Dudo en el ángulo desde donde arremeteré a la pantalla. Pienso, oprimo las letras, vuelvo a pensar y borro. Creo que desde tu ausencia sólo disparo teclazos en el agua. De nuevo, a casi trescientos sesenta y cinco días, pongo mi alma, mis recuerdos, frente a mí, trato de tejerlos para ofrecerte unas palabras. La voz de tu última presentación –en vida–, Casa vacía, está cantándome en estos momentos y vuelve a atacar mi garganta, ella sí con eficacia, a recordarme esa llamada de Alejandro Badillo, uno de los amigos que me legaste, preguntándome por ti, si te había visto, si hubo taller el miércoles pasado; al fin diciéndome como si él tampoco lo creyera, como si no fuera él: “Parece que falleció el fin de semana”. Colgué muda. Seguí viajando por la computadora, elucubrando esa última tarea donde alguien hace alarde de sus aptitudes como cocinero y asesino, pero pensando en ti. Temblé, como esta mañana. Efecto retardado. Quise que fuera mentira. Luego repetí el ejercicio de Alejandro, una mala noticia extendiéndose como una mancha, consumiendo tiempo aire, entrando en otros oídos, sacando miradas líquidas.
Después de aquella cita en Profética, en donde estuviste presente por partida triple, espíritu, recuerdos y una fotografía blanco y negro, busqué tu nicho. Debo confesar mi poca habilidad para localizar un pequeño recuadro entre pequeños recuadros de la pared. “Llámame, Meneses, no soy buena para esto”, grité con murmullos. Un ramo de gardenias en mi bolso. No te encontré, y salí con una esperanza: escuchar tus comentarios el próximo miércoles, leer para ti un texto de esos que sólo tu maestría generaba en mi cabeza.
Después de unos días, visité a tu mamá, me metí en su abrazo y te lloré. Luego supe dónde encontrarte. Es para dar risa, necesitar coordenadas en un sitio estrecho y circular, debajo del suelo de la iglesia que está en la colonia Santa María –de los Niños, dirías–. Ante la imposibilidad del ramo de claveles, un pedazo de papel con mala letra en tinta negra: “Te extraño profe”. Y sigo haciéndolo.
Hay maneras de morir sin dejar de respirar, como aquel joven poeta inglés que peleó en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y terminó en un hospital psiquiátrico, mencionado por David Huerta en su más reciente visita a Puebla, una lectura a las diez de la mañana después del homenaje a José Lezama Lima, dedicada a ti. Estoy de acuerdo, y sé de otra, tal vez no tan contundente, sino que va matando de a poco, como una enfermedad alojada en el cuerpo desde el instante de nacer, adormecida por el vapor de los medicamentos: voltear y ver una herida roja en lugar de un amigo.
Pensando en esa frase, se podrían cambiar los términos: “Hay maneras de vivir sin emitir latidos”. Y también eres el ejemplo, Alejandro. Como en Cuando sueñe, sueñe usted con eso, abro un libro y me encuentro, no con la “soledad de una flor dibujada en el papel, con palabras venidas de algún rincón de la ciudad”. Las páginas me regresan tu voz hecha letras, tu rostro como celulosa blanqueada. Sigo sorprendiéndome con ese rezo ante el féretro del esposo muerto en la casa de la playa, con una botella que es capaz de guardar una historia que luego repetirá, con una joven maestra de, no para ciegos, en constante búsqueda de la escuela semejante a un edificio con ruedas en lugar de cimientos, con los números de Catedral que guardan trozos de tus Vidas lejanas... Esos son los impulsos de tu corazón, Alejandro, el timbre de tu voz. Tu presencia.
Pero tu lugar se extiende incluso antes del inicio de cada libro, dentro de palabras azules y negras. En los espacios de tinta están guardados saludos, consejos, buenos deseos, “P.D. también para la abuela”. Si las acaricio como si fueran a romperse con un soplo, todavía siento la fuerza de tu mano, el apoyo del bolígrafo en el papel. Para tu voluntad y alma de escritora, para mi querida amiga Judith, autógrafos que la eterna admiradora guardará incluso cuando sean pigmentos en el ala de una mariposa.
Y más allá, guardo tu dirección de correo electrónico entre mis contactos, el único mensaje que me enviaste, tu número telefónico. No los borraré, pero tampoco te escribiré o llamaré otra vez. Me dolería ver esos mensajes de regreso porque no pudieron entregarse, porque la dirección no existe más, escuchar un saludo, una voz diferente a la tuya.
Ángela y los ciegos me obsequia una fotografía, el tiempo anterior al mío coincidiendo con el tuyo. Detrás de un vaso a medias, que adivino de vodka, volteas hacia otro lado, tus manos son escudos sobrepuestos. Tuve dos hipótesis: aplaudías o no querías salir en la instantánea que perpetuaría ese segundo. No acerté con ninguna. Era sólo una plática en tu casa.
