El calendario dice que es mañana el día calificado como nefasto, donde el sol es negro y se quiebra hasta la última cacerola. No fue sábado sino viernes, el día rebautizado, el que debería ser cincuenta y dos espacios en blanco. Una despedida, el desayuno en la bolsa, y te volví a ver sólo tendida en la cama, rígida como una estatua; los estampados azules latiendo sobre tu pecho, debajo de los brazos. Eran esperanzas de respiración, de un beso en la frente, de enderezarse para volver a medir con el bastón la amplitud de la sala.
Pero no hubo remedio para ese sueño sin sube-baja. Sólo el fuego, que te devolvió granulada, en un conjunto de partículas de diferentes intensidades de gris, dentro de la bolsa blanca y de la caja de piedra blanca.
No deberías estar mirándome desde tu altura de librero, de fantasma que traspasa la pared y humedece mis ojos, de loa que ayuda con el brazo a caminar a los que todavía derramamos vaho en los cristales helados.
Deberías tener sombra, sonidos debajo de los zapatos, volumen que aparte el aire de donde estás caminando. Deberías ser eterna, como estos deseos de meterme en tu abrazo de ochenta años, de mirarte al regresar arrastrando mis pasos, de tener tu respiración en mis pulmones de tercera generación. No quiero llamarte y que me responda el siseo de los cipreses en la ventana. Quiero verte, pero no como el cuerpo blanco, a escala de los que permanecen en un campo lleno de cruces y flores marchitas.
Pero no hubo remedio para ese sueño sin sube-baja. Sólo el fuego, que te devolvió granulada, en un conjunto de partículas de diferentes intensidades de gris, dentro de la bolsa blanca y de la caja de piedra blanca.
No deberías estar mirándome desde tu altura de librero, de fantasma que traspasa la pared y humedece mis ojos, de loa que ayuda con el brazo a caminar a los que todavía derramamos vaho en los cristales helados.
Deberías tener sombra, sonidos debajo de los zapatos, volumen que aparte el aire de donde estás caminando. Deberías ser eterna, como estos deseos de meterme en tu abrazo de ochenta años, de mirarte al regresar arrastrando mis pasos, de tener tu respiración en mis pulmones de tercera generación. No quiero llamarte y que me responda el siseo de los cipreses en la ventana. Quiero verte, pero no como el cuerpo blanco, a escala de los que permanecen en un campo lleno de cruces y flores marchitas.
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