
Cuando se es joven, cuando se disfruta una compañía, hace acto de presencia esa ráfaga amarilla y plata que dice: “Tu vida es eterna”. O cuando se tiene poder. Y dinero. Mucho, demasiado. Tanto como para ser declarado el hombre más rico del planeta. Sí, se es inmortal.
En torno a esta sensación de eternidad gira la novela de Agustín Ramos Olvidar el futuro. Una persona, dejando de lado el hecho de que por fuerza tendrá que morir, detenta poder y posee más riqueza que cualquiera de los habitantes del planeta. Es el señor, así, sin un nombre. Pero más bien parece el rey: casado con la reina, su hija mayor es la princesa, la familia es dueña de empresas con alcance internacional, de mansiones enclavadas en campos de golf de dieciocho hoyos…
Y el señor es inmortal. O lo parece, porque el libro, editado a principios del 2010 por Tusquets editores en su colección Andanzas, comienza con su muerte. A manos del personaje–narrador, “el cuate este”, “el nuevo Carlos Fuentes”, dentro de un bunker disfrazado de fábrica de impresos vieja.
Luego, a lo largo de las trescientas diez páginas, el lector parece asistir a la historia reciente de México. El país de Olvidar el futuro es un hervidero de retenes, militares y no militares, de asaltos al transporte de pasajeros, de comentarios en torno a los medios de comunicación. De un no estar seguro qué pasa.
Un solo día basta. El nuevo Carlos Fuentes tiene una cita con el señor, una plática informal, y luego se traslada de la capital a Pachuca. Entre ambos eventos la trama, en medio de brotes de buen humor –el militar que quiere irse corriendo hasta Acapulco en vez de seguir vigilando a la familia del señor–, parece precipitarse a borbotones: la militarización, la guerra contra el narcotráfico, la historia del señor, de su maratónico enriquecimiento gracias a informes privilegiados, al contacto con la persona correcta –con el futuro presidente, por ejemplo–, su muerte, que se cuela por el agujero que un taladro le deja en la frente, y la toma del poder por parte de los militares.
Al principio suponemos que el asesinato del hombre más rico es el detonante, que la sola presencia del esposo de la reina, a modo de barrera de protección, mantenía más o menos a raya la violencia. Y entonces sucede: el arresto del hermano mayor del señor, la vigilancia y casi secuestro de la familia más cercana. Después de todo, como lo declara el narrador en la primera página, eran mortales. Igual que el señor.
A diferencia de ellos, la idea de la inmortalidad es como su nombre, predica con el ejemplo; ella sí es inmortal. Si tenía casa en la figura del señor, ahora ha fundado una nueva en el amorfo cuerpo de armas largas y uniformes con botas torturadoras. Los militares, antes al servicio del presidente, declaran el toque de queda, la suspensión de garantías, y toman el poder: ese que hace olvidar el futuro y obliga a la gente a creer que es inmortal, ese largo y ancho y alto, sin tamaño de tan grande, ante el cual uno se pregunta ¿vale la pena detentarlo por determinado lapso de tiempo?, y se responde “no; para disfrutarlo por completo debemos ser inmortales, a fuerza”.