Friday, April 28, 2006

REMEDIO IV

El calendario dice que es mañana el día calificado como nefasto, donde el sol es negro y se quiebra hasta la última cacerola. No fue sábado sino viernes, el día rebautizado, el que debería ser cincuenta y dos espacios en blanco. Una despedida, el desayuno en la bolsa, y te volví a ver sólo tendida en la cama, rígida como una estatua; los estampados azules latiendo sobre tu pecho, debajo de los brazos. Eran esperanzas de respiración, de un beso en la frente, de enderezarse para volver a medir con el bastón la amplitud de la sala.
Pero no hubo remedio para ese sueño sin sube-baja. Sólo el fuego, que te devolvió granulada, en un conjunto de partículas de diferentes intensidades de gris, dentro de la bolsa blanca y de la caja de piedra blanca.
No deberías estar mirándome desde tu altura de librero, de fantasma que traspasa la pared y humedece mis ojos, de loa que ayuda con el brazo a caminar a los que todavía derramamos vaho en los cristales helados.
Deberías tener sombra, sonidos debajo de los zapatos, volumen que aparte el aire de donde estás caminando. Deberías ser eterna, como estos deseos de meterme en tu abrazo de ochenta años, de mirarte al regresar arrastrando mis pasos, de tener tu respiración en mis pulmones de tercera generación. No quiero llamarte y que me responda el siseo de los cipreses en la ventana. Quiero verte, pero no como el cuerpo blanco, a escala de los que permanecen en un campo lleno de cruces y flores marchitas.

Wednesday, April 26, 2006

EL REINO DE ESTE MUNDO

Del escritor cubano Alejo Carpentier, El reino de este Mundo recrea el Haití de la esclavitud, y, posteriormente, de los trabajos forzados bajo la tralla de otros negros, de mulatos.
Narra la vida de un esclavo negro, Ti Noel, primero propiedad de Monsieur Lenormand de Mezy, quien lo pierde a las cartas en Santiago de Cuba. La atmósfera está llena de tambores que suenan frenéticamente, de selvas y montañas exuberantes de verde y sonidos anónimos. El vudú es el camino para la liberación de los esclavos, los houngans, los loas, el terror a un veneno que parece venir de la sierra, arrastrarse como si se tratara de una serpiente –de la Gran Serpiente, diría Carpentier–, entrar en los establos, en las casas y cocinas, en los calderos.
La novela inicia con Ti Noel acompañando a su amo a rasurarse. Y se enfrenta con el Gran Allá, África, con postales de negros rodeados de plumas y abanicos. “Ese es un rey de tu país”, le dicen, y recuerda las palabras de Mackandal, otro esclavo un futuro houngan que escapará del amo luego de que un accidente lo deje manco. El que se disfrazará de jabalí, de iguana, de perro, y que escapará a la hoguera volviendo a disfrazarse. Los poderes mágicos del vudú traído de África con los esclavos, practicado en Haití con el fervor del Allá.
Alejo Carpentier maneja las palabras como si se tratara de una burbuja de vidrio soplado. A su antojo, crea melodías donde una esclavitud sucede a otra. Sólo los amos son diferentes. Son negros que obligan a Ti Noel a trabajar después de la independencia para construir el castillo del nuevo rey de Haití, Henri Cristophe. El final sugiere un nuevo houngan, tal vez un nuevo intento de liberación.
El título “El reino de este Mundo”, toma sentido en el final:
“Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita, despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas. El hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo.”
El prólogo de la primera edición de la novela, escrito por Alejo Carpentier en 1949, ha pasado a formar parte de un libro de ensayos, con el título “De lo real americano”. No apareció en las siguientes ediciones. Carpentier es de los primeros en abrir el abanico de Latinoamérica (¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?).
Sólo puedo decir que esta novela es ya una de mis favoritas, recomendar su lectura porque está ¡¡¡¡bueníííííííííííííííííííííísima!!!! Las palabras saben a selva; al pasar las páginas casi pueden escucharse los sonidos de los montes vivos.

Thursday, April 20, 2006

RIUS

Hace un tiempo encontré un libro del caricaturista RIUS, “El católico preguntón. 222 preguntas que quisiéramos hacerle al Papa, pero que nos da pena hacerlo”. Con el estilo y los dibujos del autor, se critican muchísimos aspectos de la Biblia, de la religión, de la iglesia católica. Una edición de Grijalbo muy divertida, recomendable, y que deja pensando.
Aquí unos fragmentos de su contenido.

