Wednesday, March 31, 2010

LA ÚLTIMA TENTACIÓN


Pocas obras literarias tienen tan saturada la atmósfera que envuelve sus páginas como esta, escrita en 1951 por un autor excomulgado. Línea a línea, más que el hombre que sangra en el madero, el crucificado sin oponer resistencia alguna, quien parte en dos la cuenta de los años y lleva un sol en la coronilla, se mueven el temor a llegar al peldaño más alto de una misión, la espera de una señal, de un relámpago que ilumine el espacio para el siguiente paso, el reclamo de un pueblo harto de esperar a que lo salven.
Se trata de, para muchos, la obra cumbre del filósofo griego Nikos Kazantzakis. Del libro que inspiró un filme blasfemo. La última tentación. Por encima de la cubierta flotan, al lado de la excomunión de Kazantzakis y la imposibilidad de inhumarlo en un cementerio, los esfuerzos de Grecia para que no se le otorgara el Premio Nobel de Literatura, la propia película, filmada en 1988 bajo la dirección de Martin Scorsese, la antigua doctrina en la que se apoya la obra –el adopcionismo– y el hecho de que el libro figure en la lista de volúmenes prohibidos de la Inquisición.
En el principio nos encontramos con los motivos del autor: la lucha entre el espíritu y la carne, entre lo humano y lo divino. Él mismo lo confiesa en el prefacio. Luego, entre sueños casi reales, premonitorios, en donde reina la virtud por el miedo, los enanos por falta de fe y las almas iguales a tiendas de cambistas, vemos a un hombre construyendo cruces para ejecutar a los mesías que Dios escoge. Así muestra que no desea su amor, su predilección, el cual se materializa en garras de águila clavadas en la coronilla. Se trata de Jesús, o así lo intuimos, pues el narrador lo llama el joven, el hijo del carpintero, el hijo de María, y nunca menciona su nombre sino hasta la página 194 (editorial Debate, España, 1995, edición de bolsillo), cuando se acerca a defender a Magdalena, su prima, la hija del rabino. Es entonces, con cada paso, que el hijo del carpintero se vuelve más ángel, o más santo, con esa túnica blanca cubriéndolo y la multitud detrás.
Es el adopcionismo de principios de la cristiandad, es el Dios de los antepasados, de quienes legaron al pueblo la pregunta “Dios de Israel, Adonay, ¿hasta cuándo?”, que ahora desciende sobre el “crucificador”, dignándose así a responder a quienes repiten el reproche mientras golpean el muro y fruncen los labios. ¿Hasta cuándo? Hasta ahora. No hay más garras de águila clavadas en la coronilla cuando Jesús se abandona a su padre, al poder que lo ha tomado como hijo.
Página tras página, vemos cómo frases comunes sirven de trampolín para imágenes en las que el miedo, el Miedo, es un conejo agazapado y tembloroso en el fondo del vientre de Jesús, el sueño, o mejor dicho la pesadilla, son montañas y gigantes vueltos enanos que cargan la cruz y la corona de espinas, y Lázaro, el muerto vivo y vuelto a matar, es una madeja de lana en la punta del cuchillo de Barrabás, una sábana mojada que se debe retorcer, sacudir y ocultar antes que “su maldito amigo” la encuentre y vuelva a resucitarla.
En la obra de Kazantzakis, Jesús es como ese conejo al fondo del vientre. Sólo sabe que Dios quiere que se levante y hable al pueblo. A cambio le promete el reino de los cielos. Y el joven tiembla: “Sí, sí, tengo miedo… ¿Qué me levante para hablar? ¿Qué puedo decir y cómo? ¡Soy ignorante, te aseguro que no puedo! ¿Qué? ¿El reino de los cielos? Yo me burlo del reino de los cielos. Me gusta la tierra, y te repito que quiero casarme, casarme con Magdalena…” También comete actos que sabe ofenderán al dios de Israel: “…has comprendido bien… lo hago para que me detestes y busques a otro… ¡Sí, sí, lo hago intencionadamente! ¡Y fabricaré cruces durante toda mi vida para que crucifiquen en ellas a los Mesías que tú elijas!”
