Sunday, January 30, 2011

DE LA IDEA DE LA INMORTALIDAD

El destello aparece en momentos específicos y se traduce no a un deseo, sino, tal vez, a una sensación: la de no ser mortales. Y esto no se refiere al hecho de trascender a la vida física –un fantasma, el recuerdo en quienes lo conocieron, escribir un libro, ser mentor de alguien–. Uno es inmortal. Punto.
Cuando se es joven, cuando se disfruta una compañía, hace acto de presencia esa ráfaga amarilla y plata que dice: “Tu vida es eterna”. O cuando se tiene poder. Y dinero. Mucho, demasiado. Tanto como para ser declarado el hombre más rico del planeta. Sí, se es inmortal.
En torno a esta sensación de eternidad gira la novela de Agustín Ramos Olvidar el futuro. Una persona, dejando de lado el hecho de que por fuerza tendrá que morir, detenta poder y posee más riqueza que cualquiera de los habitantes del planeta. Es el señor, así, sin un nombre. Pero más bien parece el rey: casado con la reina, su hija mayor es la princesa, la familia es dueña de empresas con alcance internacional, de mansiones enclavadas en campos de golf de dieciocho hoyos…
Y el señor es inmortal. O lo parece, porque el libro, editado a principios del 2010 por Tusquets editores en su colección Andanzas, comienza con su muerte. A manos del personaje–narrador, “el cuate este”, “el nuevo Carlos Fuentes”, dentro de un bunker disfrazado de fábrica de impresos vieja.
Luego, a lo largo de las trescientas diez páginas, el lector parece asistir a la historia reciente de México. El país de Olvidar el futuro es un hervidero de retenes, militares y no militares, de asaltos al transporte de pasajeros, de comentarios en torno a los medios de comunicación. De un no estar seguro qué pasa.
Un solo día basta. El nuevo Carlos Fuentes tiene una cita con el señor, una plática informal, y luego se traslada de la capital a Pachuca. Entre ambos eventos la trama, en medio de brotes de buen humor –el militar que quiere irse corriendo hasta Acapulco en vez de seguir vigilando a la familia del señor–, parece precipitarse a borbotones: la militarización, la guerra contra el narcotráfico, la historia del señor, de su maratónico enriquecimiento gracias a informes privilegiados, al contacto con la persona correcta –con el futuro presidente, por ejemplo–, su muerte, que se cuela por el agujero que un taladro le deja en la frente, y la toma del poder por parte de los militares.
Al principio suponemos que el asesinato del hombre más rico es el detonante, que la sola presencia del esposo de la reina, a modo de barrera de protección, mantenía más o menos a raya la violencia. Y entonces sucede: el arresto del hermano mayor del señor, la vigilancia y casi secuestro de la familia más cercana. Después de todo, como lo declara el narrador en la primera página, eran mortales. Igual que el señor.
A diferencia de ellos, la idea de la inmortalidad es como su nombre, predica con el ejemplo; ella sí es inmortal. Si tenía casa en la figura del señor, ahora ha fundado una nueva en el amorfo cuerpo de armas largas y uniformes con botas torturadoras. Los militares, antes al servicio del presidente, declaran el toque de queda, la suspensión de garantías, y toman el poder: ese que hace olvidar el futuro y obliga a la gente a creer que es inmortal, ese largo y ancho y alto, sin tamaño de tan grande, ante el cual uno se pregunta ¿vale la pena detentarlo por determinado lapso de tiempo?, y se responde “no; para disfrutarlo por completo debemos ser inmortales, a fuerza”.