“¿Jesús hizo el sermón de la montaña?
Lamentamos informar a nuestra apreciable clientela que el famosísimo SERMÓN DE LA MONTAÑA NO fue pronunciado por Jesús, según lo han comprobado varios malditos historiadores y estudiosos de las Sagradas Escrituras”.

“¿Alguien ha ido al cielo y regresado?
Hasta orita los únicos que han ido a los cielos y regresado han sido los astronautas. (Junto al texto, un redondo eclesiástico de alto rango, señalando hacia arriba, con una carta lista para ser entregada por un astronauta)”. (Je, je).

“¿Jesús, pobre entre los pobres, fundó una iglesia que se convirtió en un poderoso y corrupto imperio? (Y una imagen de Jesús, que señala esa parte del texto: “¡Me gusta la pregunta!”)
Confieso que el tema de la iglesia se me ha vuelto una obsesión y meta de vida. ¿Cómo es posible –me digo– que una institución basada en falsedades y falsificaciones de la figura y el pensamiento de Jesús haya perdurado por casi veinte siglos? ¿A qué se debe que Dios no haya intervenido para acabar con la isntitución más nefasta que ha tenido la humanidad y que se apoya en ese mismo Dios (y su Hijo) como principales patrocinadores?” Un fragmento del prólogo que comienza: “Especie de Introito (no hace falta arrodillarse...)

Y entre sus agradecimientos:
–A la Santa Inquisición, por haber desaparecido de la faz de la tierra antes que yo naciera (je, je).
–A la Santa Madre Iglesia Católica, por haberme vuelto ateo y descreído.
–A mis lectores por seguirme tolerando.

Wednesday, April 05, 2006

NUEVO MUNDO.