Dios lo persigue, le entierra las uñas, lo aturde a gritos, a voces, hasta convencerlo. Él lo guiará. Entonces no hay más dolor en la cabeza, y sí un vigilante: Judas, el pelirrojo, el gigante de los sueños de Jesús, el encargado de matarlo por orden de los zelotes. Jesús es una vergüenza para su pueblo, el único que no niega una cruz al romano; por eso debe pagar. El pelirrojo es un gigante que no lo deja solo ni en sueños, que quiere impedir que el hijo de María entregue una cruz más, que lo deja vivir y lo vigila porque quiere cerciorarse de que él es el Mesías tan esperado.
Entre las tentaciones que asedian a Jesús, como si fuera una serpiente que rodea pedruscos y dunas, se arrastra la visión que tiene Nikos Kazantzakis de la Iglesia Católica. Dos pasajes la ilustran por completo. El primero, cuando Jesús se da cuenta de lo que escribe Mateo, quien cree su pluma guiada por la mano de un ángel, y le reclama no confiar verdades al papel: “¡Qué significa todo esto? ¡Son mentiras, mentiras y más mentiras!... Nací en Nazaret y no en Belén, jamás puse los pies en Belén y no me acuerdo de ningún mago; jamás fui a Egipto y ¿quién te reveló las palabras que habría pronunciado la paloma en el momento de mi Bautismo: “Este es mi hijo amado”? Ni siquiera yo las oí. ¿Cómo es posible que tú, que no estabas allí, sepas lo que dijo la paloma?” Mateo le contesta que un ángel se inclina sobre su oído, le dicta, y él escribe: “El ángel me cubre como a un recién nacido y escribo, aunque mejor dicho no escribo sino transcribo lo que me dice. ¿Acaso habría podido escribir por mí mismo todas esas maravillas?” Y Jesús duda.
Luego, en pleno ensueño de matrimonio junto a María, la hermana de Lázaro, el autor griego vuelve a exponer a la tejedora de mitos en la persona de Pablo, “Saúl, el bebedor de sangre humana”. Este hombre rechoncho y calvo recorre el camino que Jesús abandonó, por el que casi lo crucifican. Lleva la palabra del Mesías: “Jesús de Nazaret… no era hijo de José y María, sino de Dios. Bajó a la tierra y tomó un cuerpo de hombre para salvar a los hombres… le apresaron, lo condujeron ante Pilatos y lo crucificaron. Pero al tercer día resucitó y subió al cielo. ¡La muerte ha sido vencida, hermanos; los pecados han sido perdonados y se abrieron las Puertas del Paraíso!”
Pablo asegura que Jesús es un relámpago que habla, que lo vio, que es él quien lo envía a recorrer la tierra para anunciar la Buena Nueva. Jesús lo llama embustero, grita, se descubre: no murió en la cruz ni resucitó, sus padres son María y José. El predicador de caminos lo interrumpe: “Cállate; si los hombres te escucharan se sentirían mutilados de brazos y piernas. En la podredumbre, la injusticia y la pobreza de este mundo, Jesús el Crucificado, Jesús el Resucitado era el único y precioso consuelo del hombre honrado y oprimido. ¿Qué importa que sea mentira o verdad? ¡Basta con que el mundo se salve!... ¿Qué es la verdad? ¿Qué es la mentira? La verdad es lo que da alas al hombre…”
Más allá de la causa de su censura –la imagen de un Jesús viviendo en matrimonio dos veces, con hijos, artesano de cruces, negándose de palabra y acto al destino que Dios le impone a fuerza de garras y espinas, o el hecho de que la Iglesia se viera reflejada en sus páginas como en un espejo–, de su inclusión en la lista de libros prohibidos, La última tentación, novela considerada blasfema por muchos, genial por otros, es depositaria de una prosa magistral. Por encima de la biografía de su autor y de su visión y pensamiento, se trata de una de las obras cumbres de la literatura universal.

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