La mejor manera de mantenerte respirando es seguir tus enseñanzas. Escribir biografías para los personajes, escuchar la música dentro de un cuento, unir trama y urdimbre de la atmósfera, leer –¿ya leíste Pedro Páramo? No. Entonces tienes tarea–. Seguir los instintos... Lo hago. Varias veces avanzo en la dirección equivocada. Siempre me harás falta en el timón. Pero no te has separado de él por completo. Ahora tu espíritu se encuentra en otros consejos, en los de Beatriz Meyer, en los de José Prats. Ellos me ayudan a mantener el rumbo y tú has pasado al lugar de los ángeles.
Eres uno de los dos que me cuidan. Bueno, de medio tiempo. Primero eres el guardián de tus hijas, de tu mamá. Cuando estoy frente a una libreta, a la pantalla, cuando aventuro mi vida en un concurso, me acompañas.
He tenido suerte en los últimos meses. La frase del futbol, portero sin suerte no es portero, se podría aplicar a mi caso: participante sin suerte no lo es. Sé que mi buena fortuna viene de arriba, donde estás tú, Meneses, tal vez un sitio como La Matraca, con un “oso” en la mano y tu sonrisa detrás de los anteojos. Leyendo mientras en la televisión se grita un gol, una canción a ritmo de tambores. Lamento no poder estar como antes, sentada a la misma mesa, la del rincón, con la cabeza entre las manos y la atención en tus frases, recuento de lecturas, elucubraciones de ejercicios para la próxima sesión (¿te acuerdas? Aquella vez de las tareas personalizadas, cuando entre los presentes dejaron para mí “que se muera el Papa”, la risa no me dejaba atender –yo, ¡qué pena!; tú, ¡ay, sí, qué dolor qué dolor qué pena!– Entonces delimitaste el enorme terreno en espera de mi exploración: “¿Cómo tomarían la noticia en un pueblo perdido en la sierra?” De tus palabras salieron buenas ideas mal acomodadas, un cuento y varias correcciones).
Mayo agoniza. La cuenta regresiva hacia el trescientos sesenta y cinco sigue y no se detendrá en esa cifra. Empieza desde antes del día de tu muerte, el miércoles anterior, cuando sincronizamos los relojes a las siete de la tarde–noche y nos despedimos hasta la siguiente clase; para siempre, aunque lo ignoráramos. Tu fotografía no ha perdido su lugar en mi repisa; ni lo perderá. Como el abuelo, en el primer cuento de la recopilación Casa vacía, has “regresado a esas regiones donde el calor es un mosquito y el frío un mero paisaje blanco. En su biografía no aparecen sus padres, nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca vivió en esta casa...”
A diferencia de él, en esa vida inventada, parte de un cuaderno de viajes, a ti te sobreviven, además de tu familia, los alumnos que intentan escribir un homenaje a tu obra y enseñanzas, que siguen huellas dejadas hace tiempo, hace casi un año, cuando caminabas presuroso por el centro de la ciudad, con un periódico, libros y la mochila de piel al hombro.
Después de aquella cita en Profética, en donde estuviste presente por partida triple, espíritu, recuerdos y una fotografía blanco y negro, busqué tu nicho. Debo confesar mi poca habilidad para localizar un pequeño recuadro entre pequeños recuadros de la pared. “Llámame, Meneses, no soy buena para esto”, grité con murmullos. Un ramo de gardenias en mi bolso. No te encontré, y salí con una esperanza: escuchar tus comentarios el próximo miércoles, leer para ti un texto de esos que sólo tu maestría generaba en mi cabeza.
Después de unos días, visité a tu mamá, me metí en su abrazo y te lloré. Luego supe dónde encontrarte. Es para dar risa, necesitar coordenadas en un sitio estrecho y circular, debajo del suelo de la iglesia que está en la colonia Santa María –de los Niños, dirías–. Ante la imposibilidad del ramo de claveles, un pedazo de papel con mala letra en tinta negra: “Te extraño profe”. Y sigo haciéndolo.
Hay maneras de morir sin dejar de respirar, como aquel joven poeta inglés que peleó en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y terminó en un hospital psiquiátrico, mencionado por David Huerta en su más reciente visita a Puebla, una lectura a las diez de la mañana después del homenaje a José Lezama Lima, dedicada a ti. Estoy de acuerdo, y sé de otra, tal vez no tan contundente, sino que va matando de a poco, como una enfermedad alojada en el cuerpo desde el instante de nacer, adormecida por el vapor de los medicamentos: voltear y ver una herida roja en lugar de un amigo.