Es una película de Gabriel Retes, de 1976. Encontré el DVD en una tienda y llamó mi atención la portada. En letras blancas: “¡Por primera vez después de veinte años de veto!” y una pequeña frase del director mexicano: “El sometimiento de un pueblo a través de una imagen”. Colores cálidos encerrados en un negro que simula la sombra de una mano, el calendario azteca insinuado en el fondo y en primer plano, un crucifijo en el mango de una daga cubierta de sangre. Alguien la sostiene entre los diez dedos, la dirige a sí mismo.
En la contraportada no hay una reseña de la trama: “La iglesia, a lo largo de la historia, siempre se ha enfrentado al cine como de sus principales censores. “Nuevo Mundo” cuestiona el mito guadalupano al presentar cómo para someter a los indios, un sacerdote jesuita inventa la presencia de una Virgen que pide la reconciliación entre conquistadores y conquistados. Retes nos muestra en esta película una alegoría del método utilizado por los españoles para imponer su religión y asumir con ello un completo poder político sobre los indígenas. Producida en 1976 “Nuevo Mundo” fue boicoteada en su exhibición por el controversial tema al que hace referencia”.
Las actuaciones de Aarón Hernán, Juan Ángel Martínez, Tito Junco, Bruno Rey y María Rojo, recrean un México de poco después de la conquista, dando la idea de aproximadamente treinta o cuarenta años después de la caída de Tenochtitlán. Inicia con una caravana de soldados y sacerdotes que llegan a una población. María Rojo es la intérprete; los españoles quieren saber la razón para abandonar el caserío. Un anciano contesta en nahuatl repetidas ocasiones, sin que haya subtítulos, lo que añade atmósfera a la escena, y al final de este diálogo, con la entonación del anciano, los sacerdotes saben que no les dirán porque huyen.
El anciano mata a la intérprete. Un buen inicio para la trama: la investigación de los sacerdotes católicos para dar con los cabecillas de una revuelta indígena.
El filme está hecho con escenas muy bien logradas, como la adoración de los indígenas, a la usanza antigua, en las nuevas iglesias católicas. Brazos y oraciones en nahuatl dirigidas a las imágenes de santos y mártires. “Es un milagro”, dicen, creen, “el Señor les ha iluminado el entendimiento”. Por la noche, y gracias a un ruido proveniente del altar mayor, descubren que ídolos prehispánicos están ocultos debajo de los vestidos púrpuras y blancos. Está también el español, el encomendero que protege a sus indios, convicción sobre el remordimiento que siente al haber matado a miles en los tiempos de la conquista. “Era su vida frente a la mía. Era la guerra”, declara frente a Aarón Hernán, sacerdote de La Santa Hermandad, con la que se recrean las torturas y procesos de la Inquisición Española. La muerte de un soldado que intentaba violar a una india. El encomendero ha aprendido a hablar nahuatl, y realiza un ritual compuesto de golpes y frases sin subtítulos coronadas por algo en castellano: “Este cerdo debe morir”, antes de que la mujer atraviese el corazón del soldado con su propia daga. El sacerdote trata de impedirlo, pues está bajo su protección.
Mención aparte merece el indio aparentemente converso, artista de la madera y la arcilla, organizador de la planeada matanza de españoles, encarnado por Juan Ángel Martínez, a quin se encarga una imagen religiosa original. No tiene el manto azul de la Guadalupana, pero los ojos entornados de la pintura son los mismos. Él, al término, la protege del sacerdote que intenta destruirla después de una discusión (¿por qué el artista no se opuso, si sabía que los matarían tanto a él como a la modelo?). Mi opinión sobre las motivaciones es que no fue porque haya comenzado a creer en su propia mentira, mentira elaborada por encargo, sino por el valor artístico que tiene la pintura. Una joven india posó para él, él sólo era copista, nunca se había aventurado a ir más allá, a crear una obra propia. Ése es el valor, no el de milagro que se le otorga.
En una de las escenas finales, donde se recrean las peregrinaciones actuales, con cantos a la reina del cielo, indígenas marchan mientras enarbolan el retrato de la Virgen inventada por la Santa Hermandad, mientras el sacerdote inicia en diligencia un largo viaje. Esta toma llena de impotencia al espectador, y le hace recordar el tiempo de duración que se le da a un engaño. “¿Quién puede saberlo? Quizás años, quizás siempre. Depende de los indios”.
Y aquí seguimos, llegando de rodillas al centro de la creencia más arraigada en el mexicano, dejando caminos continuos de sangre que se intersectan en el santuario que la reina del cielo ordenó se le construyera a las faldas del Tepeyac.
También, debo reconocer, se maneja con algo de maniqueísmo. El español malo, el indio bueno. Los indios como en manada, sin quejarse o intentar escapar de los soldados de casco y caballo que los conducen a las mazmorras, a la tortura y la muerte en la hoguera. Los interrogatorios a gritos, en lengua indígena y castellano, mientras el potro estira brazos y piernas. Nadie quiere confesar, resisten en silencio hasta la muerte.
Los europeos llegaron a invadir un lugar y a expandir su poderío más que una religión. A fin de cuentas se aprovecharon de ella para atesorar riquezas, propiedades y trabajo esclavo. Hay una frase de la película que se relaciona un poco con esto: “Lo único que los mantenía a salvo, es que nadie sabía que existían. Si no hubiéramos sido nosotros, serían los franceses, los ingleses”. Es cierto, pero también lo es que saquearon hasta donde pudieron, que trajeron a México la Edad Media –cuando el Renacimiento era la actualidad de otros países europeos–, la represión de la Inquisición, impusieron sus costumbres sin siquiera intentar comprender las que anulaban. Hay excepciones, por supuesto, como la obra de Fray Bernardino de Sahagún “Historia General de las Cosas de la Nueva España” (obra que, a final de cuentas, terminó siendo el Códice Florentino, regalo del monarca español al italiano, a quien Sahagún le había enviado sus manuscritos originales).
La película pone en duda el mito guadalupano, ¿en verdad se le habrá aparecido la Virgen a Juan Diego (ahora San Juan Diego)? No afirmo ni niego nada, creo que es algo muy difícil de comprobar, incluso para los estudiosos del tema. Pero, a la vista, por toda Latinoamérica, hay imágenes religiosas que se presentan a los pobladores: indígena para los antiguos aztecas, negra para los cubanos (donde la población taína fue anulada, y la de esclavos africanos llegó a ser mucho mayor que la de españoles): la Virgen de la Caridad del Cobre. Así hay una promesa más personalizada de una mejor vida después de la muerte, de la gloria eterna. Y si aguantas, si sufres martirio como Jesús, serás siempre feliz en el cielo.
Recomiendo ampliamente esta película, rodeada de una atmósfera opresiva tanto para los índígenas –la religión y sus métodos de tortura y sometimiento–, como para los españoles –las palabras que no entienden, que incluso el espectador ignora y debe interpretar por la reacción de los interlocutores–; claro, en menor medida para estos últimos. Y me quedo con una de las frases, llena de tolerancia para lo extraño, tal vez hasta de respeto, dicha, por cierto, por el encomendero español que muere en las mazmorras de la Santa Hermandad: “Después de todo, la fe es la misma”.

Monday, April 03, 2006

REMEDIO III.


