México, la ciudad novohispana, nació de los escombros de Tenochtitlán, la ciudad azteca. En ella comenzó el arte que llamamos colonial o virreinal y sus inicios fueron de alarde y de temor.
Sus remembranzas medievales no fueron simplemente el recuerdo de la España del siglo XV, sino una actitud defensiva ante la posibilidad de una reacción del indígena vencido. La primera obra de arquitectura que se elevó entre la isla y la laguna fue una fortaleza, las atarazanas, basto almacén torreado con almenas y aspilleras que sirvió para guardar la artillería y los bergantines que lograron la victoria.
De esta señal surgieron las primeras casas de los conquistadores, tan recias y solemnes que harían decir a Cervantes y Salazar, primer cronista de la ciudad: “cualquiera diría que no son casas, sino fortalezas”, y el obispo Zumárraga escribía al Emperador a propósito de la mansión de Nuño de Guzmán: “mandó construir una gran casa con cuatro torres horadadas con troneras, lo que le dio la figura de una fortaleza”. Llevaban torres en las esquinas, almenas y hasta fosos. La visión general de la ciudad de los conquistadores, debió ser como la de los burgos españoles o italianos del final de la Edad Media. Cuando el cronista subió a la cresta de la roca de Chapultepec, no pudo menos que decir: “está la ciudad toda asentada en un lugar plano y amplísimo, sin que nada le oculte a la vista por ningún lado; los soberbios y elevados edificios de los españoles se ennoblecen con altísimas torres...” Tal fue el paisaje arquitectónico del México del siglo XVI, la última ciudad medieval del mundo.
Pero si en su alzado fue un feudo en el que dominó la arquitectura civil, en su trazo fue una ciudad moderna, renacentista, es decir, rectilínea y sobre un plano reticular. Alonso García Bravo, el “geómetra” que delineó la urbe, no recordó nunca las tortuosas ciudades de su patria y prefirió el urbanismo desahogado y recto con el que soñaron Leonardo y Alberto Durero. El plano de la antigua Tenochtitlán ayudó a su empresa porque, como observaron los conquistadores, la capital azteca era un cuidadoso conglomerado de pirámides, palacios, y casas que formaban paralelogramos perfectos como nunca habían visto en el Viejo Mundo.
También el medievo se prolongaba fuera de la ciudad. En Cuernavaca, el conquistador erigía su palacio almenado y con bastiones angulares y las torres de vigilancia, o “rollos”, señoreaban sus posesiones como en Tepeaca y Tlaquiltenango. Las Casas Reales de las primeras ciudades se hacían con añoranzas toledanas, como las de Tlaxcala, con portadas de enormes piedras en jambas y dinteles y en los arcos mixtilíneos de sus terrazas.
Un cambio a finales dell siglo XVI dulcificó esta vigorosa arquitectura. La alborada del Renacimiento se presentó triunfante y un nuevo matiz decorativo se unió a la mansión feudal añadiendo columnas, escudos, medallones y rejas torneadas, así como abriendo los estrechos vanos de la primera arquitectura militar. Una de las primeras obras, ya francamente renacentistas, fue la Universidad, edificada hacia 1580.
Después, el plateresco y el mudejár harían de las ciudades hispanomexicanas otro tipo de construcciones hasta su entrega definitiva en brazos del barroco.
No fue muy diferente la solución del problema arquitectónico religioso, aunque produjo, por sus peculiares necesidades, formas nuevas que supieron conjugarse admirablemente con las antiguas. En los monasterios del siglo XVI seguimos contemplando la Edad Media, pero sólo en sus exteriores, grandiosamente almenados y hasta con pasos de ronda, desde el sencillo de Huejotzingo, en la fachada principal, hasta los complicados que dan vuelta a toda la iglesia, horadando sus contrafuertes, como en Tepeaca y en Cuautinchan.
Mas a pesar de esto, la planeación de un convento mexicano del siglo XVI es toda una novedad arquitectónica. Nunca en Europa existieron los inmensos atrios de México, que eran a la vez escuela, lugar de culto y cementerio. Es inconfundible un monasterio de esta época. Al fondo del atrio, por el cual se entra bajo arcadas esculpidas, está la iglesia, siempre de una nave y sin cruceros, cuajada de frescos en sus muros y un gran retablo de madera dorada al fondo, ocupando todo el testero. A un lado del convento, con su portería cabe la portada principal del templo, compuesta de uno o varios arcos; luego el claustro, en cuya planta baja van el refectorio, la cocina y otras dependencias utilitarias, y en el piso alto la biblioteca y las celdas. Huertas y caballerizas completan el grandioso conjunto.