Pensando en esa frase, se podrían cambiar los términos: “Hay maneras de vivir sin emitir latidos”. Y también eres el ejemplo, Alejandro. Como en Cuando sueñe, sueñe usted con eso, abro un libro y me encuentro, no con la “soledad de una flor dibujada en el papel, con palabras venidas de algún rincón de la ciudad”. Las páginas me regresan tu voz hecha letras, tu rostro como celulosa blanqueada. Sigo sorprendiéndome con ese rezo ante el féretro del esposo muerto en la casa de la playa, con una botella que es capaz de guardar una historia que luego repetirá, con una joven maestra de, no para ciegos, en constante búsqueda de la escuela semejante a un edificio con ruedas en lugar de cimientos, con los números de Catedral que guardan trozos de tus Vidas lejanas... Esos son los impulsos de tu corazón, Alejandro, el timbre de tu voz. Tu presencia.
Pero tu lugar se extiende incluso antes del inicio de cada libro, dentro de palabras azules y negras. En los espacios de tinta están guardados saludos, consejos, buenos deseos, “P.D. también para la abuela”. Si las acaricio como si fueran a romperse con un soplo, todavía siento la fuerza de tu mano, el apoyo del bolígrafo en el papel. Para tu voluntad y alma de escritora, para mi querida amiga Judith, autógrafos que la eterna admiradora guardará incluso cuando sean pigmentos en el ala de una mariposa.
Y más allá, guardo tu dirección de correo electrónico entre mis contactos, el único mensaje que me enviaste, tu número telefónico. No los borraré, pero tampoco te escribiré o llamaré otra vez. Me dolería ver esos mensajes de regreso porque no pudieron entregarse, porque la dirección no existe más, escuchar un saludo, una voz diferente a la tuya.
Ángela y los ciegos me obsequia una fotografía, el tiempo anterior al mío coincidiendo con el tuyo. Detrás de un vaso a medias, que adivino de vodka, volteas hacia otro lado, tus manos son escudos sobrepuestos. Tuve dos hipótesis: aplaudías o no querías salir en la instantánea que perpetuaría ese segundo. No acerté con ninguna. Era sólo una plática en tu casa.
La mejor manera de mantenerte respirando es seguir tus enseñanzas. Escribir biografías para los personajes, escuchar la música dentro de un cuento, unir trama y urdimbre de la atmósfera, leer –¿ya leíste Pedro Páramo? No. Entonces tienes tarea–. Seguir los instintos... Lo hago. Varias veces avanzo en la dirección equivocada. Siempre me harás falta en el timón. Pero no te has separado de él por completo. Ahora tu espíritu se encuentra en otros consejos, en los de Beatriz Meyer, en los de José Prats. Ellos me ayudan a mantener el rumbo y tú has pasado al lugar de los ángeles.
Eres uno de los dos que me cuidan. Bueno, de medio tiempo. Primero eres el guardián de tus hijas, de tu mamá. Cuando estoy frente a una libreta, a la pantalla, cuando aventuro mi vida en un concurso, me acompañas.
He tenido suerte en los últimos meses. La frase del futbol, portero sin suerte no es portero, se podría aplicar a mi caso: participante sin suerte no lo es. Sé que mi buena fortuna viene de arriba, donde estás tú, Meneses, tal vez un sitio como La Matraca, con un “oso” en la mano y tu sonrisa detrás de los anteojos. Leyendo mientras en la televisión se grita un gol, una canción a ritmo de tambores. Lamento no poder estar como antes, sentada a la misma mesa, la del rincón, con la cabeza entre las manos y la atención en tus frases, recuento de lecturas, elucubraciones de ejercicios para la próxima sesión (¿te acuerdas? Aquella vez de las tareas personalizadas, cuando entre los presentes dejaron para mí “que se muera el Papa”, la risa no me dejaba atender –yo, ¡qué pena!; tú, ¡ay, sí, qué dolor qué dolor qué pena!– Entonces delimitaste el enorme terreno en espera de mi exploración: “¿Cómo tomarían la noticia en un pueblo perdido en la sierra?” De tus palabras salieron buenas ideas mal acomodadas, un cuento y varias correcciones).
Mayo agoniza. La cuenta regresiva hacia el trescientos sesenta y cinco sigue y no se detendrá en esa cifra. Empieza desde antes del día de tu muerte, el miércoles anterior, cuando sincronizamos los relojes a las siete de la tarde–noche y nos despedimos hasta la siguiente clase; para siempre, aunque lo ignoráramos. Tu fotografía no ha perdido su lugar en mi repisa; ni lo perderá. Como el abuelo, en el primer cuento de la recopilación Casa vacía, has “regresado a esas regiones donde el calor es un mosquito y el frío un mero paisaje blanco. En su biografía no aparecen sus padres, nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca vivió en esta casa...”
A diferencia de él, en esa vida inventada, parte de un cuaderno de viajes, a ti te sobreviven, además de tu familia, los alumnos que intentan escribir un homenaje a tu obra y enseñanzas, que siguen huellas dejadas hace tiempo, hace casi un año, cuando caminabas presuroso por el centro de la ciudad, con un periódico, libros y la mochila de piel al hombro.
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