El no encontrarse con dos pupilas que reflejen nuestras manos en el acto de empuñar un bolígrafo, que miren las vocales y consonantes dejadas a cada paso como si de huellas se tratara; el hablar o reír junto al oído de un ser de aire, sin vestigios de respiración pero no por eso ahogado o imaginario, y esperar una respuesta que nos llegará en otro tiempo, en otra vida –que sólo será la ninfa siguiéndonos los pasos, bailando con las manos de leche y los cabellos y las gasas que cubren su delgadez abandonados al viento, rodeando cada secreta frase con siseos, risas de cristal y pisadas desnudas sobre el antiguo vestido de las ramas–, todavía no tiene solución.
Quien se coloca frente a la rigidez y frialdad de un espejo, que únicamente sabe vernos a nosotros sin responder a semejante estímulo, y grita lo realizado en el lapso entre una luna y otra, ante un auditorio de miles de sordomudos, y cree haber encontrado una cura para esa sensación de actuar a la vista de nuestra sombra, está loco –debía vestir de blanco y estrellar sus ideas contra colchonetas verticales– o está fanfarroneando. Nunca debe creérsele. Está comprobado: a fuerza de hablar con quien habita detrás del espejo y escuchar su voz de silencio, se piensa que cuando llegue el remedio, será la hora en que los hombres dejarán de morir e incluso respirarán bajo el agua.

LOLITA.


El libro de Vladimir Navokov, publicado en 1955, narra la historia de un hombre de cuarenta años obsesionado con las nínfulas, como nombra a ciertas niñas de doce o trece años de edad. Humbert Humbert conoce a Charlotte Haze y a su hija Dolores, Lolita. Se casa con la madre, quien muere en un accidente, y así el hombre se queda a cargo de la niña, por ahora en un campamento, ignorante de su nueva situación: huérfana. Él va a recogerla y es donde se inician una serie de viajes y la relación de amantes entre los dos.
A lo largo de dichos viajes se presentan los celos de Humbert, quien adivina en cada hombre a un amante de su Lo. La niña, podríamos decir, que aviva y tal vez hasta le divierten las reacciones de su padrastro. Ha tenido experiencias sexuales antes de él, en el campamento, y repetidas ocasiones trata de escapar. Humbert se da cuenta de que son perseguidos, teme que su relación con Lolita se haya descubierto, que un policía o un detective sea el perseguidor. La niña parece ayudar a ese hombre anónimo que cambia de autos constantemente –según Humbert–: borronea el número de placas del primer auto, rojo, intenta conducir cuando, en un camino y con una llanta ponchada, Humbert descubre a su perseguidor estacionado detrás de ellos y se acerca al auto gris, incluso habla con él...
Lolita escapa del hospital donde pasa unas dos noches, internada por una infección. Un supuesto hermano de su “padre” la recoge. Entonces Humbert empieza una búsqueda de tres años, que culmina con otra relación –Rita, una mujer de treinta–, y una carta donde la misma Lo, Dolly, le confía que está casada, embarazada, a los diecisiete años, y que necesita dinero. Él lleva cuatro mil dólares y una cómplice: un arma.
La narración, los actos de Humbert, el cargar una pistola y la actitud cada vez más exasperante de su joven amante, llevan al lector a pensar que tal vez podría ser capaz de asesinarla. Se intuye gracias al inicio: se sabe que el hombre está preso, acusado de asesinato, que al momento de publicar sus memorias está muerto. En el prólogo no se menciona quién es la señora de Richard F. Schiller –el esposo de Dolores Haze–, que muere después de dar a luz a un bebé muerto.
Pero el asesinado resulta ser un hombre, autor teatral que comparte con Humbert su gusto por las niñas: él los siguió, Lolita aceptó irse con él al ser dada de alta del hospital.
El prólogo señala que las memorias llegaron a manos de John Ray Jr., amigo del abogado de Humbert.
Es interesante cómo el propio narrador, Humbert, pasa de la primera a la tercera persona al referirse a sí mismo, y la estructura de la novela: primera persona, con un prólogo narrado por otro personaje en posesión de dichas memorias. A lo largo de toda la novela se pone de manifiesto la obsesión, iniciada al perder a Annabel, su amor de adolescente; pero también el enamoramiento del personaje, expresado al final en su deseo de una larga vida para su ninfa caída, al extrañar la voz de su Lo no junto al oído, sino entre las de los niños que juegan en una ciudad alejada, voces que llegan a él un instante antes de ser aprehendido sin oponer resistencia alguna, antes de abandonarse.