un pantalón nuevo tal vez. Los hombres lo jalan, lo empujan. Y él aún se defiende, aún levanta polvaredas con los pies. Y sigue quejándose.
En el autobús nadie escucha al viejo, nadie piensa en la entrada al Tlalocan ni en un dador de agua. Su nieto ayuda a subirlo, después se sacude el polvo de las manos y pone un pie en el estribo.

III
Retira los ojos del cielo, gris de pulsaciones. Se vuelve hacia la ciudad. Los tendederos extienden las alas, alguna obra negra. Y se le va la sonrisa. Allá debe estar, pero no lo distingue. Su tiempero. Exhala, una bocanada más que traza moretones en la tierra, cenizas en el horizonte ahora sin cumbres de la ciudad.

IV
A los pies de los hombres les falla la memoria, confunden las ropas del ayuntamiento con las de la caverna, y hacen una procesión a la ciudad.
La cumbre mira las espaldas. Y recuerda el sueño de agua y su antiguo traje de velas, de plumas, de senderos hacia lo alto; ahora el mismo sueño lleva fertilizantes, tuberías. Por eso ella atesora cada gota. Por eso su corazón se hizo blanco. No importa si el pecho de la mujer dormida a su lado se agita, el hielo no se derretirá. Y no volverá a llover.