Tuesday, July 04, 2006

ALEJANDRO MENESES II


La muerte es el único evento que tenemos seguro en la vida. Es hacia donde nos dirigimos, irremediablemente y sin escalas. La literatura es la vida, decía Alejandro Meneses (Altzayanca, Tlaxcala 1960–Puebla 2005). Y dentro de ese existir alterno de tinta y papel, la muerte también se hace presente con diversos vestidos: la boca de un fusil, la ausencia de quien nos ha acompañado, la vejez entre sábanas de hospital, un veneno pastoso en los labios, un signo de interrogación...
La obra de Meneses no está exenta de muerte. Algo que es común a casi todos sus cuentos es el deceso del padre. En “El barco de cristal” de Días extraños, colección Asteriscos, editado por la Universidad Autónoma de Puebla en 1987, con un telegrama le anuncian al personaje que su padre ha muerto. Su madre. Y diez años después de huir debe regresar a la casa de la playa, de su infancia: “Mi madre en un escueto telegrama me anunciaba la muerte de mi padre. No me dolía. Sólo sentí que las cosas ya no estaban en su sitio, en el lugar en que, al principio forzosamente, después por la costumbre, las había puesto para alejarme de un pasado que me incomodaba. Este reacomodo, que había ocupado los últimos diez años, volvía a descomponerse con la noticia. Desde que había salido de mi casa no volví a ver a mi padre, a mi madre contadas veces, y creía que mis antiguos sentimientos estaban sellados, cauterizados. Nada sentía por ellos y este desamor me daba comodidad”. El personaje, contrariado, tiene que encontrarse con su madre.
Después del velorio, si ese nombre se le puede dar a un momento donde dos personas solas buscan separarse aún más al ir a cerrar una ventana, con una lámpara apagada, incluso con las frases que intentan decirse y no saben cómo, llegan los rezos ante el esposo muerto: “Tristísima cara de oveja, babeante niño idiota, no quiero que descanses. No vas a notar en mi rostro el dulcísimo deseo de arrojar tu cajón por la ventana; las cosas seguirán igual que antes para que te des cuenta que desperdiciaste tu vida de la manera más estúpida, hincándonos con tu odio sin sentido, abarcando nuestras vidas como si la tuya no te bastara. Esperas, ya sé que estás esperando que algo suceda y nos soltemos a llorar, que sientas que nuestro amor, aunque sea impostado, te toca allá donde te encuentras. Pero nada pasa y tu hijo duerme como si no hubieras muerto, y yo me arrodillo ante ti por última vez, para decirte lo largo de mi odio, mi sangre espesa que ya no se mueve y nada siente con tu muerte”.
La mujer escribe cartas como si platicara con el espejo; en una de ellas le comunica a su hijo la decisión de matar a su padre. Está harta de él, de sus ruidos en el baño, de “sapo en su charca, borborigmos densos, eructos, toses y chapaleos de anciano”. Y le pone veneno para ratas en la sopa de avena. Él se da cuenta y de todos modos sigue llevando la cuchara a su boca. Está muerto, desde antes lo estaba, y ahora la mujer lo quemará en el patio trasero. La atmósfera de este cuento se resume en una frase con que el narrador describe la casa: “Lo que me rodeaba tenía la apariencia de esos bodegones oscuros, infinitamente tristes, donde reposan frutos marchitos, acomodados por alguien que no sabe qué hacer con su tristeza”.
En Ángela y los ciegos, libro editado por Cal y Arena en el año 2000, se repite la muerte del padre del personaje y aun más; ese sino se extiende a su prima Ángela, quien llega a la casa de su tía. “–Tu tío se murió anoche...Pensé en el tío que todos los años invitaba, a la viuda y al huérfano, a esa casa de la playa a la que mi tía Mercedes dedicó su vida de gorda bonita”.
Al igual que en “El barco de cristal”, “Ángela y los ciegos” pone de manifiesto una separación entre el personaje y su madre, sólo que esta vez la causa no es por la huida de la casa paterna; la lejanía está dentro de las mismas paredes. Él le dice a su prima: “Espantas a mi madre porque no puede tenerte. Piensa que deberías ser suya. Siempre te quiso pero nunca llegaste a su vientre. Ahora, siempre te estás yendo, nunca acabas por llegar”.