Francisco de la Maza. Panorama del arte colonial en México, tomo 3. Cuarenta siglos de arte mexicano. Ediciones Herrero/Promexa.
Sus remembranzas medievales no fueron simplemente el recuerdo de la España del siglo XV, sino una actitud defensiva ante la posibilidad de una reacción del indígena vencido. La primera obra de arquitectura que se elevó entre la isla y la laguna fue una fortaleza, las atarazanas, basto almacén torreado con almenas y aspilleras que sirvió para guardar la artillería y los bergantines que lograron la victoria.
De esta señal surgieron las primeras casas de los conquistadores, tan recias y solemnes que harían decir a Cervantes y Salazar, primer cronista de la ciudad: “cualquiera diría que no son casas, sino fortalezas”, y el obispo Zumárraga escribía al Emperador a propósito de la mansión de Nuño de Guzmán: “mandó construir una gran casa con cuatro torres horadadas con troneras, lo que le dio la figura de una fortaleza”. Llevaban torres en las esquinas, almenas y hasta fosos. La visión general de la ciudad de los conquistadores, debió ser como la de los burgos españoles o italianos del final de la Edad Media. Cuando el cronista subió a la cresta de la roca de Chapultepec, no pudo menos que decir: “está la ciudad toda asentada en un lugar plano y amplísimo, sin que nada le oculte a la vista por ningún lado; los soberbios y elevados edificios de los españoles se ennoblecen con altísimas torres...” Tal fue el paisaje arquitectónico del México del siglo XVI, la última ciudad medieval del mundo.
Pero si en su alzado fue un feudo en el que dominó la arquitectura civil, en su trazo fue una ciudad moderna, renacentista, es decir, rectilínea y sobre un plano reticular. Alonso García Bravo, el “geómetra” que delineó la urbe, no recordó nunca las tortuosas ciudades de su patria y prefirió el urbanismo desahogado y recto con el que soñaron Leonardo y Alberto Durero. El plano de la antigua Tenochtitlán ayudó a su empresa porque, como observaron los conquistadores, la capital azteca era un cuidadoso conglomerado de pirámides, palacios, y casas que formaban paralelogramos perfectos como nunca habían visto en el Viejo Mundo.
También el medievo se prolongaba fuera de la ciudad. En Cuernavaca, el conquistador erigía su palacio almenado y con bastiones angulares y las torres de vigilancia, o “rollos”, señoreaban sus posesiones como en Tepeaca y Tlaquiltenango. Las Casas Reales de las primeras ciudades se hacían con añoranzas toledanas, como las de Tlaxcala, con portadas de enormes piedras en jambas y dinteles y en los arcos mixtilíneos de sus terrazas.
Un cambio a finales dell siglo XVI dulcificó esta vigorosa arquitectura. La alborada del Renacimiento se presentó triunfante y un nuevo matiz decorativo se unió a la mansión feudal añadiendo columnas, escudos, medallones y rejas torneadas, así como abriendo los estrechos vanos de la primera arquitectura militar. Una de las primeras obras, ya francamente renacentistas, fue la Universidad, edificada hacia 1580.
Después, el plateresco y el mudejár harían de las ciudades hispanomexicanas otro tipo de construcciones hasta su entrega definitiva en brazos del barroco.
No fue muy diferente la solución del problema arquitectónico religioso, aunque produjo, por sus peculiares necesidades, formas nuevas que supieron conjugarse admirablemente con las antiguas. En los monasterios del siglo XVI seguimos contemplando la Edad Media, pero sólo en sus exteriores, grandiosamente almenados y hasta con pasos de ronda, desde el sencillo de Huejotzingo, en la fachada principal, hasta los complicados que dan vuelta a toda la iglesia, horadando sus contrafuertes, como en Tepeaca y en Cuautinchan.
Mas a pesar de esto, la planeación de un convento mexicano del siglo XVI es toda una novedad arquitectónica. Nunca en Europa existieron los inmensos atrios de México, que eran a la vez escuela, lugar de culto y cementerio. Es inconfundible un monasterio de esta época. Al fondo del atrio, por el cual se entra bajo arcadas esculpidas, está la iglesia, siempre de una nave y sin cruceros, cuajada de frescos en sus muros y un gran retablo de madera dorada al fondo, ocupando todo el testero. A un lado del convento, con su portería cabe la portada principal del templo, compuesta de uno o varios arcos; luego el claustro, en cuya planta baja van el refectorio, la cocina y otras dependencias utilitarias, y en el piso alto la biblioteca y las celdas. Huertas y caballerizas completan el grandioso conjunto.
Francisco de la Maza. Panorama del arte colonial en México, tomo 3. Cuarenta siglos de arte mexicano. Ediciones Herrero/Promexa.
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