Friday, March 07, 2008

NO FUERON NI NUEVE Y MEDIA NI MADRUGADAS


Leí el libro de María Luisa Puga -¿novela, biografía, reunión de una persona consigo misma en dos edades alejadas por treinta y dos años?- en el trayecto de la casa al trabajo. El camión. Los brincoteos ocasionales no me impidieron asomarme a la obra de esta autora desaparecida en el 2004, a los sesenta años, quien impartiera talleres literarios para niños y jóvenes en Erongarícuaro, Michoacán.
Su disciplina la hizo levantarse a las cuatro de la mañana para iniciar la escritura, a diario, ir temprano a dormir, pues la libreta la esperaba la siguiente madrugada. Como reflejo de esta costumbre está Nueve madrugadas y media, sólo que en las páginas del libro editado por Alfaguara en el 2003 ni escribe ni está sola: alguien llamado simplemente “Hernández”, de veinticuatro años, llega y la entrevista para un proyecto, rompe sus días, su rutina: observar la vida de cinco escritores de lugares distintos.
Los capítulos son las madrugadas, una comida y una cena con el -¿la?- probable estudiante, y cada uno está construido por una cadena de diálogos por los que nos enteramos que Hernández tiene gripa, que la escritora puso como regla reunirse sólo de madrugada –imagino las cuatro en el reloj-. Que fue secuestrada.
La historia aparente es que una joven llega a visitar a una escritora como parte de un proyecto. Se reúnen en diez ocasiones, durante la madrugada, la escritora habla acerca de la literatura, de las imágenes, de las sensaciones al instante de regresar a México, de la corrupción, de la vida de cada una: el miedo a envejecer y aceptarlo porque simplemente pasa. Percances: la estudiante se cae, tiene gripa, no puede interrumpir a la escritora en su vida diaria –quien de repente sufre un dolor de muelas y un viaje a la ciudad para hablar de su nuevo libro–, sólo un día come con ella –“nunca había estado en la cocina contigo adentro”.
El libro, más que de una historia, de un ¿y luego qué pasó?, del sobresalto por algo inesperado, está compuesto con lecturas de Don de Lillo y Dostoievski adaptadas en parte a la realidad de Hernández, en parte al sueño que tuvo entre la sexta y la séptima madrugada, con imágenes de carreteras y volcanes, de habitaciones amplias, de cuartos de azotea.
Al principio es como si asistiéramos a un taller literario de los que la autora nacida en el Distrito Federal, en 1944, impartió a lo largo de su vida. Por momentos es el alumno quien cuestiona, a veces, el tallerista. Sin otro indicio del cambio de interlocutor que el guión largo, al iniciar la lectura, intenté seguir la secuencia: la escritora, la alumna, la escritora, la alumna… Decidí no hacerlo más pues, creo, los personajes no hablan alternadamente, así que las palabras junto a dos guiones contiguos pueden pertenecer a la misma interlocutora.
¿Autobiografía? ¿La autora confrontando sus puntos de vista acerca de la vida y la literatura y las lecturas con la que era a los 24 años, antes de partir hacia Europa y África? A lo mejor el espacio donde hablan es su propio cuerpo, su interior; si María Luisa Puga era escritura –palabras de Isaac Levín, su alumno en los talleres de Ciudad Universitaria, su compañero, con quien vivió desde 1985 junto a la laguna de Zirahuén– muy bien podría ser la madrugada dentro de la que llenaba sus libretas con letras sepia, su cabaña con la ventana abierta a “Esteban”.
El final de Nueve madrugadas y media es como el de cada uno de los capítulos: intempestivo, como un portazo frente a la cara. “Hernández”, aún con preguntas en los labios, aún con la vida fuera de los libros como un enorme signo de interrogación, aún aferrándose con las uñas a una última respuesta no para su proyecto, cuestiona acerca del secuestro que sufrió la escritora –quien se asoma con todo y nombre, se dice Sra. Puga de lleno, a diferencia de Las posibilidades del odio y su capítulo seis, donde es simplemente “la mexicana”
-Todo este tiempo te he tratado de decir que un secuestro es todos los secuestros. Piensa en el acto, no en los detalles. Eso ya es morbosidad. Ándale, vete a tu vida que yo me caigo de sueño– le contesta la escritora. Hernández apenas balbuce un “Pero…”
–Cierra la puerta cuando salgas. Que tengas una buena vida–. Casi imagino la puerta en la cara.
Y entonces María Luisa Puga, con veinticuatro años, se fue a vivir a Europa y África. A escribir.

1 comment:

Space 10 Trendie said...

Hola gusto en saludarte, busco el libro.. Y no lo encuentro sabes