Otra diferencia es que él sí tiene deseos de acercarse, sin lograrlo. “Yo me quedé tras la puerta, rodeado por el resplandor de las ceras; entre ellas, la de mi hermano. Me asomé: Mi madre pasó su mano áspera por el cabello de mi prima. La estrechó contra su pecho, acercándola hasta un sitio al que yo nunca había podido llegar. Mi madre vio mi cara lejana: luz y sombra sobre los rasgos que algún día fueron de mi padre. con la cabeza me señaló la escalera, el mundo exterior, la lluvia. Y se quedaron solas. Como siempre, sin mí”.
Hay trece años de distancia entre Días extraños y la nueva musicalidad que envuelve a cada narración de Ángela y los ciegos, que es una reunión de frases contundentes: “Abrí los anaqueles, revolví el refrigerador donde las verduras, abandonadas, criaban hongos con sabia paciencia; metí la mano en ciertos lugares de la alacena que no visitaba hacía meses: tallarines fosilizados, especias en peligro de extinción, harina convertida en roca, un caramelo, telarañas deshabitadas, el frágil cadáver de un ratón”.
La recopilación Casa vacía, publicada a finales del 2004 por LunArena, recoge algunas de las narraciones que construyen Vidas lejanas (ABZ Editores, 2003), cuyo tiraje se adquirió en su totalidad para las bibliotecas de aula.
En cuentos como “Escalera al cielo”, “Cuaderno de viajes” o “Sequía”, se siente un acercamiento, cierta complicidad, entre el personaje o narrador, y su madre, los tíos. La constante, el padre sigue siendo algo etéreo, algo que se va antes o durante el cuento; incluso algo que no se menciona.
“Cuaderno de viajes” narra esa cercanía que hay entre el abuelo y su nieto, la complicidad del dictar y escribir biografías y crónicas de viajes imaginarios, poemas. De nuevo, el padre muerto. El anciano haciendo un poco las veces de padre; al mismo tiempo es un niño ante la televisón, las caricaturas. Muere al final: “Ahora, como mi padre, ha regresado a esas regiones donde el calor es un mosquito y el frío un mero paisaje blanco. En su biografía no aparecen sus padres, nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca vivió en esta casa y yo, por supuesto, no he nacido. Ni lo haré”.
En “Sequía” intervienen dos voces, padre e hijo. El padre vive con su tío, quien le hereda un rancho pulquero, propiedad que finalmente terminará en manos de don Luis, cacique de ciudad, quien compra el pulque al precio que él fija, y luego es cliente de la carnicería que el padre adquiere con el dinero de la venta del rancho.
A diferencia de otros cuentos, el padre continua vivo al final de la narración. En cambio, la muerte alcanza a don Luis en “un hospital de Puebla”. Quizás Alejandro Meneses pensó en este personaje como una especie de padre, pues tiene cierta simpatía, cierto acercamiento, con el hijo.
En el cuento “Un extraño en el paraíso”, también existe un personaje que tiene cercanía con el narrador. Un asaltante cojo a causa de un balazo detrás de la rodilla, un hombre que mató al padre de aquel casi junto a su cuna. Esta vez el personaje vive con su abuela, abandonado por su madre desde la niñez. Ese “ladrón ridículo, asesino bufo”, lo ayudará a recuperar a su padre a través de un cuaderno azul, pues él no lo conoce: “Por las fotografías que conservo sé que mi padre fue un hombre robusto, de cabello quebrado y labios finos. En todas aparece de corbata, no se la quitaba ni en los días de campo: junto al río y con los pies desnudos pero con corbata. Mi madre se recarga sobre su pecho mientras él mira a otro lado, nunca a la cámara”. Esto último también signo de esa lejanía entre él y su padre.
Los cuentos de Vidas lejanas son atmósferas y metáforas, creo, pensadas durante más de una noche. Decía Alejandro: “Busquen sus propias metáforas, confíen en sus instintos”. De “Escalera al cielo”: “–Va a llover– dijo mi tío Manolo, mirando el cielo pesado que latía y empujaba, lentísimo, su plomo hacia Huamantla. La montaña azul, espumosa de nubes, se derramaba como un vaso lleno sobre las orillas del pueblo”.
¿Qué tanto hay de la biografía de un escritor en su obra? Alejandro Meneses perdió a su padre a una edad muy temprana, de cinco años, acercándose así a su madre. Este sino desafortunadamente se ha alargado hasta alcanzar a sus dos hijas, de diez y seis años de edad. Meneses murió hace casi un año, dejándonos huérfanos también a sus alumnos y amigos. Ahora sólo resta mantenerlo vivo en sus libros, en sus cuentos, tratar de plasmar sus enseñanzas en otros textos, recordar la época en que coincidíamos en “su oficina” y levantar un “oso” a su salud. Él sigue respirando.

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