Convertirá el corazón en cenizas, las humedecerá para que el fuego no regrese a pintarlas de rojo y las haga bailar y subir. Al mismo tiempo, el agua de los ojos se evaporará, dejando caminos de sal a lo largo de la piel de cera, senderos irrenovables. Los paisajes dibujados en blanco por el lápiz del invierno, las alfombras de cerdas ocres y marrón tendidas a lo largo del camino de otoño, los colores azules, rosas, amarillos violetas... La primavera, el sol durante la estación húmeda, serán cada uno accidentes dentro del negro y el vacío. Serán los labios cerrados y las pupilas cubiertas por párpados y alturas de polvo.
No regresarán los días de punzadas frente a un monolito blanco, a una cruz y un ramo de verde acartonado. No regresará el día, ni el sol sacará la humedad de los poros. Ni autos en la avenida escoltada por señalamientos, ni los acordes de una canción que habla del único hombre que mide las calles nocturas con su sombra. Tampoco crecerá un hoyo negro en la garganta ante una fotografía de alguien sin respiración ni peso.
Pero tampoco habrá deseos de hundir los dedos en una piel ajena. Las fuerzas para conducir un bolígrafo sobre el papel, transportar paisajes mentales a la realidad de la celulosa vacía, quedarán reducidas a cero. ¿Cuál será entonces su valor, el valor del fin del eco de un eco emitido antes de las glaciaciones?
El que tome este remedio podría preguntar si valió la pena abandonarse a las paletadas de los hombres, regresar al espacio ocupado antes de nacer, por dejar de sentir el alma hecha de cáscaras que se van desprendiendo con los golpes de la respiración. Y querrá de nuevo oir voces, sentir punzadas en cada cambio en el ambiente, observar el monolito que resguarda a alguien igualmente ciego, sordo y mudo.
Pero es entonces cuando quienes lo tienen en la mente, oyen sus pisadas en cuartos vacíos y mojan sus rostros con la sal que ha dejado de correr por su cuello, estarán tomándose de las manos alrededor de una mesa casi hecha virutas, apretando los ojos ante una mujer de turbante y uñas ultramar que, asegura, puede hablar con el ausente porque conoce el lenguaje de los cementerios y las salas crematorias.
La única contraindicación del remedio no es para el paciente, sino para quienes esperan a sus espaldas. Es la transferencia de los síntomas, contra los que es inservible.
No regresarán los días de punzadas frente a un monolito blanco, a una cruz y un ramo de verde acartonado. No regresará el día, ni el sol sacará la humedad de los poros. Ni autos en la avenida escoltada por señalamientos, ni los acordes de una canción que habla del único hombre que mide las calles nocturas con su sombra. Tampoco crecerá un hoyo negro en la garganta ante una fotografía de alguien sin respiración ni peso.
Pero tampoco habrá deseos de hundir los dedos en una piel ajena. Las fuerzas para conducir un bolígrafo sobre el papel, transportar paisajes mentales a la realidad de la celulosa vacía, quedarán reducidas a cero. ¿Cuál será entonces su valor, el valor del fin del eco de un eco emitido antes de las glaciaciones?
El que tome este remedio podría preguntar si valió la pena abandonarse a las paletadas de los hombres, regresar al espacio ocupado antes de nacer, por dejar de sentir el alma hecha de cáscaras que se van desprendiendo con los golpes de la respiración. Y querrá de nuevo oir voces, sentir punzadas en cada cambio en el ambiente, observar el monolito que resguarda a alguien igualmente ciego, sordo y mudo.
Pero es entonces cuando quienes lo tienen en la mente, oyen sus pisadas en cuartos vacíos y mojan sus rostros con la sal que ha dejado de correr por su cuello, estarán tomándose de las manos alrededor de una mesa casi hecha virutas, apretando los ojos ante una mujer de turbante y uñas ultramar que, asegura, puede hablar con el ausente porque conoce el lenguaje de los cementerios y las salas crematorias.
La única contraindicación del remedio no es para el paciente, sino para quienes esperan a sus espaldas. Es la transferencia de los síntomas, contra los que es inservible.
No comments:
Post a Comment