La literatura contiene en su interior a la vida, nos lleva a otros lugares, pone frente a nosotros personajes de épocas anteriores o por venir, ambientes lejanos. Estos aspectos se encuentran en la novela histórica Memorias de Adriano, donde Marguerite Yourcenar, después de aproximadamente treinta años de investigaciones en bibliotecas, de viajar a la Villa Adriana, a los lugares frecuentados por el emperador romano, de observar esculturas y ruinas, de iniciar y abandonar en más de una ocasión el libro, de entrar en la desesperación de un escritor que no escribe, nos entrega la vida de un hombre cuando éste se encuentra próximo al mausoleo.
La novela refleja, incluso en su estructura, la vida del emperador Adriano –la de cualquiera de nosotros–. Narrada en primera persona, refiriéndose en poquísimas ocasiones una segunda –Annio Vero (Marco Aurelio)–, va de la juventud, en búsqueda constante, llena de ideas sin materializar y de actos que tienen la finalidad de volverlas sólidas, hasta los deseos de interrumpir la respiración con la propia mano. El libro se puede abordar desde aristas diferentes: un político que lega su experiencia a quien, mucho después de su muerte, heredará el imperio, un hombre enfermo hablándole con cariño a su nieto, ansioso por dejar sus asuntos en orden.
En cada letra se enreda la política y sus frases, que siguen conformando el vacío discurso de los aspirantes a cargos de elección popular, la enorme cascada de nombres –funcionarios, gobernadores de provincias, consejeros, poetas, médicos–, la preocupación por un futuro donde el mundo se busca otros dueños, el amor hacia un favorito ahogado a los veinte años, durante un viaje a Egipto, el dolor de una agonía tan larga como se la deseó un enemigo.
Inicia con un “Querido Marco:”, frase dirigida al futuro emperador Marco Aurelio. Este primer capítulo es una carta donde se resume la intención del libro; le cuenta del médico, de su enfermedad, de sus costumbres y placeres perdidos de a poco. Esta parte y el capítulo final es donde la referencia a una segunda persona está más presente.
Dentro del conocimiento de la política, del gobernar, escuchar, defender y servir al pueblo, hay frases repetidas hasta la memorización por quienes se dedican a esa misma actividad actualmente, quienes tienen entre sus logros el haber vaciado las palabras, el desgastarlas de tanto pisar sobre ellas. Y tanto es así que al leer la novela, cincuenta años después de publicada, el mismo discurso se transporta a las páginas y desplaza la caligrafía de Marguerite Yourcenar, devaluándola, volviéndola un manual para diputados y senadores.
En cuanto a una frase subrayada en la correspondencia de Flaubert por la autora nacida en Brucelas en 1903, acerca de un período donde el hombre estuvo solo –los dioses ya no estaban y Cristo aún no aparecía–, ubicado entre Cicerón y Marco Aurelio, lo que refleja no es tanto la soledad como lo imperioso de acudir a un ser superior, o en todo caso fabricarlo. El emperador que gobernó Roma desde el año 117 hasta su muerte en el 138, fue iniciado en ciertos cultos con un baño de sangre de toro, y se refiere en repetidas ocasiones a los dioses, tal vez no muy convencido, pero cuando muere su favorito, el joven Antínoo, Adriano lo deifica; aunque su culto desapsareció con él. En la novela traducida por Julio Cortázar los hombres no estuvieron solos, por lo menos no el emperador: creó un dios y así mantuvo caliente el recuerdo de quien ofreció la vida en un sacrificio para alargar la del emperador.
Y al igual que Antínoo, hundidos en el barro del Nilo, en un mundo de columnas y bustos de mármol, olvidándonos de referencias históricas y dejando pasar el río de nombres y cargos, es un placer sumergirse en la narartiva elegante de Marguerite Yourcenar, en su compromiso con el emperador y su tiempo, con quien se dirige a su alma como “mínima, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo” y encontrarnos tal vez con nuestra vida hecha párrafos.
La novela refleja, incluso en su estructura, la vida del emperador Adriano –la de cualquiera de nosotros–. Narrada en primera persona, refiriéndose en poquísimas ocasiones una segunda –Annio Vero (Marco Aurelio)–, va de la juventud, en búsqueda constante, llena de ideas sin materializar y de actos que tienen la finalidad de volverlas sólidas, hasta los deseos de interrumpir la respiración con la propia mano. El libro se puede abordar desde aristas diferentes: un político que lega su experiencia a quien, mucho después de su muerte, heredará el imperio, un hombre enfermo hablándole con cariño a su nieto, ansioso por dejar sus asuntos en orden.
En cada letra se enreda la política y sus frases, que siguen conformando el vacío discurso de los aspirantes a cargos de elección popular, la enorme cascada de nombres –funcionarios, gobernadores de provincias, consejeros, poetas, médicos–, la preocupación por un futuro donde el mundo se busca otros dueños, el amor hacia un favorito ahogado a los veinte años, durante un viaje a Egipto, el dolor de una agonía tan larga como se la deseó un enemigo.
Inicia con un “Querido Marco:”, frase dirigida al futuro emperador Marco Aurelio. Este primer capítulo es una carta donde se resume la intención del libro; le cuenta del médico, de su enfermedad, de sus costumbres y placeres perdidos de a poco. Esta parte y el capítulo final es donde la referencia a una segunda persona está más presente.
Dentro del conocimiento de la política, del gobernar, escuchar, defender y servir al pueblo, hay frases repetidas hasta la memorización por quienes se dedican a esa misma actividad actualmente, quienes tienen entre sus logros el haber vaciado las palabras, el desgastarlas de tanto pisar sobre ellas. Y tanto es así que al leer la novela, cincuenta años después de publicada, el mismo discurso se transporta a las páginas y desplaza la caligrafía de Marguerite Yourcenar, devaluándola, volviéndola un manual para diputados y senadores.
En cuanto a una frase subrayada en la correspondencia de Flaubert por la autora nacida en Brucelas en 1903, acerca de un período donde el hombre estuvo solo –los dioses ya no estaban y Cristo aún no aparecía–, ubicado entre Cicerón y Marco Aurelio, lo que refleja no es tanto la soledad como lo imperioso de acudir a un ser superior, o en todo caso fabricarlo. El emperador que gobernó Roma desde el año 117 hasta su muerte en el 138, fue iniciado en ciertos cultos con un baño de sangre de toro, y se refiere en repetidas ocasiones a los dioses, tal vez no muy convencido, pero cuando muere su favorito, el joven Antínoo, Adriano lo deifica; aunque su culto desapsareció con él. En la novela traducida por Julio Cortázar los hombres no estuvieron solos, por lo menos no el emperador: creó un dios y así mantuvo caliente el recuerdo de quien ofreció la vida en un sacrificio para alargar la del emperador.
Y al igual que Antínoo, hundidos en el barro del Nilo, en un mundo de columnas y bustos de mármol, olvidándonos de referencias históricas y dejando pasar el río de nombres y cargos, es un placer sumergirse en la narartiva elegante de Marguerite Yourcenar, en su compromiso con el emperador y su tiempo, con quien se dirige a su alma como “mínima, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo” y encontrarnos tal vez con nuestra vida hecha párrafos.
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